Buenos días desde La Barra Beatles. Voy a recordar algo que sucedió hace dos años y que tiene que ver con uno de nuestros íconos rockeros, de esos que comprendieron a pie juntillas el mensaje Beatle. El sábado 23 de octubre de ese 2021 gran parte del país se sumó a un festejo muy especial, el cumpleaños de Charly García número 70; seguro que muchos y muchas aún lo recuerdan. Llamó la atención la profusa difusión de la conmemoración, pero siempre pensando en positivo uno diría que está bien que la prensa en general reaccione de ese modo, como pagando viejas deudas. Es probable que en la Argentina de hoy sea el último de los grandes héroes nacionales y populares, con un corpus de canciones memorables que atravesó a varias generaciones. Hay una patria rockera y estoy seguro que García es uno de sus grandes patriotas. De los pocos ídolos a los que se le perdona casi todo. Hasta sus intervenciones políticas, como cuando en un concierto en Córdoba se sumó al público cantando aquel viejo hit de 2019 que puteaba a Macri. O cuando la noche en que fue reelegida Cristina Fernández se subió a un escenario montado en Plaza de Mayo para festejar junto a la gente con su música. En esos días escuchamos varias voces que recordaban anécdotas vividas junto a Charly, de manera que desde nuestra tribuna voy a sumar la mía. Espero que mi aliada, la memoria, no desafine ni se vaya de tiempo.
Corría el año 1979, un año muy difícil para el país en general y para la cultura en particular. Con un mundial en los bolsillos de la Dictadura Cívico-Militar-Eclesiástica, se hacía muy difícil eso de andar con cuestionamientos y menos de índole política. Las matanzas seguían siendo un secreto y los desastres económicos fabricados por Martínez de Hoz y su asociación ilícita tenían carta blanca. La censura hacía de las suyas y la estupidización cumplía jornada completa. Por ese entonces yo era un pibe que estudiaba en la Escuela de Jazz del gran Walter Malosetti. Salía de aquellas clases sumergido en una inmensa emoción por los conocimientos recibidos, pero, al término de dos o tres cuadras, comenzaba a preguntarme para qué servía saber todo eso en un país disciplinado por monstruos. No había futuro para los que se formaban dentro del arte. En esos días participaba de un grupo que intentaba fusionar el rock argentino con aires tangueros, producto de venir escuchando a Invisible, Alas, el propio García, Litto Nebbia, Rodolfo Mederos y otros, por eso lo denominé Canturbe, algo así como el canto urbano. Tocábamos en teatros y clubes, algunos colegios, no era fácil armar una agenda, nos acompañaba una pequeña prensa escrita y algún que otro programa de radio que difundía esa corriente. Las actuaciones en vivo, el famoso boca en boca rockero, notas en las revistas del palo y un contacto con el famoso productor de rock El Gordo Martínez (aquel que llevó a Los Gatos al disco y produjo “La balsa”) acercaron a un productor artístico del sello Phillips quien podría contratarnos para lanzar nuestro primer álbum. Todo se fue acelerando, ese tipo vino a escucharnos a un ensayo y comenzamos a conversar para nuestro ingreso al sello multinacional. Todo parecía lejano, reducido al mundo de los sueños dado la época, pero había indicios y entusiasmo como para equilibrar. Las cosas se fueron agilizando con rumbo a la felicidad, se contrató un estudio conocido, un técnico experimentado y el proceso de grabación tomó formas reales.
