Es un puñado de pibes desparramado por los campos de Baradero. Vecinos de cursos de agua subsidiarios del Paraná. Que pueden soñarse dueños del horizonte y de los amaneceres libres, como se han vendido las vidas rurales hasta que la agroindustria las convirtió en nubarrones espasmódicos de venenos que ensucian el cielo de los pájaros, los pulmones de los niños y el alimento de todos. En nombre de la rentabilidad extrema, los commodities de exportación y los combustibles agrarios. Cuando Paola, su maestra, los fue a ver –se extrañaban después de cien días- los encontró con puertas y ventanas cerradas en su paraíso natural de verde y sol. Y el olor de las derivas dejó en claro que las cuarentenas incluyen como esenciales a los envenenadores. Y cómo explicárselos a ellos.
Por Silvana Melo
Paola Krüger es la directora de la Escuela 8 del cuartel octavo de Baradero “República Oriental del Uruguay”. El mismo edificio incluye un jardín con siete alumnos y una primaria con diecisiete, pertenecientes a trece familias. Pero no son siempre los mismos. “La matrícula va variando –dice ella, que ha visto cambiar caritas en sus cinco años en la Escuela 8- porque son golondrina, la mayoría son familias del interior que vienen a trabajar al campo”.
Una sola de las familias es propietaria de la tierrita que cultiva. “Hacen producción agroecológica de nueces pecán” y “es una de las que más me acompaña para que el resto de los padres tome conciencia del peligro de las fumigaciones; cuando llegué a la escuela me costó mucho: recién ahora están entendiendo que la mayor parte de los problemas de salud que sufren tienen que ver con las fumigaciones en la zona”. Los padres de los alumnos de Paola son “todos puesteros”. Los campos “tienen una casa más grande que es de los dueños, que alquilan las hectáreas de producción”. Es decir que no son los propietarios los que las trabajan. Por lo tanto, “los que fumigan son los que alquilan”.
En sus trece años de docente “siempre trabajé en escuelas rurales”. Y “si bien los padres ahora entienden que el glifosato y los venenos dañan a los hijos y a ellos mismos, no pueden hablar y enfrentarse porque son sus patrones, son los que les pagan o los que les dan el lugar para vivir a cambio de cuidar. Si los enfrentan se quedan en la calle”.
Ellos son las fichas de este juego. Las mínimas tuercas de la maquinaria que el agronegocio pone en marcha diariamente para concentrar riqueza y generar rentabilidad sin escrúpulos sanitarios. Y en medio de una cuarentena extensa y angustiante que se ha consumido más de un cuarto del año de los comunes mortales, la producción agropecuaria es determinada esencial. Sin discriminar las huertas agroecológicas y familiares que le dan de comer a la gente, de la superproducción de biodiesel y commodities forrajeras para importar.
Integrando a la esencialidad la pulverización de sopas de venenos sobre sembrados, niños, madres, animales y alimentos que luego se consumirán como sanos y seguros. Y afectarán el sistema inmunológico, ése que debe ser un muro difícil de franquear para el coronavirus que acecha y amenaza.
Paola Krüger recuerda el episodio que vivió hace dos años, cuando durante un recreo un tractor con tanque comenzó a fumigar un campo aledaño que es “un barrio privado de gente de capital que viene los fines de semana”. Los niños jugaban con la libertad de quien puede ver el horizonte, hasta que “empezaron a fumigar contra nuestro alambrado y se venía, con el viento, todo para nuestro lado”. Primero encerraron a los chicos en la escuela y después “yo fui al alambrado a decirles que se fueran y no me dieron bolilla; entonces llamé a la Patrulla Rural y después me fui hasta allá”. Fueron hasta la escuela “dos oficiales jóvenes que los pararon y les sacaron los elementos; no tenían indicaciones, no tenían elementos de seguridad para trabajar ellos mismos”.
Todo fue una foto repetida de tantas otras escuelas de la ruralidad fumigada. “La patrulla rural hizo un acta con una supuesta multa, pero en Baradero no había antecedentes, no me querían tomar la denuncia; yo me planté tres horas en la comisaría hasta que me la tomaron. Supuestamente iba a pasar a San Nicolás y me iban a citar. Nunca lo hicieron hasta hoy”. Después, lo esperable: “el dueño del country me citó, la policía misma le dio mi número, haciéndose el guapo, porque la entidad colabora con la escuela… pero de qué me sirve que me regales pintura si me estás fumigando a los pibes, no me regales nada pero no me fumigues”. Ni siquiera una pequeña producción: “nos fumigaron toda la huerta orgánica… que dejó de serlo”, lamentó la directora de la Escuela 8 del cuartel octavo de Baradero.
Hace un año Paola se conectó con la Red de Docentes por la Vida. En los meses en que Ana Zabaloy, la maestra de San Antonio de Areco a la que la lucha contra el sistema le arrebató la vida, ya estaba estragada por el cáncer.
Pudo lograr “que no fumiguen más en horario de clase”. Pero como también hay plantíos de soja en un campo que está a espaldas de la escuela, “ni bien nos vamos empiezan a fumigar”. Y no es que sea un páramo: “tenemos nuestros caseros, con cuatro hijos, que son nuestros alumnos y siguen viviendo en la escuela aunque esté cerrada”.
Todo lo que cae “va a parar a la tierra y al agua que consumimos. El consejo escolar (de Baradero) mandó a analizar el agua” pero “no nos dieron nunca los resultados”.
“Mis familias están distantes”, dice Paola. Ese día de principios de julio, cuando extrañó tanto la presencia viva de sus niños y quiso ir a verlos en el paraíso que nostalgiaba, quiso salir de su encierro para verles sus libertades, “el recorrido me llevó casi todo el día”. A ella le gusta el avistaje de pájaros y esa libertad también tenía alas. Pero “fue muy triste encontrarme con esa situación”.
En el primer campo al que llegó, “me bajé de la camioneta y me volví a subir porque el olor era insoportable”. Entre la tranquera y la casa hay un camino extenso que su alumna hizo en bicicleta. “Me contó que estuvieron toda la mañana fumigando, alrededor de la casa. Tuvieron que cerrar todas las ventanas y estuvieron todo el día encerrados”.
Recuerda que el año pasado “perdimos a una mamá por una leucemia fulminante. Fue un golpe terrible”. Y ella está segura de que esa muerte y tanta dolencia que encuentra “todo tiene que ver con las fumigaciones”.
“No es justo”, dice Paola, consciente de que las cinco o seis escuelas rurales que hay cerca de la suya viven el mismo drama. “No es justo que estén en medio del campo y tengan que encerrarse porque los fumigan encima”. Con este sistema productivo, se pregunta, “¿quién puede pensar en dejar las grandes ciudades y mudarse al campo? Si quiero tener salud no puedo vivir en el campo”.
Los niños, sus alumnos, lejos de la pandemia que arrasa en las grandes metrópolis, le temen al “virus con ruedas o con alas”.
Cuando subió a la camioneta y empezaba a volver, “una avioneta hacía sus vuelos rasantes”.
“Quedate en casa”, pensó. “Una ironía”.
Silvana Melo
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