Traigo y comparto una nota que me pareció interesante, que trata sobre la manipulación en la época de la posverdad ¿Hay que tomarse en serio a Durán Barba? ¿En qué se basa su filosofía y a que tipo de sociedad apunta el gurú de Cambiemos?.
Ahí los tenemos, con sus cascos amarillos, señalando para arriba en una obra en construcción sin saber que se está construyendo. O poniendo cara de preocupación ante un “vecino” que les explica sus dramas cotidianos. O acariciando a un anciano que no sabrá nunca quienes son esos “cariñosos” personajes que no contestan más que con evasivas a sus preguntas. Hasta comerán un choripan o tomarán un mate, simulando gustos que no tienen.
La politiquería es así. Se nutre de imágenes preparadas de exprofeso, destinadas a cautivar a los ciudadanos con supuestas acciones positivas que realizan los candidatos. Miles de horas de innumerables empleados, se consumen para abastecerlos de ideas de marketing que les permita asegurarse, la atención y la decisión de miles de hipnotizados televisivos, provistos de las imprescindibles anteojeras ideológicas para no ver otras realidades.
Las poses, las sonrisas y hasta las lágrimas falsas, son elementos estudiados para convencer de lo que de otra forma sería imposible hacerlo. La verdad quedará postergada para otros tiempos, donde ya nadie pueda volver atrás con sus decisiones, donde sobrevendrá el lamento tardío de los electores por el error de no haber visto el detrás de las escenas preparadas para mentir sin que se note.
Ciudadanos tratados como “vecinos”, o como “gente”, serán el pato de la boda de las maquiavélicas decisiones de sus elegidos. A menos que se den cuenta, a tiempo, que vale la pena escuchar a los otros, a los ignorados, a los desdeñados, a los corridos del centro de la escena política. Solo hará falta apartarse de la fácil mirada que los medios imponen, para descubrir las verdades ocultas detrás de las perversas bambalinas del Poder.
Ahí los tenemos, con sus cascos amarillos, señalando para arriba en una obra en construcción sin saber que se está construyendo. O poniendo cara de preocupación ante un “vecino” que les explica sus dramas cotidianos. O acariciando a un anciano que no sabrá nunca quienes son esos “cariñosos” personajes que no contestan más que con evasivas a sus preguntas. Hasta comerán un choripan o tomarán un mate, simulando gustos que no tienen.
La politiquería es así. Se nutre de imágenes preparadas de exprofeso, destinadas a cautivar a los ciudadanos con supuestas acciones positivas que realizan los candidatos. Miles de horas de innumerables empleados, se consumen para abastecerlos de ideas de marketing que les permita asegurarse, la atención y la decisión de miles de hipnotizados televisivos, provistos de las imprescindibles anteojeras ideológicas para no ver otras realidades.
Las poses, las sonrisas y hasta las lágrimas falsas, son elementos estudiados para convencer de lo que de otra forma sería imposible hacerlo. La verdad quedará postergada para otros tiempos, donde ya nadie pueda volver atrás con sus decisiones, donde sobrevendrá el lamento tardío de los electores por el error de no haber visto el detrás de las escenas preparadas para mentir sin que se note.
Ciudadanos tratados como “vecinos”, o como “gente”, serán el pato de la boda de las maquiavélicas decisiones de sus elegidos. A menos que se den cuenta, a tiempo, que vale la pena escuchar a los otros, a los ignorados, a los desdeñados, a los corridos del centro de la escena política. Solo hará falta apartarse de la fácil mirada que los medios imponen, para descubrir las verdades ocultas detrás de las perversas bambalinas del Poder.
La idea de que Durán Barba es un mentiroso manipulador no es una idea caprichosa. Se han conocido backstages publicitarios en los que candidatos o funcionarios se jactan de la evasión y la impostura como estrategia electoral, siguiendo el consejo del politólogo. Sin embargo, debemos reconocer que, quedarnos allí es algo insuficiente y, por qué no, superficial.
Tengamos en cuenta, por ejemplo, que desde el momento en que lo político supone alguna forma de representación, es necesaria e inevitable la construcción de una “puesta en escena”, que favorezca y conduzca el proceso de identificación del ciudadano con el representante. Es cierto que, de allí a la mentira explícita y sistemática, hay un trecho importante.