En la afamada y cuestionada revista Pelo yo tenía un aliado, Andrés Alcaraz, quien por esos días era el jefe de redacción. Me había hecho un par de notas, anunciaba recitales nuestros y un día me preguntó si para el disco teníamos algún músico invitado en mente. Le dije que no, que éramos nuevos, de barrio, que no veníamos de parte de nadie y eso complicaba las relaciones. Me dijo que por el tema de las canciones nuestras, su temática, la musicalidad reinante, nos vendría como anillo al dedo la participación de García. Lo miré como si me propusiera grabar en Abbey Road, con esa misma fe, pero insistió asegurando que Charly era más accesible de lo que parecía así que me facilitó su teléfono y dirección en el barrio de Constitución. Como no lo conocía y supuse que al anunciarme no me iba a atender elaboré un plan: llamarlo desde cerca de la casa, un teléfono público de Entel, para constatar si estaba en su casa. Si era así iba hasta el departamento y ni bien alguien abriera la puerta ingresaba, claro que no estaba el problema de hoy en las puertas de los edificios, las inseguridades eran otras y mucho más graves. Una mujer llegó con unas bolsas, la ayudé con la puerta, simulé hablar por el portero eléctrico y ya estaba adentro. Toqué timbre y de inmediato salió Charly. Me anuncié a velocidad supersónica, expliqué qué hacía ahí, hablé sin parar como copando la parada y entonces él me hizo pasar. Conocía nuestro grupo de nombre, un amigo que nos había visto en vivo le contó que hacíamos algo medio tanguero. Se mostró abierto, simpático, de inmediato dejó ver que si lo nuestro le gustaba no tendría problemas en participar, sólo me pidió un cassette para escuchar lo que estábamos grabando y me anotó con su mano izquierda el teléfono de su casa.
En la siguiente sesión de estudio le pedí al técnico, Julio Presas, una premezcla para hacérsela escuchar a un productor, no quise decir qué tenía entre manos. Al otro día volví a la casa de Charly, le di el cassette y me fui porque él salía al toque rumbo a los ensayos de “La grasa de las capitales”. Lo llamé a los dos días con una carga inusitada de ansiedad, pero sabía que era de esas para masticar solo en un bar, los psicólogos no debían ser consultados. Me dijo que el tema le había encantado, le gustaron los acordes y la armonía, que la letra era muy porteña y veía la canción más cerca de Spinetta que de sí mismo, lo cual era cierto, pero saqué una carta de la manga argumentando que el palo nuestro era lo urbano, que ese era el concepto y en ese marco el tecladista que reinaba era él, sin ninguna duda. Arreglamos un encuentro en la casa para ver detalles mientras yo volví a mi vida diaria vestido con un traje que nunca me había calzado. Empecé a pensar que los sueños podían acercarse si uno los llama por su nombre, que el deseo no era solo una imagen con forma de mujer y que la música me abría una puerta hasta ese momento desconocida por mí. Mientras tanto seguí grabando lo que era mi primer disco, pero llegaba al estudio y hacía el trabajo todavía con ese traje de fiesta que me regalaron en la puerta de la casa de Charly.
Una tarde estábamos en su departamento de la calle Constitución casi esquina Tacuarí preparando los temas, charlando de las letras, de cosas del rock argentino y de una pasión enferma compartida: Los Beatles. Contó que con el primer disco de Serú Girán había perdido más de 3.000 dólares dado los pocos ejemplares vendidos por la escasa repercusión. A esto se le sumaba la despiadada crítica que lo destruyó, hasta hubo una periodista que catalogó al tema “Seminare” como una canción de chetos, por aquello de “esas motos que van a mil…”. Le conté que estuve en Obras Sanitarias en aquel concierto donde presentaron ese disco que definí como una joya, se sorprendió cuando le conté que mi novia se emocionaba hasta las lágrimas con la canción “El mendigo en el andén”, un temazo que me enseñó varias cosas. Se quedó pensando en algo que lo entusiasmó, se acercó al teclado y me dijo que recordaba un tema de ese disco, una letra que rememoraba una gira con “La máquina de hacer pájaros”, entonces cantó para mí la hermosa canción “Separata”, con cierto aire Beatle y una dulcísima melodía tanguera. Lo escuché como si una radio transmitiera sonidos desde el cielo en exclusiva para mí. La luz del sol apenas entraba y los ruidos de Constitución se quedaron mudos. Habló de esa letra y vi un hombre solitario, rodeado de mucha gente, pero solo. Esto es algo que siempre estuvo reflejado en sus canciones que, en general, marcaban dos cosas, entre tantas: la soledad del pensante en la gran ciudad y el relato en forma poética de nuestra historia contemporánea.
