En el pasado mes de junio, en medio de la cuarentena, se publicó un nuevo álbum de Luis Alberto Spinetta, el concierto de presentación de una de sus mayores obras: Artaud. Hoy, es considerado por la crítica el mejor disco de la historia del rock argentino, suscribo esa idea. Más allá de contiendas, argumentos y comparaciones es un buen momento para escuchar sonidos que pintan un tiempo particular, agitado y profundo que dejó secuelas que leemos, miramos y escuchamos en tantos formatos. Este disco parece un documental de época. Una excelente nota de Jorge Garacotche (líder de Canturbe y miembro de la movida de AMIBA) para fervor.com.ar.
Por Jorge Garacotche
Un domingo 28 de octubre de 1973, exactamente a las 11 de la mañana, sucedió algo insólito en plena avenida Corrientes, se presentó Artaud. Llegó al Teatro Astral de la mano de Luis Alberto Spinetta, se metió tras unas cuerdas y sonó hasta el mediodía. Esto viene a colación de un hecho muy importante para nuestra cultura, que ocurrió en estos días: la edición, en disco, de aquel concierto, en donde Spinetta presentó el álbum Artaud, publicado en el mes de abril del mismo año.
Este 2020, signado por la pandemia, dejará muy poco en el plano artístico y, sin duda, la presentación de este extraordinario rescate cultural será un hito. Eduardo Avelleira, por ese tiempo era un fan precavido, fue al Astral con su grabador Phillips y registró, para la posteridad, semejante evento, sentado en la fila 10. Hoy, Eduardo es docente en la Universidad de Lanús y cedió a la familia del artista el material para ser masterizado. En este disco se escuchan canciones de Almendra, de Pescado, algunas joyas inéditas, monólogos y diálogos con un público crítico, que sorprende por su tensión. La masterización estuvo a cargo de un viejo aliado de la obra spinetteana, Mariano López. Está el aporte gráfico de un grande del periodismo rockero, Miguel Grimberg (organizador de aquel mítico recital) y los dibujos y un manifiesto del propio Luis Alberto. Hay que recordar que, por aquel entonces, el músico era un pibe de 23 años y que faltaba menos de un mes para que, en ese mismo teatro, debutara Invisible, otra de nuestras joyas. Indudablemente, estamos frente al mejor momento creativo de Spinetta, por eso, el valor de semejante hallazgo.
La historia es conocida. Luego de dos álbumes, Pescado Rabioso había decidido disolverse, pero, el contrato discográfico los obligaba a editar tres discos, es decir, que Pescado debía uno, entonces Spinetta llamó a su hermano Gustavo, a sus ex compañeros de Almendra, Rodolfo García y Emilio del Güercio y, en pocos ensayos, planearon la grabación. Seguramente, nadie tuvo en cuenta que estaban registrando el que, hoy, es considerado el mejor disco de nuestro rock argentino. Al poco tiempo, ingresaron al Estudio Phonalex, en su barrio de Belgrano, y, allí, dieron forma a esas canciones inspiradísimas, casi, por fuera de época, plagadas de poesía y surrealismo y con algunas de las mejores melodías que hemos conocido. Luis utilizó una guitarra Fender Stratocaster y le pidió a Emilio que llevara su viejo bajo Repiso, aquel que sonó en los discos de Almendra, lo que se define como refuerzos anímicos.
En esos años, para el rock nacional estaban vedados los grandes teatros, sobre todo, los sábados. Por un lado, se desconfiaba de la convocatoria, por otro, se lo acusaba de incitar a la violencia y de provocar desmanes, luego de un accidentado concierto, en el Luna Park, de La Pesada del Rock and Roll. En ese público fiel y, aún, en estado puro, estaba inscripto esto de ir a escuchar música un domingo a la mañana, algo poco inusual y nada rockero. El recital se había promocionado por medio de volantes que se entregaban por la zona céntrica y llevaban un dibujo del propio Spinetta, la publicidad era de boca en boca, todo bastante artesanal y con actitudes de resistencia. En la puerta se entregaba un manuscrito, donde se leía: “Rock música dura, la suicidada por la sociedad”, recordando a un libro del propio Artaud: Van Gogh, el suicidado por la sociedad. Artaud y Van Gogh eran dos nombres que traccionaban como banderas en el movimiento vanguardista que recorría el centro de Buenos Aires.
En el Astral sonaron, entre otras, cuatro canciones del nuevo disco. Un tema compuesto junto a David Lebón, Nena, tu cabeza va a estallar, inédita hasta hoy, y una cálida versión de la zamba que, hoy, es considerada un clásico: Barro tal vez.
