El compositor de ayer, Bizet, llamaba «mi pequeña Mozart» a Cécile Chaminade cuando tenía ocho años. Era hija de unos amigos suyos que vivían en París. Sus composiciones le impresionaron tanto que sugirió que hiciera estudios formales de música, pero a los padres no les pareció tan bien. El padre era agente de seguros y cuentan que replicó: «El destino de las niñas burguesas es ser esposas y madres». Toma castaña.
Chaminade, sin embargo, pensaba de otro modo. «No se concibe que las mujeres puedan ser fuerza de trabajo», dijo en cierta ocasión. Adelantándose en casi un siglo a las feministas de la cuarta oleada, que repiten «vive como mejor puedas», Cécile añadía: «El trabajo y las condiciones que se les imponen a causa de su sexo no les permiten desarrollarse del mejor modo posible. Están en franca desventaja y solo unas cuantas, por la fuerza de las circunstancias o su propia fortaleza, han conseguido superar los impedimentos».
La heroica Chaminade lo hizo lo mejor que pudo, tanto que su colega Ambroise Thomas dijo: «No es una mujer que compone, sino una persona compositora que es mujer». Escribió alrededor de 350 obras, entre óperas, ballets, una sinfonía coral, música de cámara y un centenar de canciones. Lo que más le gustaba era la pieza pianística breve, de salón, como esta delicia otoñal. La reina Victoria de Inglaterra era una entusiasta de la compositora y Chaminade actuó para la familia real en Windsor. En Estados Unidos se formaron centenares de «clubes Chaminade» después de tocar con la Orquesta de Filadelfia en 1908. Cinco años más tarde, Francia la hizo miembro de la Orden Nacional de la Legión de Honor.
A pesar de todo, la música de Chaminade se olvidó a raíz de su fallecimiento. Solo en la actualidad ha empezado a reivindicarse.
Clemency Burton-Hill
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