Llegó el día “D”. Apareció en el Estudio Edipo, sobre la calle Muñecas, en pleno barrio de Villa Crespo. En su abrazo ya percibí que me traía los planos de un mundo mejor. Con alegría dijo que había limpiado la tarde de citas y que se la dedicaba a Canturbe. El tiempo estaba de nuestro lado y esas cuatro horas fueron memorables.
Comenzamos a trabajar, se me acerca nuestro bajista Luis Blanco, por ese entonces un pibe de 20 años y cofundador de la banda, diciendo: “por favor no le digas que soy yo el que toca el bajo”. Lo miré sorprendido, pero lo entendí, Luis era un gran bajista intuitivo pero el laburo de Aznar, por esos años, metía miedo. A todo esto, el guitarrista Alejandro Fiori y el baterista Gerardo Antonel nunca llegaron, pensaban que la participación de Charly era un invento mío para ilusionarlos con el fin de atraerlos. Se lo perdieron por el horror de no creerle a un compañero que solo vivía entusiasmado. El resto de los pibes adolescentes que eran asistentes, plomos y amigos, tenían puesta nuestra camiseta, seguro que hasta el día de hoy piensan que esa tarde estuvieron cara a cara con la gloria. A algunos de ellos los sigo viendo y así lo recuerdan.
Charly grababa todo rápido, daba ideas geniales y adelantaba planes para la futura mezcla, todo lo comentaba con una gran seguridad. En el estudio prepararon dos teclados de lujo: un String Ensamble Elka Rhapsody (el mismo que usaba Genesis) y un histórico Synth Minimoog con sus sonidos deliciosos casi místicos. Hizo un solo exquisito, con un sonido aflautado, en el tema “Amurado en tu puerta” y sobre el final descubrió una parte de guitarra que le encantó. Preguntó si me parecía bien hacerlo unísono con el teclado para luego agregar unas cuerdas. Por supuesto que asentí sin dudar, mi humildad aprendida en un barrio me impidió discutir algo propuesto por Charly. Pidió un cuaderno pentagramado, le dijo al técnico que pase esa parte y mientras ese fraseo iba sonando él lo iba anotando en el pentagrama, sin necesidad de corroborar las notas, su oído absoluto se las iba revelando. Dio la orden para que Presas mande esa parte otra vez, ahora para grabar una toma. Así, en la primera toma, hizo ese unísono y quedó ajustadísimo. Una genialidad de la cual fuimos testigos privilegiados. En las partes que grabó en “Los perros de Villa Gesell” confesó que era sencillo inspirarse: “amo Villa Gesell, un lugar hipón, lleno de perros y esta canción me cabe mucho por la melodía, es muy melancólica…”.
Cuando encaramos la canción “De todos los inventos” explicó que lo que necesitaba esa letra era un armonio que le haga un colchón acongojado. Dio el ejemplo de la canción de Los Beatles “We can working out”. ¿De dónde sacamos un armonio?, nos preguntamos todos. Charly pidió una caja de fósforos Fragata, la desarmó y con la parte externa trabó la última tecla del Elka, lo cual producía un sonido grave en modo pedal. En el sinte hizo los acordes de la canción y todos nos miramos de inmediato sin entender por qué carajo escuchábamos un armonio. García es una cosa seria cuando se decide a frotar la lámpara.
Terminamos de grabar y salimos a la ciudad. Muñecas es una calle concurrida por muchos autos y dos líneas de colectivos. Esperamos un taxi y metí la mano en el bolsillo para darle ese dinero: “¿qué hacés…? hoy invito yo, no jodas…”. Su voz al decirlo sonó a Paternal en pleno Villa Crespo.