No obstante lo anterior, desde el tribuno de la plebe, o el parlamentario jacobino, hasta el líder político-militar personalista del siglo XX, o el estilo “líder evangélico” tan extendido en nuestros días, todos ponen en evidencia ese “exceso” o “falta” que media entre “la representación” y “lo real”, lo primero puro y unilateral, lo segundo, ambiguo y contradictorio. Algo similar indica el dicho francés recuperado primero por Goethe y luego por Hegel en la Fenomenología, “Nadie es héroe para su ayuda de cámara”.
En cualquier caso, la idea de la manipulación lisa y llana no tiene demasiada utilidad para comprender un pensamiento, una estrategia o una táctica política. Por el contrario, podemos ser un poco más precisos e indicar tres hipótesis fundamentales que caracterizan la tradición a la que Durán Barba tributa.
En primer lugar, se apoya en un individualismo metodológico fuerte, según el cual los individuos constituyen unidades absolutas en cuyo interior, y sólo en su interior, se hallan las razones que explican su comportamiento. Es decir, que los comportamientos de las poblaciones son el resultado de la agregación o la sumatoria de los comportamientos individuales y se descarta desde un primer momento que el comportamiento individual esté socialmente condicionado, sea como fuere que se definan estos condicionamientos (clases, grupos, estratificación, estructuras, relaciones sociales, etc.).
Las tesis de Durán Barba se apoyan en la idea de que los individuos son unidades absolutas en cuyo interior se encuentran las razones de su comportamiento.En segundo lugar, el comportamiento político de los individuos estaría determinado por dos cosas. Por un lado, por una suerte de instintos básicos, de carácter prácticamente biológicos, a la manera de pulsiones que nos orientan hacia una finalidad general: la satisfacción de un deseo individual e inconmensurable. Los individuos serían, esencialmente, “individuos deseantes de un deseo individual”, contando para ello, en segundo lugar, con una suerte de creatividad innata e insondable que les permitiría descubrir los caminos más adecuados para conquistar dicho deseo.
En tercer lugar, para este enfoque, la diferencia entre individuos y naturaleza es relativamente pequeña o, en rigor, de grado, pero no cualitativa. Es fácil ver por qué: el deseo de los individuos, por ser interno e innato, es decir, un deseo sin mediación social, es un deseo quizá más complejo pero tan caprichoso como el deseo animal. Por otra parte, la creatividad insondable del comportamiento humano es tan insondable como la creatividad evolutiva de la propia naturaleza. En este caso, prácticamente se superponen. Entonces, el comportamiento humano no diferiría demasiado del comportamiento de la naturaleza, convergentes sobre determinaciones biológico-evolutivas. Esto es así aun cuando, como argumentó Ludwig von Mises, deba establecerse un punto de corte entre el conocimiento de la sociedad y de la naturaleza. Ese corte inaugura el nacimiento de la praxeología como ciencia de la acción humana, la cual, al menos por ahora, no puede reducirse al estudio de la tabla periódica de los elementos. Bentham lo indicó con una claridad notable al referirse a la condición animal: “la cuestión no es: ¿Pueden raciocinar? ¿Pueden hablar? Sino: ¿Pueden sufrir?” (Deontología, 1836:13).
Una de las consecuencias de este enfoque es la exaltación del cambio tecnológico y su asimilación como una realidad humano-natural. Muchos de estos autores fantasean con la inminente llegada la “singularidad”, es decir, con el desarrollo de máquinas que sean capaces de imitar la inteligencia humana de un modo indistinguible. Sin embargo, lo que no suelen notar estos autores, es que, en realidad, bajo este tipo de enfoque, la singularidad no tiene ningún significado ya que ya está contenida en los propios supuestos del enfoque: no existiría ninguna diferencia esencial entre la conducta humana, la conducta de la naturaleza y la conducta robótica. El ciborg-individualismo, por llamarlo de algún modo, es una realidad de partida y la singularidad, por lo tanto, no es más que una proyección “ficcionada” de las propias hipótesis asumidas.
En consecuencia, los politólogos de esta tradición no pueden más que proponerse estudiar las relaciones estímulo-respuesta en el campo de los comportamientos políticos, apoyados en la idea de que el comportamiento electoral de una población es el resultado de la agregación de votaciones individuales en las que se busca satisfacer un deseo estrictamente individual. Sea cual sea la naturaleza de dicho deseo. El comportamiento electoral, en general, y la identificación del votante, en particular, serían, en última instancia, un producto del oscuro e intrincado mecanismo del deseo egoísta.
