El problema de João con los micrófonos es que generaron un gigantesco malentendido: la idea principal al inventarlos, según él, no era amplificar el sonido sino hacer sentir a cada persona de la platea que le estaban cantando al oído. Eso era lo que más le gustaba en el mundo a João: tocar bajito, toda la noche, sentado en un bar o en un living, rodeado de un puñado de fieles, y al amanecer, café con leche y pan con miel para todos, pagado de su bolsillo, en algún barcito que mirara al mar en Ipanema. João fue una irrupción en la escena que necesitó de muy pocos discos para cambiar todo para siempre, expresión de un refinamiento modernista seguramente incompatible con la barbarie en la que hoy se halla sumido el Brasil. La industria cultural y João se repelieron mutuamente con una pasión hoy extinguida: no deben quedar, después de su larga partida, otros músicos que guardaran con tanto celo la fragilidad de su arte ante la prepotencia del mercado. Joao fue maltratado con tanta intensidad como aquella con la que él despreció a los mercaderes que manejan el negocio. Ni ellos, con toda su brutalidad, pudieron evitar que antes de partir él nos dejara algunas de las canciones más hermosas que existen.
El enigma más indescifrable de la música popular, genio del microgesto, apenas percibido y absolutamente imprevisto, anomalía completa. Su cantar susurrado, tímido, su batida en la guitarra, de un ritmo de matemática incalculable, su dulce melodismo mínimo, su melancolía terminal, formulada con trazos tenues hasta el desconcierto, toda su música exige ser atravesada como una experiencia paradojal. Diego Fischerman escribió alguna vez: "Quien oye esas canciones debe poner de su parte casi tanto como quien las interpreta. No hay manera de desconcentrarse sin perder lo esencial. Porque lo esencial tiene que ver, precisamente, con los detalles casi imperceptibles".
La estética de sobriedad extrema que él puso en marcha es inescindible de su ética. La suavidad con que se deslizaba por los escenarios estaba regida por una recusación inapelable de las normas del business.
El enigma más indescifrable de la música popular, genio del microgesto, apenas percibido y absolutamente imprevisto, anomalía completa. Su cantar susurrado, tímido, su batida en la guitarra, de un ritmo de matemática incalculable, su dulce melodismo mínimo, su melancolía terminal, formulada con trazos tenues hasta el desconcierto, toda su música exige ser atravesada como una experiencia paradojal. Diego Fischerman escribió alguna vez: "Quien oye esas canciones debe poner de su parte casi tanto como quien las interpreta. No hay manera de desconcentrarse sin perder lo esencial. Porque lo esencial tiene que ver, precisamente, con los detalles casi imperceptibles".
Los desafinados de este mundo son aquellos que, después de escuchar por primera vez João Gilberto, no pueden escuchar otra cosa. El problema es que a João no le gustan ni los discos ni los conciertos, ni los micrófonos ni los focos de las cámaras. El mito dice que João entró mal en Rio la primera vez que bajó desde Bahia: la experiencia fue tan desgraciada que intentaron internarlo en un psiquiátrico (según la leyenda, João pedía guitarras prestadas para tocar y nunca las devolvía, porque ya no servían más para hacer lo que hacían antes de que él las tocara). João terminó refugiado en las montañas de Diamantina, en casa de su hermana mayor, instalada allá para recuperarse de la tuberculosis. João se pasaba el día en pijama, practicando con su guitarra horas y horas encerrado en el baño, porque era el lugar de la casa que mejor acústica tenía. A la semana, la hermana creyó enloquecer y le consiguió otro alojamiento, en el casco histórico pero a prudencial distancia de su casa (él sólo aceptó después de probar la acústica del baño). Seis meses después, João se sacó el pijama y volvió a Rio a cambiar la música brasilera para siempre, pero los desafinados dicen que no ha salido ni saldrá nunca de ese baño, porque ese baño es como el tamarisco bajo el cual se sentó un día Siddartha Gautama y devino Buda.Juan Forn
Dice la leyenda que después de aquellas noches ofrecía llevar a cada uno a casa en su auto y que manejaba ignorando todos los semáforos rojos en el camino, tal como ignoraba todas las reglas que regían la música brasileña hasta que él agarró una guitarra por primera vez. Todos querían pasarse la noche entera escuchando a João pero nadie quería irse en auto con él después, porque no frenaba en ningún semáforo. En esas vertiginosas travesías de madrugada por las avenidas de Rio, João repetía a quien se atreviera a ir a su lado que todo iba demasiado rápido, que había que serenar. “¿Por qué no manejas como tocas?”, le imploraban sus amigos. Sus enemigos, en cambio, los que odiaban su intimismo tan poco brasilero, decían: “¿Por qué mierda no tocará como maneja?”.
La estética de sobriedad extrema que él puso en marcha es inescindible de su ética. La suavidad con que se deslizaba por los escenarios estaba regida por una recusación inapelable de las normas del business.