Días después concurrí a su casa por la tarde, preocupado y desorientado, a mostrarle el contrato leonino que me presentó el sello Phillips. Casi no entendí nada de lo decía, lo único que me quedó claro es que había un gran acueste provocado por ellos y que duraría muchos años. Fue hasta un cuarto y trajo el contrato de Serú Girán con el sello Sazam Records. Era igual, salvo los nombres, la famosa trampa llamada “contrato tipo”. El porcentaje para nosotros era del 4%, mientras que en el de Serú decía 6%, pregunté por qué tan escasa diferencia entre un grupazo y una banda nueva. Como con bronca y junando explicó que “en realidad nunca vamos a ver un mango ninguno de los ocho músicos”.
Ya en 1980 lo llamé para avisarle que el disco estaba por editarse gracias a la intervención de un productor mendocino que aceleró las cosas: Julio César Bac, hijo, y que tendría un ejemplar para llevarle de regalo. Recordó su promesa de invitarme a cenar para festejarlo y arreglamos para una noche cercana poniéndole un broche argento al asunto.
Llegué a su nuevo departamento alquilado en la calle Sánchez de Bustamante, a media cuadra de Avenida Las Heras, casi frente al Hospital Rivadavia. Me recibió junto a Zoca, su mujer brasileña, que lucía hermosa y luqueada como para una fiesta. Ella puso todo el tiempo una sonrisa y una simpatía venidas de otra época, cuando hablaba encendía todo, en especial los ojos y los colores de Charly. Todo parecía producto de un sueño deseado, pero este tipo es un grande de verdad y por eso sabe cómo transformar los sueños en un relato, de esos que pegan fuerte en la esquina del barrio. En un momento volvió a mencionar su viejo problema con la crítica musical a la cual respondí con una observación: “vos tenés un problema serio, estás dos años adelante, cuando sacás un disco es criticado, pero a los dos años todos quieren hacer algo así…”.
Recuerdo una noche en la que estaba escuchando el programa de radio de la benefactora Graciela Mancuso, que nos enamoraba todas las noches desde radio Mitre con su seductora voz. Estaba anunciada una nota a Charly. En un momento Graciela le preguntó qué grupos nuevos había para escuchar, entonces habló de nuestro disco, su participación, de las letras y melodías, hasta del hermoso y politizado arte de tapa de Jorge Vizñoveski. En mi casa escuchaba tan atento como agradecido por las palabras de uno de los que marcó el camino de los músicos argentinos. Por esos años Charly no era esa explosión masiva que ocurrió en su etapa solista y post Malvinas, pero nosotros, los rockeros, sabíamos muy bien quién era, lo que representaba, el significado de su poética porque su descomunal legado musical ya estaba rodando.
Siempre pienso en esa virtud de los grandes en dejar caer de su saco, de marcar con sus zapatos esas huellas que solo dibuja la generosidad. Quizá en todo esto haya sobrevolado la idea de una corporación, de defender a capa y espada la continuidad de una especie de secta en desarrollo que sólo se proponía mejorar el mundo a golpes de canciones, a pura poesía. Además, no es un dato menor que por esos años el rock argentino fue atacado, perseguido, ninguneado, muchos de sus cultores debieron irse del país, los recitales servían para justificar razzias policiales y diversas formas de disciplinamiento. Entonces los músicos, el público, la gente que nos rodeaba, tenía que cuidar y cuidarse, difundir los trabajos ajenos, acompañar las propuestas, lanzar una batería de situaciones que nos ayude a sobrevivir, a tratar de superar una verdadera tragedia que, recién años después, fue escrita como tal. Charly, como tantos otros, cantó sobre todo eso, mandaba mensajes secretos a los que escuchaban, le puso fondo musical a un tiempo en donde los odiadores del arte lanzaban puñales hacia los cuatro costados y no todos podían esquivarlos.