Mucha gente señala, con sorpresa, los diálogos que se oyen en el disco entre artista y público, los comentarios de Luis Alberto sobre las canciones y sus visiones, pero, acá voy a interceder como un espectador de esos recitales. Por aquellos días, íbamos a escuchar, sobre todo, a Spinetta y a Litto Nebbia, con la intención de conocer sus nuevas canciones, ya alejadas de Muchacha, ojos de papel y La balsa, pero, también, con la curiosidad de oír sus opiniones sobre la cultura, la política, las costumbres, los enfrentamientos, la soledad de los creadores, los discos y los libros que merecían nuestra atención y desconocíamos.
En mi caso, era un adolescente, hijo de obreros, de una zona pobre de Villa Crespo, con poco acceso a esas informaciones. De manera que dos músicos que me apasionaban hacían las veces de agentes transmisores de un mundo nuevo, que empezaba a interesarme, a decirme que asomaban temas profundos, delicados que conducían al progreso intelectual, pero, que llegaban desde un lugar que me era amigable y provisto de algo así como informaciones secretas. En ese sentido, le debemos al rock nacional no sólo buenas canciones o letras, que nos identificaban, sino, una manera novedosa de educarnos, de ir gestando, entre muchos y muchas nunca antes convidados, una fiesta de cultura popular que empezaba a contagiar lejos del Obelisco. En mi barrio, teníamos cerca al diario Crónica, la revista El Gráfico y los pintores de brocha gorda, mirábamos a la bohemia del Centro como extraña e inalcanzable, hasta creyendo que no era para nosotros.
En ese día, leí por ahí: “¿Acaso no son el verde y el amarillo cada uno de los colores opuestos de la muerte. El verde para la resurrección y el amarillo para la descomposición, la decadencia?” (Antonin Artaud, Carta a Jean Paulhan, París, 1937). Mientras tanto, en los intermedios del recital, se exhibían películas mudas, como Un perro andaluz, El gabinete del doctor Caligari, y cortos del argentino Hidalgo Boragno, todo sucedía con música de fondo acorde al momento: The Dark Side of the Moon; Pompa y Circunstancia, de Edward Elgar y War Heroes de Jimi Hendrix.
Se hablaba de El puente de Langlois en Arles, cuadro del pintor Vincent Van Gogh, en el que se inspira el título de la Cantata de puentes amarillos. Todo era una incitación a dejarse llevar por la vorágine del arte con mayúsculas que, ahora, nos decía que podía viajar en subte con nosotros, bajar en la estación Dorrego y recorrer nuestro barrio.
Si bien, en la Argentina se respiraba cierto aire a regreso de viejos proyectos políticos, a tranquilidad, porque Perón estaba entre nosotros, llegaban muy malas noticias de otros países. Como Chile, donde el Plan Cóndor, impulsado por Estados Unidos, lanzaba su prueba de sangre, fuego, represión brutal, miseria planificada y todo el repertorio de un neonazismo que avisaba que nunca se fue del todo.
Uno caminaba por la avenida Corrientes, miraba los patrulleros que lo observaban todo, cantaba por lo bajo que todas las hojas son del viento y se notaba distinto, algo había crecido adentro, nuestros ojos y nuestros cerebros abrían nuevos compartimientos para novedades que regalaban otras claves. Lo complaciente, lo superficial parecían retroceder, aunque sea, por unos días. Mientras caminábamos desde las disquerías, nos llegaba la voz de Palito Ortega, pero, uno ya no se enojaba, tenía otras cosas para comentar en el viaje. El subte se estiraba por esa oscuridad cargado de luces. Luces que juntábamos nosotros, quienes habíamos cruzado a un universo paralelo que confabulaba. Nos mirábamos creyendo que éramos siete locos soñando con un mundo que se pareciera más a nuestros ideales adolescentes.
Como músico y espectador de aquel concierto debo sacarme el sombrero por un artista que se atreve a presentar el nuevo disco de una banda en soledad, con su guitarra acústica. Hay que animarse a tocar semejante repertorio, con esas armonías complejas, con arreglos de lo más exquisitos y pasajes casi irreemplazables. Pero, Spinetta hizo que en toda la mañana no extrañemos un grupo. Lo considero un enorme guitarrista, plagado de recursos, hiper climático, con una manera de tocar muy de compositor, es decir, que todo el tiempo tiene en claro que la melodía es el concepto y que el resto dibuja de acuerdo a las palabras.
