Este 24 de marzo, a 44 años del golpe cívico – militar en Argentina, nos encuentra en una situación compleja. Por primera vez desde la recuperación de la democracia, la marcha conmemorativa no se lleva adelante, queda suspendida hasta el año próximo. Marcelo Simonetti recuerda que en algún momento el barrio fue otra cosa para el punk, no la resignada aceptación de las miserias del presente sino un lugar de encuentro y lucha donde puede latir el futuro. Música, memoria y 24 de marzo.
Para mí el barrio siempre fueron mis amigos.
Y mis amigos desde los 14, 15 años no eran del barrio. Por eso mi barrio podía estar en cualquier lado. Yo fui adolescente justo en el límite temporal donde el futuro empezaba a aparecer como cancelado, donde lo que empezó a operar en la cabeza de la gente era el “realismo capitalista” del que habla Fisher. Mi barrio era Cemento. Mi barrio era el Parakultural. Mi barrio era cualquier lugar donde me encontrara con los míos. Cualquier lugar, menos mi barrio.
Antes de eso, tampoco me gustaba la realidad. Me gustaba Stephen King. Me gustaba escuchar música que me llevaba a un lugar que no era éste.
A fines de los ochenta, todavía los punkies de éste país puteaban al presente. No eran de ningún lado. Todavía tomaban del punk original la disconformidad, el aburrimiento, la opresión, la explotación, como tópicos permanentes de referencia. Todavía decían ser anarcos. El barrio no era algo piola, en los ochenta. Porque el barrio era la realidad. Y el futuro podía ser otra cosa más allá de esta miseria.
Yo salí a la calle en ese límite, y me quedé antes de cruzar la barrera del futuro cancelado. Los que pisaron la calle apenas un lustro después que yo, ya no tenían futuro. Entonces los punkies que vinieron después que yo lo único que tenían era el barrio, la esquina, la birra, el porro. El futuro no estaba más. No había nada que fuese posible más allá de la esquina. Entonces defendían eso. Era lo que yo no quería en los ochenta. Ni nunca.
Siempre me sentí incómodo con esa generación que vino después que la mía por reivindicar ese presente horrible, y ahora a la distancia lo veo un poco más claro. No había futuro, quedaba la resistencia del presente.
La primera vez que fui a una movilización fue justo en ese momento en que el futuro se quebraba. Creo que fue el segundo jueves que se marchó por Walter Bulacio, en mayo de 1991, con amigos con los que íbamos a ver a Violadores. Walter había nacido un año antes que yo. Y había algo así como una solidaridad generacional de clase, más allá de las “banderas” que eran las bandas. Fui a muchas de esas movilizaciones y en el 92 fue mi primera marcha por el 24 de marzo. Una época en la que había una sola movilización, pero no porque no hubiese diferencias sino porque muchos no marchaban.
En esas movilizaciones también me sentía en casa. En el barrio. Porque eran futuro. La movilización, aunque sea folklórica, siempre es el futuro. Aunque no exista. Estás ahí y pareciera que al futuro lo podés tocar. Y todas esas voces que a veces son llanto y a veces son rabia y a veces son canto, son pasado, son presente y son futuro. Como mis amigos. Son mi barrio.
Marcelo Simonetti
Para mí el barrio siempre fueron mis amigos.
Y mis amigos desde los 14, 15 años no eran del barrio. Por eso mi barrio podía estar en cualquier lado. Yo fui adolescente justo en el límite temporal donde el futuro empezaba a aparecer como cancelado, donde lo que empezó a operar en la cabeza de la gente era el “realismo capitalista” del que habla Fisher. Mi barrio era Cemento. Mi barrio era el Parakultural. Mi barrio era cualquier lugar donde me encontrara con los míos. Cualquier lugar, menos mi barrio.
Antes de eso, tampoco me gustaba la realidad. Me gustaba Stephen King. Me gustaba escuchar música que me llevaba a un lugar que no era éste.
A fines de los ochenta, todavía los punkies de éste país puteaban al presente. No eran de ningún lado. Todavía tomaban del punk original la disconformidad, el aburrimiento, la opresión, la explotación, como tópicos permanentes de referencia. Todavía decían ser anarcos. El barrio no era algo piola, en los ochenta. Porque el barrio era la realidad. Y el futuro podía ser otra cosa más allá de esta miseria.
Yo salí a la calle en ese límite, y me quedé antes de cruzar la barrera del futuro cancelado. Los que pisaron la calle apenas un lustro después que yo, ya no tenían futuro. Entonces los punkies que vinieron después que yo lo único que tenían era el barrio, la esquina, la birra, el porro. El futuro no estaba más. No había nada que fuese posible más allá de la esquina. Entonces defendían eso. Era lo que yo no quería en los ochenta. Ni nunca.
Siempre me sentí incómodo con esa generación que vino después que la mía por reivindicar ese presente horrible, y ahora a la distancia lo veo un poco más claro. No había futuro, quedaba la resistencia del presente.
La primera vez que fui a una movilización fue justo en ese momento en que el futuro se quebraba. Creo que fue el segundo jueves que se marchó por Walter Bulacio, en mayo de 1991, con amigos con los que íbamos a ver a Violadores. Walter había nacido un año antes que yo. Y había algo así como una solidaridad generacional de clase, más allá de las “banderas” que eran las bandas. Fui a muchas de esas movilizaciones y en el 92 fue mi primera marcha por el 24 de marzo. Una época en la que había una sola movilización, pero no porque no hubiese diferencias sino porque muchos no marchaban.
En esas movilizaciones también me sentía en casa. En el barrio. Porque eran futuro. La movilización, aunque sea folklórica, siempre es el futuro. Aunque no exista. Estás ahí y pareciera que al futuro lo podés tocar. Y todas esas voces que a veces son llanto y a veces son rabia y a veces son canto, son pasado, son presente y son futuro. Como mis amigos. Son mi barrio.
Marcelo Simonetti
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