Por esos años no eran pocos los que cuestionaban a García, los que mentían en los bares acusándolo de comerciante, de falso, de oportunista, de todas esas razones que solo los envidiosos saben esgrimir, pero no hay gilada mayor que prestarle atención a los carcomidos por la insana envidia. Todo esto que fue relatado pone en claro que el personaje nunca se desvió, jamás renunció a sus ideales, que cuando le pedían daba, que sabía muy bien lo que era acompañar. Los comienzos de García de la mano de Sui Generis también fueron teñidos por sinsabores, derrotas, largos plazos, abandonos, y todo eso que se percibe en aquellas maravillosas letras. Está bueno hablar de su bigote bicolor, de su metro noventa, de una flacura extraña y un modo de hablar sarcástico, pero pienso en esa foto de una figura oscura dibujada en una pared de Nueva York del álbum “Clics modernos”. Muestra un corazón que brilla, mientras más abajo, Charly fuma tranquilo sabiendo que su corazón brillante le pone a esas canciones todos los condimentos. Claro que está muy bien recordar anécdotas con Charly García, pero dejemos en claro que la sensibilidad y la generosidad son algunas de sus mejores banderas.
Por Jorge Garacotche
Corría el año 1979, un año muy difícil para el país en general y para la cultura en particular. Con un mundial en los bolsillos de la Dictadura Cívico-Militar-Eclesiástica, se hacía muy difícil eso de andar con cuestionamientos y menos de índole política. Las matanzas seguían siendo un secreto y los desastres económicos fabricados por Martínez de Hoz y su asociación ilícita tenían carta blanca. La censura hacía de las suyas y la estupidización cumplía jornada completa. Por ese entonces yo era un pibe que estudiaba en la Escuela de Jazz del gran Walter Malosetti. Salía de aquellas clases sumergido en una inmensa emoción por los conocimientos recibidos, pero, al término de dos o tres cuadras, comenzaba a preguntarme para qué servía saber todo eso en un país disciplinado por monstruos. No había futuro para los que se formaban dentro del arte. En esos días participaba de un grupo que intentaba fusionar el rock argentino con aires tangueros, producto de venir escuchando a Invisible, Alas, el propio García, Litto Nebbia, Rodolfo Mederos y otros, por eso lo denominé Canturbe, algo así como el canto urbano. Tocábamos en teatros y clubes, algunos colegios, no era fácil armar una agenda, nos acompañaba una pequeña prensa escrita y algún que otro programa de radio que difundía esa corriente. Las actuaciones en vivo, el famoso boca en boca rockero, notas en las revistas del palo y un contacto con el famoso productor de rock El Gordo Martínez (aquel que llevó a Los Gatos al disco y produjo “La balsa”) acercaron a un productor artístico del sello Phillips quien podría contratarnos para lanzar nuestro primer álbum. Todo se fue acelerando, ese tipo vino a escucharnos a un ensayo y comenzamos a conversar para nuestro ingreso al sello multinacional. Todo parecía lejano, reducido al mundo de los sueños dado la época, pero había indicios y entusiasmo como para equilibrar. Las cosas se fueron agilizando con rumbo a la felicidad, se contrató un estudio conocido, un técnico experimentado y el proceso de grabación tomó formas reales.
En la afamada y cuestionada revista Pelo yo tenía un aliado, Andrés Alcaraz, quien por esos días era el jefe de redacción. Me había hecho un par de notas, anunciaba recitales nuestros y un día me preguntó si para el disco teníamos algún músico invitado en mente. Le dije que no, que éramos nuevos, de barrio, que no veníamos de parte de nadie y eso complicaba las relaciones. Me dijo que por el tema de las canciones nuestras, su temática, la musicalidad reinante, nos vendría como anillo al dedo la participación de García. Lo miré como si me propusiera grabar en Abbey Road, con esa misma fe, pero insistió asegurando que Charly era más accesible de lo que parecía así que me facilitó su teléfono y dirección en el barrio de Constitución. Como no lo conocía y supuse que al anunciarme no me iba a atender elaboré un plan: llamarlo desde cerca de la casa, un teléfono público de Entel, para constatar si estaba en su casa. Si era así iba hasta el departamento y ni bien alguien abriera la puerta ingresaba, claro que no estaba el problema de hoy en las puertas de los edificios, las inseguridades eran otras y mucho más graves. Una mujer llegó con unas bolsas, la ayudé con la puerta, simulé hablar por el portero eléctrico y ya estaba adentro. Toqué timbre y de inmediato salió Charly. Me anuncié a velocidad supersónica, expliqué qué hacía ahí, hablé sin parar como copando la parada y entonces él me hizo pasar. Conocía nuestro grupo de nombre, un amigo que nos había visto en vivo le contó que hacíamos algo medio tanguero. Se mostró abierto, simpático, de inmediato dejó ver que si lo nuestro le gustaba no tendría problemas en participar, sólo me pidió un cassette para escuchar lo que estábamos grabando y me anotó con su mano izquierda el teléfono de su casa.