Ojalá que puedan conseguir esta edición de aquel concierto histórico, que busquen en sus discotecas el CD de Artaud y lo revisiten o que salgan a la búsqueda de ambas maravillas y no crean que exagero en definirlos así. Para alguna gente, será una cita con un pasado lejano, de los otros, pero, con curiosidades a descubrir. Para otros y otras, casi un reencuentro con nuestra nostalgia, esa que, siempre, sabe a la hora de la distribución de la riqueza.
Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y miembro de AMIBA.
Por Jorge Garacotche
Un domingo 28 de octubre de 1973, exactamente a las 11 de la mañana, sucedió algo insólito en plena avenida Corrientes, se presentó Artaud. Llegó al Teatro Astral de la mano de Luis Alberto Spinetta, se metió tras unas cuerdas y sonó hasta el mediodía. Esto viene a colación de un hecho muy importante para nuestra cultura, que ocurrió en estos días: la edición, en disco, de aquel concierto, en donde Spinetta presentó el álbum Artaud, publicado en el mes de abril del mismo año.
Este 2020, signado por la pandemia, dejará muy poco en el plano artístico y, sin duda, la presentación de este extraordinario rescate cultural será un hito. Eduardo Avelleira, por ese tiempo era un fan precavido, fue al Astral con su grabador Phillips y registró, para la posteridad, semejante evento, sentado en la fila 10. Hoy, Eduardo es docente en la Universidad de Lanús y cedió a la familia del artista el material para ser masterizado. En este disco se escuchan canciones de Almendra, de Pescado, algunas joyas inéditas, monólogos y diálogos con un público crítico, que sorprende por su tensión. La masterización estuvo a cargo de un viejo aliado de la obra spinetteana, Mariano López. Está el aporte gráfico de un grande del periodismo rockero, Miguel Grimberg (organizador de aquel mítico recital) y los dibujos y un manifiesto del propio Luis Alberto. Hay que recordar que, por aquel entonces, el músico era un pibe de 23 años y que faltaba menos de un mes para que, en ese mismo teatro, debutara Invisible, otra de nuestras joyas. Indudablemente, estamos frente al mejor momento creativo de Spinetta, por eso, el valor de semejante hallazgo.
Tapa original del disco Artaud, 1973. |
La historia es conocida. Luego de dos álbumes, Pescado Rabioso había decidido disolverse, pero, el contrato discográfico los obligaba a editar tres discos, es decir, que Pescado debía uno, entonces Spinetta llamó a su hermano Gustavo, a sus ex compañeros de Almendra, Rodolfo García y Emilio del Güercio y, en pocos ensayos, planearon la grabación. Seguramente, nadie tuvo en cuenta que estaban registrando el que, hoy, es considerado el mejor disco de nuestro rock argentino. Al poco tiempo, ingresaron al Estudio Phonalex, en su barrio de Belgrano, y, allí, dieron forma a esas canciones inspiradísimas, casi, por fuera de época, plagadas de poesía y surrealismo y con algunas de las mejores melodías que hemos conocido. Luis utilizó una guitarra Fender Stratocaster y le pidió a Emilio que llevara su viejo bajo Repiso, aquel que sonó en los discos de Almendra, lo que se define como refuerzos anímicos.
En esos años, para el rock nacional estaban vedados los grandes teatros, sobre todo, los sábados. Por un lado, se desconfiaba de la convocatoria, por otro, se lo acusaba de incitar a la violencia y de provocar desmanes, luego de un accidentado concierto, en el Luna Park, de La Pesada del Rock and Roll. En ese público fiel y, aún, en estado puro, estaba inscripto esto de ir a escuchar música un domingo a la mañana, algo poco inusual y nada rockero. El recital se había promocionado por medio de volantes que se entregaban por la zona céntrica y llevaban un dibujo del propio Spinetta, la publicidad era de boca en boca, todo bastante artesanal y con actitudes de resistencia. En la puerta se entregaba un manuscrito, donde se leía: “Rock música dura, la suicidada por la sociedad”, recordando a un libro del propio Artaud: Van Gogh, el suicidado por la sociedad. Artaud y Van Gogh eran dos nombres que traccionaban como banderas en el movimiento vanguardista que recorría el centro de Buenos Aires.
En el Astral sonaron, entre otras, cuatro canciones del nuevo disco. Un tema compuesto junto a David Lebón, Nena, tu cabeza va a estallar, inédita hasta hoy, y una cálida versión de la zamba que, hoy, es considerada un clásico: Barro tal vez.
