Explotación del siglo XXI: 60 de los jóvenes trabajadores de Rappi reclaman derechos que les son negados por esta empresa que ignorando todas las leyes laborales, pretende tener esclavos. Lo primero que hizo Rappi fue bloquear en la plataforma a todos los trabajadores que estuvieron participando de la protesta. Más de 60 jóvenes, que permanecieron conectados por más de 10 horas a la plataforma que les asigna destinos (su trabajo de delivery) solo recibieron en el día un solo pedido. Los trabajadores denuncian que la empresa no los recibió y vía telefónica solo les dijeron que se retiren del lugar, que no tenían nada que hablar con ellos., desconociendo sus obligaciones legales para con los empleados.
Esta empresa de pedidos on line, y otras similares, tienen un denominador común: sus empelados son jóvenes que necesitan un trabajo para poder vivir. Les pagan un porcentaje ínfimo de la venta, no tienen ningún derecho laboral, están en negro, y son obligados a transportarse, mayoritariamente en bicicleta, por los barrios de la ciudad cargando las vistosas cajas cuadradas, llenas de los pedidos que deben entregar en pocos minutos. Los usuarios de la App que presenta esta empresa, pueden pedir literalmente lo que quieran, y los jóvenes tienen que salir, también literalmente, corriendo a satisfacer los pedidos. Así es la explotación siglo XXI para un sector de la juventud precarizada.
Por Jimena Valdéz
Empresas como Rappi prometen a los repartidores ser sus propios jefes y convencen a los consumidores de que pueden tener mayordomos. Sin embargo, la muerte del repartidor Ramiro Cayola Camacho, sin casco y sin seguro, nos confronta con la realidad: tu comodidad empieza donde los derechos laborales terminan.
A continuación, un texto publicado en revista Panamá. Aquí, el nuevo reinado de los bots como ejemplo de la neo explotación.
Escribo en el chat “necesito hablar con un representante” y recibo el emoticón del corazón roto como respuesta. Miro la pantalla con incredulidad. Escribo lo mismo y recibo la misma respuesta. Copio y pego mi frase varias veces hasta ver un mensaje que dice que deben pasar 25 segundos antes de la siguiente interacción. Finalmente, me doy por vencida en mi intento de que una persona reemplace al “bot de charla” con el que estoy interactuando y cierro la conversación. Enseguida aparece la posibilidad de evaluar el servicio recibido y escribo “el corazón roto no es gracioso ni dulce, es una pérdida de tiempo”. Nada del otro lado. Pocos días después recibo un mail de una persona, representante de atención al cliente, con instrucciones precisas para solucionar mi problema, las sigo y lo resuelvo.
Escribo en el chat “necesito hablar con un representante” y recibo el emoticón del corazón roto como respuesta. Miro la pantalla con incredulidad. Escribo lo mismo y recibo la misma respuesta. Copio y pego mi frase varias veces hasta ver un mensaje que dice que deben pasar 25 segundos antes de la siguiente interacción. Finalmente, me doy por vencida en mi intento de que una persona reemplace al “bot de charla” con el que estoy interactuando y cierro la conversación. Enseguida aparece la posibilidad de evaluar el servicio recibido y escribo “el corazón roto no es gracioso ni dulce, es una pérdida de tiempo”. Nada del otro lado. Pocos días después recibo un mail de una persona, representante de atención al cliente, con instrucciones precisas para solucionar mi problema, las sigo y lo resuelvo.
El bot conversacional, un programa que responde automáticamente al usuario, solo puede lidiar con interacciones esquemáticas y simples. Cuando la cosa se pone más complicada, una persona toma su lugar. El día 12 de abril Ramiro Cayola Camacho circulaba en su bicicleta por la Av. Madero llevando pedidos de la empresa de delivery online Rappi, cuando fue arrollado por un camión y murió. Ante la pregunta de Anto Divita, otra repartidora, sobre quién se haría cargo del compañero muerto, la empresa contestó con un mensaje que hablaba de Ramiro como “nuestro Rappi”, perdido en el “cumplimiento de la labor”. Los bots al poder.