En la siguiente sesión de estudio le pedí al técnico, Julio Presas, una premezcla para hacérsela escuchar a un productor, no quise decir qué tenía entre manos. Al otro día volví a la casa de Charly, le di el cassette y me fui porque él salía al toque rumbo a los ensayos de “La grasa de las capitales”. Lo llamé a los dos días con una carga inusitada de ansiedad, pero sabía que era de esas para masticar solo en un bar, los psicólogos no debían ser consultados. Me dijo que el tema le había encantado, le gustaron los acordes y la armonía, que la letra era muy porteña y veía la canción más cerca de Spinetta que de sí mismo, lo cual era cierto, pero saqué una carta de la manga argumentando que el palo nuestro era lo urbano, que ese era el concepto y en ese marco el tecladista que reinaba era él, sin ninguna duda. Arreglamos un encuentro en la casa para ver detalles mientras yo volví a mi vida diaria vestido con un traje que nunca me había calzado. Empecé a pensar que los sueños podían acercarse si uno los llama por su nombre, que el deseo no era solo una imagen con forma de mujer y que la música me abría una puerta hasta ese momento desconocida por mí. Mientras tanto seguí grabando lo que era mi primer disco, pero llegaba al estudio y hacía el trabajo todavía con ese traje de fiesta que me regalaron en la puerta de la casa de Charly.
Una tarde estábamos en su departamento de la calle Constitución casi esquina Tacuarí preparando los temas, charlando de las letras, de cosas del rock argentino y de una pasión enferma compartida: Los Beatles. Contó que con el primer disco de Serú Girán había perdido más de 3.000 dólares dado los pocos ejemplares vendidos por la escasa repercusión. A esto se le sumaba la despiadada crítica que lo destruyó, hasta hubo una periodista que catalogó al tema “Seminare” como una canción de chetos, por aquello de “esas motos que van a mil…”. Le conté que estuve en Obras Sanitarias en aquel concierto donde presentaron ese disco que definí como una joya, se sorprendió cuando le conté que mi novia se emocionaba hasta las lágrimas con la canción “El mendigo en el andén”, un temazo que me enseñó varias cosas. Se quedó pensando en algo que lo entusiasmó, se acercó al teclado y me dijo que recordaba un tema de ese disco, una letra que rememoraba una gira con “La máquina de hacer pájaros”, entonces cantó para mí la hermosa canción “Separata”, con cierto aire Beatle y una dulcísima melodía tanguera. Lo escuché como si una radio transmitiera sonidos desde el cielo en exclusiva para mí. La luz del sol apenas entraba y los ruidos de Constitución se quedaron mudos. Habló de esa letra y vi un hombre solitario, rodeado de mucha gente, pero solo. Esto es algo que siempre estuvo reflejado en sus canciones que, en general, marcaban dos cosas, entre tantas: la soledad del pensante en la gran ciudad y el relato en forma poética de nuestra historia contemporánea.
Llegó el día “D”. Apareció en el Estudio Edipo, sobre la calle Muñecas, en pleno barrio de Villa Crespo. En su abrazo ya percibí que me traía los planos de un mundo mejor. Con alegría dijo que había limpiado la tarde de citas y que se la dedicaba a Canturbe. El tiempo estaba de nuestro lado y esas cuatro horas fueron memorables.