IRREALISMO, FANATISMO Y EL FUNDAMENTO DEL ÉXITO
La valoración de estas ideas, antes que moral, puede hacerse en torno al realismo de las mismas. ¿Cómo interpretar a partir de estas ideas instituciones colectivas tan decisivas para el desarrollo de nuestra vida como, por ejemplo, la comunidad, la solidaridad, la realidad del estado y sus instituciones (entre ellas, incluso, la propia propiedad privada)? Naturalmente las respuestas suelen ser un poco rebuscadas: la solidaridad y el sentido de comunidad son egoísmos encubiertos, una suerte de perversión engañosa que encubre un goce caprichoso y que, normalmente, desemboca en la dominación de unos individuos sobre otros. Luego, el estado, la forma jurídicamente organizada de este engaño, no puede más que ser una entidad parasitaria cuyo destino evolutivo es la propia desaparición.
Paradójicamente, es ahora esta praxeología la que recurre al argumento de la manipulación para explicar la mitad de las instituciones modernas. En todo caso, y de un modo más específico, este punto de vista no puede dar respuesta al hecho de que los seres humanos nunca han sido, en rigor, seres individuales y egoístas. Que los individuos son seres sintientes de placer y dolor, es una verdad de Perogrullo, pero que la vida humana, aún en el mundo moderno, se defina por estos principios es simplemente una exageración mistificada. El hombre, no sin tensiones, es -es decir, existe- si y sólo si, en la medida en que se socializa, de lo contrario se trataría de un salvaje ajeno a la cultura, el lenguaje y, por lo tanto, a la propia consciencia de sí, que, finalmente, es una consciencia mediada por otra consciencia. En este sentido, debe decirse, el problema de la libertad sólo tiene sentido en el marco de la socialización, sólo allí la libertad es una libertad humanizada y realista en relación a los procesos históricos concretos vividos por la humanidad. La libertad absoluta no sólo es irreal y fantasiosa, sino que, además, cuando intenta practicarse no puede más que desembocar en el terror.
La praxeología tiene entonces, un doble problema: el primero, es irreal y segundo conduce a soluciones abiertamente inmorales. La reacción de los individualistas frente a esta situación es esperable: redoblar la apuesta y radicalizar las consecuencias morales de su enfoque. Las recomendaciones son elocuentes: el Estado debe ser combatido sin miramientos, la comunidad es una opresión enmascarada, la solidaridad una enfermedad que debe curarse. Dicho de otro modo, el enfoque se precipita sobre una respuesta radicalizada y fundamentalista, a la manera de un enérgico repudio de la vida real y concreta, cual pastor apocalíptico que encuentra en los hechos cotidianos una mera señal del fin de los tiempos. Precisamente lo que la praxeología pretendía evitar.
Las recomendaciones duranbarbistas son elocuentes: el Estado debe ser combatido sin miramientos, la comunidad es una opresión enmascarada, la solidaridad una enfermedad que debe curarse.Estas ideas se encuentran sumamente extendidas entre el mundo de los liberales contemporáneos llegando a conformar un dogma defendido con la obcecación del converso. Este ethos radicalizado constituye la moralidad subyacente de los principales líderes políticos del PRO, hoy en la Casa Rosada. Radicalidad que no puede más que encontrar oposición en el mundo real, en las instituciones y realidades sociales existentes. Una radicalidad que finalmente se muestra ridícula. Podemos anticiparlo: primero será una tragedia y se repetirá tantas veces como sea necesario hasta convertirse, por fin, en una farsa, deambulando ebria y desencajada en medio de la crisis.
Pero, entonces ¿dónde radica el éxito del duranbarbismo, es decir, el fundamento de la fama que lo coloca como el guía, aunque perverso, necesario para ganar elecciones? Para comprender esto basta con invertir los términos de la ecuación. No es el éxito del politólogo el que hizo posible la llegada al poder del liberal-individualismo, sino que fue la llegada al poder del liberal-individualismo lo que permitió el éxito del politólogo. De lo que se trata, entonces, es de interpretar los procesos sociales y políticos realmente existentes y no de celebrar la supuesta agudeza de un vocero ideológico.
No basta con una praxeología para abordar las relaciones humanas, precisamente porque las acciones humanas no tienen significación en sí mismas, sino que la adquieren en el marco de las relaciones con otros seres humanos. En otros términos, y muy próximos a la definición de Max Weber, diremos que la acción humana significativa es la acción humana con significado, y el significado de la acción está, necesariamente, en relación a otro ser humano. De un modo más breve: una acción significativa tiene sentido y el sentido de la acción sólo se define por una relación social. La acción humana estrictamente individual es, simplemente, un oxímoron, si es humana es entonces social, si es estrictamente individual es, por lo tanto, inhumana.