Esta respuesta de Rappi no es una excepción. Las plataformas tecnológicas—al igual que otras empresas multinacionales—ceden la planificación y organización del trabajo a los algoritmos, que optimizan ganancias a costa de todo lo demás. Los trabajadores se encuentran entonces sin interlocutores de carne y hueso, sosteniendo conversaciones e interacciones no solo sin sentido, pero además difíciles de compatibilizar con las evidentes complejidades de una vida humana que no puede ser encasillada o resuelta vía respuestas predeterminadas.
Esta aplicación y la automatización de todo son la esencia de Rappi que, como el resto de las plataformas tecnológicas, no cree tener las obligaciones que le caben al resto de las empresas—pagar impuestos y salarios, entre otros. Hay algo extremadamente misterioso en estas compañías: no crean valor, y sin embargo tienen tanto poder. Sabemos que el capital es todopoderoso porque tiene las inversiones que necesitamos para generar crecimiento económico y crear empleo. Por lo tanto, los gobiernos deben ser cautelosos y no molestar demasiado al capital y/o los capitalistas—es decir, mejor poca intervención estatal, bajos impuestos, mercados laborales flexibles, y todo eso que algunos gustan llamar “seguridad jurídica”. Sin embargo, las plataformas no invierten en capital fijo, crean poco empleo y malo (pocos empleados con seguridad y buenos salarios, y una larga plantilla de autónomos), y en general proveen un servicio que ya existía (aunque sin dudas de un modo más eficiente). ¿De dónde viene su poder entonces? Sucede que el algoritmo reconoce dos amos: si las ganancias son Dios, el enviado en la tierra es el consumidor.
Esto no es un patrón, eso no es un trabajador
Rappi es una empresa de origen colombiano que existe en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Mexico, Perú y Uruguay. Se definen como “una tienda de todo”. A través de una aplicación móvil, el usuario puede comprar lo que quiera, dónde quiera, cuándo quiera. Pide y recibirás.
El modelo es el mismo de tantas otras empresas que proliferaron en los últimos años—de hecho Rappi es conocida como una “Uber de cosas”. La empresa afirma ser solamente una plataforma tecnológica que pone en contacto a las dos partes: gente que desea algo, y gente dispuesta a ofrecerlo. De este modo, los repartidores no son sus trabajadores, y la empresa poco tiene que ver con ellos. Se sigue que no debe proveerles ningún material de trabajo—bicicleta, casco, uniforme—ni derechos—salarios, claro que no, pero tampoco seguro médico.
Sin embargo, la empresa controla la actividad laboral y las ganancias de los repartidores. Por un lado, la aceptación de pedidos y los tiempos de entrega son monitoreados celosamente. Si los repartidores rechazan pedidos, su rating lo reflejará y recibirán menos o peores viajes. Por el otro, la empresa utiliza los pedidos y ganancias de modo diferencial—ofreciendo mejores condiciones a los nuevos repartidores, buscando atraerlos y fidelizarlos. Al controlar así la actividad de los repartidores, estas empresas ponen en duda su afirmación de que no son empleadores y de hecho tribunales de todo el mundo han debatido esta cuestión, emitiendo sentencias que, en su mayoría, las contradicen—es decir, sí tienen empleados y, por tanto, obligaciones. Sin meterse en la cuestión de las relaciones laborales, un tribunal local ordenó al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que prohíba funcionar a estas empresas (Glovo y Pedidos Ya, además de Rappi) hasta que cumplan con “las normas básicas en materia de seguridad”, en particular en lo referido al uso del casco, luces reglamentarias, seguro y libreta sanitaria. Hasta ahora, las empresas ignoraron la sentencia y continuaron proveyendo el servicio. Todo con tal de complacer a los consumidores.
Mi derecho humano a la comodidad
Sucede que estas empresas derivan una gran parte de su poder de la dependencia que generan en sus usuarios, dispuestos a luchar con uñas y dientes por la permanencia del servicio. Aquellos gobiernos que intentan regular estas empresas—obligarlas, ni más ni menos, a cumplir con la legislación existente o sentarse a negociar una nueva—se enfrentan a lo que parece un derecho humano del lado de los usuarios a consumir estos servicios. Irónicamente, estas empresas que dicen no tener trabajadores tienen mucha gente trabajando para ellos: los consumidores que defienden su comodidad.