Comenzamos a trabajar, se me acerca nuestro bajista Luis Blanco, por ese entonces un pibe de 20 años y cofundador de la banda, diciendo: “por favor no le digas que soy yo el que toca el bajo”. Lo miré sorprendido, pero lo entendí, Luis era un gran bajista intuitivo pero el laburo de Aznar, por esos años, metía miedo. A todo esto, el guitarrista Alejandro Fiori y el baterista Gerardo Antonel nunca llegaron, pensaban que la participación de Charly era un invento mío para ilusionarlos con el fin de atraerlos. Se lo perdieron por el horror de no creerle a un compañero que solo vivía entusiasmado. El resto de los pibes adolescentes que eran asistentes, plomos y amigos, tenían puesta nuestra camiseta, seguro que hasta el día de hoy piensan que esa tarde estuvieron cara a cara con la gloria. A algunos de ellos los sigo viendo y así lo recuerdan.
Charly grababa todo rápido, daba ideas geniales y adelantaba planes para la futura mezcla, todo lo comentaba con una gran seguridad. En el estudio prepararon dos teclados de lujo: un String Ensamble Elka Rhapsody (el mismo que usaba Genesis) y un histórico Synth Minimoog con sus sonidos deliciosos casi místicos. Hizo un solo exquisito, con un sonido aflautado, en el tema “Amurado en tu puerta” y sobre el final descubrió una parte de guitarra que le encantó. Preguntó si me parecía bien hacerlo unísono con el teclado para luego agregar unas cuerdas. Por supuesto que asentí sin dudar, mi humildad aprendida en un barrio me impidió discutir algo propuesto por Charly. Pidió un cuaderno pentagramado, le dijo al técnico que pase esa parte y mientras ese fraseo iba sonando él lo iba anotando en el pentagrama, sin necesidad de corroborar las notas, su oído absoluto se las iba revelando. Dio la orden para que Presas mande esa parte otra vez, ahora para grabar una toma. Así, en la primera toma, hizo ese unísono y quedó ajustadísimo. Una genialidad de la cual fuimos testigos privilegiados. En las partes que grabó en “Los perros de Villa Gesell” confesó que era sencillo inspirarse: “amo Villa Gesell, un lugar hipón, lleno de perros y esta canción me cabe mucho por la melodía, es muy melancólica…”.
Cuando encaramos la canción “De todos los inventos” explicó que lo que necesitaba esa letra era un armonio que le haga un colchón acongojado. Dio el ejemplo de la canción de Los Beatles “We can working out”. ¿De dónde sacamos un armonio?, nos preguntamos todos. Charly pidió una caja de fósforos Fragata, la desarmó y con la parte externa trabó la última tecla del Elka, lo cual producía un sonido grave en modo pedal. En el sinte hizo los acordes de la canción y todos nos miramos de inmediato sin entender por qué carajo escuchábamos un armonio. García es una cosa seria cuando se decide a frotar la lámpara.
Terminamos de grabar y salimos a la ciudad. Muñecas es una calle concurrida por muchos autos y dos líneas de colectivos. Esperamos un taxi y metí la mano en el bolsillo para darle ese dinero: “¿qué hacés…? hoy invito yo, no jodas…”. Su voz al decirlo sonó a Paternal en pleno Villa Crespo.
Días después concurrí a su casa por la tarde, preocupado y desorientado, a mostrarle el contrato leonino que me presentó el sello Phillips. Casi no entendí nada de lo decía, lo único que me quedó claro es que había un gran acueste provocado por ellos y que duraría muchos años. Fue hasta un cuarto y trajo el contrato de Serú Girán con el sello Sazam Records. Era igual, salvo los nombres, la famosa trampa llamada “contrato tipo”. El porcentaje para nosotros era del 4%, mientras que en el de Serú decía 6%, pregunté por qué tan escasa diferencia entre un grupazo y una banda nueva. Como con bronca y junando explicó que “en realidad nunca vamos a ver un mango ninguno de los ocho músicos”.
Ya en 1980 lo llamé para avisarle que el disco estaba por editarse gracias a la intervención de un productor mendocino que aceleró las cosas: Julio César Bac, hijo, y que tendría un ejemplar para llevarle de regalo. Recordó su promesa de invitarme a cenar para festejarlo y arreglamos para una noche cercana poniéndole un broche argento al asunto.