Algún día tenía que ocurrir. Joao Gilberto murió el sábado en su casa de Río de Janeiro, a los 88 años. La primera notificación llegó por un tuit de su hijo, Joao Marcelo Gilberto, radicado en los Estados Unidos. “Mi padre murió. Su lucha fue noble, él trató de mantener su dignidad sin perder su soberanía. Me gustaría agradecer a María do Céu por haber estado a su lado hasta el final”.Federico Monjeau
Joao Gilberto fue el alma de una revolución en sordina: la bossa nova. Hace 60 años, entre enero y febrero de 1959, él y Tom Jobim se reunían en los estudios de Odeon para grabar los doce surcos de Chega de Saudade, primer LP de la bossa nova y piedra fundacional del movimiento. El disco estuvo en la calle a principios de marzo y vendió 30.000 copias de salida, cifra altísima para la época. La contratapa llevaba un texto de Jobim: “Joao Gilberto es un bahiano bossa nova de 27 años… En poquísimo tiempo influyó en toda una generación de artistas, músicos y cantores”.
Esa frase de Jobim sonaba un poco exagerada: ¿como podía ser que el primer LP de un cantante infinitamente menos conocido que Dick Farney o Lucio Alves ya hubiese influido a toda una generación de cantores, arregladores y músicos? Pero, de alguna manera, así era. Gilberto ya había hecho su aparición como cantante solista unos meses antes con dos discos (el primero incluía Chega de saudade y Bim-Bom, el segundo, Desafinado y Ho-ba-la-la), y también como acompañante de guitarra en un LP de Elizeth Cardoso, Cancao de amor demais. Ese disco de 1958 pasó a la historia no solo por ser la primera criatura de la dupla Tom Jobim-Vinicius de Moraes, sino también por las dos piezas en que Joao Gilberto acompaña con una nueva batida de guitarra.
Para aquella época, Joao Gilberto ya había alcanzado su tipo psicológico. Sus contemporáneos lo describen como un joven neurótico, una especie de autómata predestinado a la invención de algo nuevo, insensible a todo aquello que no tuviese que ver con su proyecto. Gilberto introdujo una dimensión completamente novedosa. Su batida guitarrística se articula en la oposición entre el pulgar y los cuatro dedos (o voces armónicas) de la mano derecha y mantiene el metro del samba tradicional. Hay un efecto de sustracción, de suspensión, como si la batida estuviese en discusión con el metro rítmico. Pero es una discusión metódica, una inestabilidad compensada por la regularidad.
Hay una especie de gran estratificación de la batida respecto de los acentos del samba, que permanecen en forma muda, y una segunda estratificación del acompañamiento respecto de la linea del canto, línea que en João Gilberto no resultó menos original que el toque de la guitarra. Su particular manera de cantar fue, por lo menos, tan decisiva como la batida para la filosofía de la bossa nova: un canto con poquísimo vibrato, que transcurre dentro de un mismo rango, casi sin matices dinámicos y que generalmente fluctúa sobre la batida formando una gran palabra ininterrumpida con todas las palabras de la canción, que Gilberto tiende a pronunciar sin separar, demorando exquisitamente la frase como si estuviese un poco cansado por el efecto de la carga.
Hacia fines de la década del ‘5O, con el surgimiento de la nueva música y con la inauguración de Brasilia, esa increíble instalación futurista en medio del planalto, Brasil parecía asistir a una nueva fundación. “La música de João Gilberto -escribió Caetano Veloso en su libro Verdad Tropical- sugería programas para el futuro y ponía el pasado en una nueva perspectiva, lo que llamó la atención de músicos eruditos, poetas de vanguardia y maestros de batería de escolas de samba”.
En materia de música el Brasil podía incluso aspirar a ciertos aires imperiales: la bossa nova conquistó rápidamente el mundo y estableció con el jazz una relación única, auténticamente recíproca, que se manifestó no sólo en el interés por el repertorio de la bossa sino, antes, por su estilo: músicos tan ligados a la tradición del blues como Oscar Peterson comenzaron a interpretar o componer piezas en estilo bossa nova. En 1963 João Gilberto grabó en los Estados Unidos junto a quien por entonces era su esposa Astrud y el saxofonista Stan Getz versiones de Garota de Ipanema y Desafinado. Recitales en el Central Park y el Carnegie Hall de Nueva York, el Hollywood Bowl de Los Angeles y el Festival de Newport, la permanencia de 96 semanas en los ránkings de los Estados Unidos y los cuatro Grammy recibidos en 1965 dan una medida de su éxito.
Pero João Gilberto permaneció ajeno a todo; al éxito, a las influencias, al mundo en general. Ensimismado y solitario, continuó puliendo el arte de cantar con la guitarra; lo hizo prácticamente sin moverse de su casa, aunque en Buenos Aires tuvimos la suerte de escucharlo en dos ocasiones, una en 1997 y otra junto a Caetano Veloso en 1999, ambas memorables.
Previsiblemente, Joao Gilberto no tenía el menor sentido práctico de la existencia. Dos años atrás la revista Veja del Brasil publicó que el músico estaba viviendo en una auténtica penuria financiera, que adeudaba unos 60 mil dólares por el alquiler de su departamento, además de una cantidad mucho mayor en concepto de indemnización por conciertos cancelados. Además de todo el músico había tenido una seria disputa con su hija Bebel (una cantante totalmente mediocre que difícilmente habría conseguido algún éxito de no ser por su apellido), que había logrado que su padre fuera declarado incapaz con el propósito de obtener la tutela provisoria de sus contratos y operaciones financieras. Todo eso vuelve sin duda las cosas más amargas.
De cualquier forma, João Gilberto puede haber muerto en la mayor de las penurias, pero su arte perfecto y conmovedor no conoció -o al menos no nos dejó conocer- la menor decadencia.
Qué hermosa nota Moe. Gracias.
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