En 2015 el gobierno de la ciudad de Nueva York quiso re-regular Uber. La empresa había entrado a este mercado en 2013, cumpliendo con las leyes existentes (es decir que, a diferencia de lo que hace en Buenos Aires, funciona con conductores profesionales, en vehículos verificados y asegurados), pero había crecido de modo exponencial, saturando la ciudad de autos y obligando a conductores (de taxis y otras empresas) a trabajar cada vez más por menos plata. El gobierno de la ciudad intentó entonces limitar la cantidad de autos por un período de tiempo, para estudiar el mercado de transporte y evaluar las medidas a tomar. Uber contestó creando una pestaña adicional en la aplicación, de modo que al pedir un auto el usuario veía dos configuraciones de autos y tiempos de espera: la real, y la que supuestamente existiría con la nueva regulación. La aplicación invitaba entonces a los usuarios a firmar un petitorio, contactar a sus representantes en el gobierno y otra serie de medidas para que la legislación no avance. La respuesta de los consumidores fue abrumadora, la empresa dirigió y magnificó este movimiento y el gobierno de la ciudad retrocedió.
En el mismo año el gobierno de la ciudad de México quiso también regular a Uber, que había entrado sin cumplir ninguna ley ni conversar con ningún miembro del gobierno. La empresa lanzó entonces su campaña #UberSeQueda y miles de usuarios—que al parecer descubrían imposible vivir sin su Uber—postearon en redes sociales con ese hashtag. Nuevamente, la empresa utilizó esta campaña en la mesa de negociaciones y el gobierno impuso finalmente una regulación mucho menos estricta de la que pretendía—que de todos modos la empresa incumplió e incumple.
En el caso de Rappi en Argentina, y aun cuando su situación es irregular, los usuarios dejan mensajes en Twitter diciendo “Te amo”, “Tkm” o, más poético aún, “que sin tu amor yo no soy nadie”, además de emoticones de corazones. Más sorprendentes son los mensajes que cuentan que Rappi les regaló la comida. Todos sabemos que “there is no such thing as a free lunch” o, en criollo, “nada es gratis” y esta no es la excepción. Queridos consumidores: no es un regalo, es un trabajador sin derechos laborales.
El futuro será negociado o no será
Ante la narrativa de estas nuevas empresas de que este es el futuro y que llegó para quedarse, la realidad ofrece una fuerte desmentida. No solo los gobiernos tienen distintas regulaciones, sino que las compañías despliegan estrategias diferentes, y muchas veces se adaptan a las regulaciones existentes. Volviendo a los dos casos mencionados más arriba, la Ciudad de Nueva York logró limitar la cantidad de autos de Uber (y empresas similares) a fines del año pasado, y el recientemente elegido gobierno de la Ciudad de México emitió una nueva regulación, más estricta, hace unas semanas. Hace pocos días además el Parlamento Europeo fijó derechos mínimos para los trabajadores en empresas de plataforma—incluyendo dos asuntos fundamentales, el establecimiento de horas de referencia o un día de trabajo standard, y la compensación por el trabajo perdido.
Los trabajadores tampoco se han quedado quietos. En Argentina en julio del año pasado un grupo de repartidores organizó la primera medida de lucha contra Rappi—que fue además el primer paro a una empresa de plataforma en América Latina—y en octubre se creó el sindicato Asociación de Personal de Plataformas (APP), el primero en el continente destinado a organizar trabajadores de plataformas digitales. Al trabajo del futuro, los trabajadores contestan con los sindicatos del futuro.
Finalmente, todos debemos comprender qué rol estamos teniendo cuándo no solo consumimos, sino que además festejamos, los servicios de una empresa irregular. No se trata solo de consumo responsable, sino más bien de pensar antes de entregar poder y dinero a un actor privado. Estas empresas se montan en la debilidad estatal para hacer cumplir las reglas y nos prometen hacer las cosas mejor que el sector público—cuántas veces hemos pensado “¿no anda el subte? Tomo el Uber que es rápido y barato” o escuchado “ofrecemos una opción para los desempleados y los que quieren un ingreso extra porque no llegan a fin de mes”. Sin embargo, años de capitalismo nos han enseñado qué pasa cuando el Estado hace abandono de funciones y deja que las empresas se auto-regulen. Esta vez no será diferente.
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