ALGUNAS CONSIDERACIONES NO PRAXEOLÓGICAS SOBRE NUESTRO TIEMPO
Los seres humanos no solo utilizan el comercio y la propiedad privada como formas de integración social. Por el contrario, requieren de, al menos, un segundo e irreductible principio de socialización, que no puede evaluarse en términos de deseo o preferencia. Esta relación se basa en una lógica muy diferente: en la identificación que las personas mantienen con una comunidad, la cual puede producirse en múltiples niveles y formas pero que, fundamentalmente, se produce a partir de vivencias compartidas en un territorio más o menos delimitado. Este principio de identidad territorial es inherente a la vida social, a tal punto que podríamos decir que es tan constitutivo como la propiedad privada. Su realidad puede manifestarse de múltiples formas, sin embargo, su explicitación supondrá en el mundo moderno un pacto constitucional legal a partir del cual se defina simultáneamente la civilidad y la estatalidad de dicha comunidad territorial.Ignacio Trucco - Licenciado (UNL) y Doctor en Economía UNR. Docente de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional del Litoral (UNL).
Si aceptamos esta idea básica, entonces podemos imaginar el devenir de las sociedades modernas en torno a tres posibilidades elementales: el predominio de la propiedad, el predominio de la estatalidad, o un explícito condicionamiento mutuo de ambos principios. Cuando el principio de la propiedad se independiza expone toda su irracionalidad: la explotación feroz de los trabajadores por parte del capital, la marginalidad socioeconómica, la desigualdad elevada y sobre todo una disgregación moral profunda asociada al miedo y a la angustia. Cuando el principio de la territorialidad se independiza expone toda su irracionalidad: xenofobia, racismo, autoritarismo, burocratización y, eventualmente, la guerra. Sólo en el delgado, difícil e inestable camino de la conciliación de estos dos principios habitan las posibilidades de una vida social secular, lo que yo llamaría una verdadera libertad concreta.
Por otra parte, es posible tomar estas posibilidades históricas y distinguir ejes de estructuración de las ideas o los proyectos políticos. Esos ejes deberían definirse en correspondencia estas posibilidades: proyectos que, más no sea en última instancia, aboguen por la superioridad del individuo y la propiedad, proyectos que se entusiasmen con la supremacía de la identificación y proyectos dedicados a una articulación secular de ambos principios. Me gusta llamar a este último como socialdemocracia ya existe una evidente afinidad filosófica y práctica con los proyectos socialdemócratas que inspiraron figuras como: Ferdinand Lassalle, Hermann Heller, Jean Jaurès o el propio Willy Brand, entre otros.
Sin embargo, vueltos a nuestro tiempo, debemos decir que no son buenos para la secularidad política. Tras la caída de la URSS, la incorporación de China al mercado mundial y el consecuente proceso de independización y globalización del capital, el mundo moderno ha tomado el camino de la radicalización unilateral o no condicionada de las relaciones mercantiles, y, luego de un tiempo, sus irracionalidades se manifestaron abiertamente.
Por otra parte, sus consecuencias políticas están a la vista: una polarización en los extremos unilaterales. A la reivindicación fanática del individuo se le opone una radicalidad contraria, la reivindicación unilateral de la nación. Lo paradójico del caso es que esta polaridad ideológica se monta sobre las ruinas y la debilidad de los estados nacionales, descompuestos, degradados, faltos de legitimidad, arbitrarios y corruptos. La estatalidad nacional, hoy convertida en el botín de guerra de élites corsarias, no es más que un recuerdo melancólico y romántico de los buenos tiempos en los que el tren llegaba a horario.
Si ello se observa, entonces podrá comprenderse que el desafío político que la socialdemocracia tiene por delante es de un alcance mucho mayor al que normalmente se cree: se trata, primero, de recomponer los lazos de solidaridad territorial allí donde todavía existen como una verdadera reserva: las provincias, las regiones, las ciudades. Y comenzar desde allí un camino de reconstrucción articulada de la nacionalidad y la estatalidad, con la capacidad suficiente de contener el potencial creativo de la sociedad civil sin el exceso disgregante de las irracionalidades individuales o colectivas.
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