Brahms empezó a tocar el violonchelo cuando era joven y siempre adoró su sonido rico y melodioso. Esta sonata es una de las plataformas románticas, innegablemente grandiosas, para este instrumento, aunque también una hazaña del piano de primer orden
En realidad especificó que el teclado debería ser un amigo —unas veces dirigiendo, otras observando con respeto —, pero en ninguna circunstancia deberá pensarse que su papel es el de simple acompañamiento».
Pletórica de carácter, fue la primera de las siete sonatas para piano y otro instrumento que sobrevivieron al despiadado perfeccionismo de Brahms y no acabaron en su cubo de la basura (véase, por ejemplo, el 7 de mayo). Tenía veintinueve años cuando la escribió y se pasó el verano componiendo con su amigo Albert Dietrich, que había sido, como él, alumno de Robert Schumann. (Sabemos por las cartas de Brahms que la casa en que trabajaban no estaba lejos de Münster am Stein, donde veraneaba Clara Schumann. Todos los compases rezuman añoranza.)
La sonata, diálogo recio y enérgico que también deja entrever una tierna vulnerabilidad, nos recuerda la grandeza imaginativa de Brahms. Rebosante de ideas, de propuestas y respuestas coloquiales, también rinde homenaje a su amor por la música de Bach. El tema principal de este primer movimiento (y momentos del tercero) se basa en pasajes de El arte de la fuga, la obra maestra que Bach dejó sin acabar hacia el final de su vida.
Clemency Burton-Hill
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