Mucha gente señala, con sorpresa, los diálogos que se oyen en el disco entre artista y público, los comentarios de Luis Alberto sobre las canciones y sus visiones, pero, acá voy a interceder como un espectador de esos recitales. Por aquellos días, íbamos a escuchar, sobre todo, a Spinetta y a Litto Nebbia, con la intención de conocer sus nuevas canciones, ya alejadas de Muchacha, ojos de papel y La balsa, pero, también, con la curiosidad de oír sus opiniones sobre la cultura, la política, las costumbres, los enfrentamientos, la soledad de los creadores, los discos y los libros que merecían nuestra atención y desconocíamos.
En mi caso, era un adolescente, hijo de obreros, de una zona pobre de Villa Crespo, con poco acceso a esas informaciones. De manera que dos músicos que me apasionaban hacían las veces de agentes transmisores de un mundo nuevo, que empezaba a interesarme, a decirme que asomaban temas profundos, delicados que conducían al progreso intelectual, pero, que llegaban desde un lugar que me era amigable y provisto de algo así como informaciones secretas. En ese sentido, le debemos al rock nacional no sólo buenas canciones o letras, que nos identificaban, sino, una manera novedosa de educarnos, de ir gestando, entre muchos y muchas nunca antes convidados, una fiesta de cultura popular que empezaba a contagiar lejos del Obelisco. En mi barrio, teníamos cerca al diario Crónica, la revista El Gráfico y los pintores de brocha gorda, mirábamos a la bohemia del Centro como extraña e inalcanzable, hasta creyendo que no era para nosotros.
En ese día, leí por ahí: “¿Acaso no son el verde y el amarillo cada uno de los colores opuestos de la muerte. El verde para la resurrección y el amarillo para la descomposición, la decadencia?” (Antonin Artaud, Carta a Jean Paulhan, París, 1937). Mientras tanto, en los intermedios del recital, se exhibían películas mudas, como Un perro andaluz, El gabinete del doctor Caligari, y cortos del argentino Hidalgo Boragno, todo sucedía con música de fondo acorde al momento: The Dark Side of the Moon; Pompa y Circunstancia, de Edward Elgar y War Heroes de Jimi Hendrix.
Se hablaba de El puente de Langlois en Arles, cuadro del pintor Vincent Van Gogh, en el que se inspira el título de la Cantata de puentes amarillos. Todo era una incitación a dejarse llevar por la vorágine del arte con mayúsculas que, ahora, nos decía que podía viajar en subte con nosotros, bajar en la estación Dorrego y recorrer nuestro barrio.
Si bien, en la Argentina se respiraba cierto aire a regreso de viejos proyectos políticos, a tranquilidad, porque Perón estaba entre nosotros, llegaban muy malas noticias de otros países. Como Chile, donde el Plan Cóndor, impulsado por Estados Unidos, lanzaba su prueba de sangre, fuego, represión brutal, miseria planificada y todo el repertorio de un neonazismo que avisaba que nunca se fue del todo.
Uno caminaba por la avenida Corrientes, miraba los patrulleros que lo observaban todo, cantaba por lo bajo que todas las hojas son del viento y se notaba distinto, algo había crecido adentro, nuestros ojos y nuestros cerebros abrían nuevos compartimientos para novedades que regalaban otras claves. Lo complaciente, lo superficial parecían retroceder, aunque sea, por unos días. Mientras caminábamos desde las disquerías, nos llegaba la voz de Palito Ortega, pero, uno ya no se enojaba, tenía otras cosas para comentar en el viaje. El subte se estiraba por esa oscuridad cargado de luces. Luces que juntábamos nosotros, quienes habíamos cruzado a un universo paralelo que confabulaba. Nos mirábamos creyendo que éramos siete locos soñando con un mundo que se pareciera más a nuestros ideales adolescentes.
Como músico y espectador de aquel concierto debo sacarme el sombrero por un artista que se atreve a presentar el nuevo disco de una banda en soledad, con su guitarra acústica. Hay que animarse a tocar semejante repertorio, con esas armonías complejas, con arreglos de lo más exquisitos y pasajes casi irreemplazables. Pero, Spinetta hizo que en toda la mañana no extrañemos un grupo. Lo considero un enorme guitarrista, plagado de recursos, hiper climático, con una manera de tocar muy de compositor, es decir, que todo el tiempo tiene en claro que la melodía es el concepto y que el resto dibuja de acuerdo a las palabras.
Ojalá que puedan conseguir esta edición de aquel concierto histórico, que busquen en sus discotecas el CD de Artaud y lo revisiten o que salgan a la búsqueda de ambas maravillas y no crean que exagero en definirlos así. Para alguna gente, será una cita con un pasado lejano, de los otros, pero, con curiosidades a descubrir. Para otros y otras, casi un reencuentro con nuestra nostalgia, esa que, siempre, sabe a la hora de la distribución de la riqueza.
Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y miembro de AMIBA.
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