Llegué a su nuevo departamento alquilado en la calle Sánchez de Bustamante, a media cuadra de Avenida Las Heras, casi frente al Hospital Rivadavia. Me recibió junto a Zoca, su mujer brasileña, que lucía hermosa y luqueada como para una fiesta. Ella puso todo el tiempo una sonrisa y una simpatía venidas de otra época, cuando hablaba encendía todo, en especial los ojos y los colores de Charly. Todo parecía producto de un sueño deseado, pero este tipo es un grande de verdad y por eso sabe cómo transformar los sueños en un relato, de esos que pegan fuerte en la esquina del barrio. En un momento volvió a mencionar su viejo problema con la crítica musical a la cual respondí con una observación: “vos tenés un problema serio, estás dos años adelante, cuando sacás un disco es criticado, pero a los dos años todos quieren hacer algo así…”.
Recuerdo una noche en la que estaba escuchando el programa de radio de la benefactora Graciela Mancuso, que nos enamoraba todas las noches desde radio Mitre con su seductora voz. Estaba anunciada una nota a Charly. En un momento Graciela le preguntó qué grupos nuevos había para escuchar, entonces habló de nuestro disco, su participación, de las letras y melodías, hasta del hermoso y politizado arte de tapa de Jorge Vizñoveski. En mi casa escuchaba tan atento como agradecido por las palabras de uno de los que marcó el camino de los músicos argentinos. Por esos años Charly no era esa explosión masiva que ocurrió en su etapa solista y post Malvinas, pero nosotros, los rockeros, sabíamos muy bien quién era, lo que representaba, el significado de su poética porque su descomunal legado musical ya estaba rodando.
Siempre pienso en esa virtud de los grandes en dejar caer de su saco, de marcar con sus zapatos esas huellas que solo dibuja la generosidad. Quizá en todo esto haya sobrevolado la idea de una corporación, de defender a capa y espada la continuidad de una especie de secta en desarrollo que sólo se proponía mejorar el mundo a golpes de canciones, a pura poesía. Además, no es un dato menor que por esos años el rock argentino fue atacado, perseguido, ninguneado, muchos de sus cultores debieron irse del país, los recitales servían para justificar razzias policiales y diversas formas de disciplinamiento. Entonces los músicos, el público, la gente que nos rodeaba, tenía que cuidar y cuidarse, difundir los trabajos ajenos, acompañar las propuestas, lanzar una batería de situaciones que nos ayude a sobrevivir, a tratar de superar una verdadera tragedia que, recién años después, fue escrita como tal. Charly, como tantos otros, cantó sobre todo eso, mandaba mensajes secretos a los que escuchaban, le puso fondo musical a un tiempo en donde los odiadores del arte lanzaban puñales hacia los cuatro costados y no todos podían esquivarlos.
Por esos años no eran pocos los que cuestionaban a García, los que mentían en los bares acusándolo de comerciante, de falso, de oportunista, de todas esas razones que solo los envidiosos saben esgrimir, pero no hay gilada mayor que prestarle atención a los carcomidos por la insana envidia. Todo esto que fue relatado pone en claro que el personaje nunca se desvió, jamás renunció a sus ideales, que cuando le pedían daba, que sabía muy bien lo que era acompañar. Los comienzos de García de la mano de Sui Generis también fueron teñidos por sinsabores, derrotas, largos plazos, abandonos, y todo eso que se percibe en aquellas maravillosas letras. Está bueno hablar de su bigote bicolor, de su metro noventa, de una flacura extraña y un modo de hablar sarcástico, pero pienso en esa foto de una figura oscura dibujada en una pared de Nueva York del álbum “Clics modernos”. Muestra un corazón que brilla, mientras más abajo, Charly fuma tranquilo sabiendo que su corazón brillante le pone a esas canciones todos los condimentos. Claro que está muy bien recordar anécdotas con Charly García, pero dejemos en claro que la sensibilidad y la generosidad son algunas de sus mejores banderas.
Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación de músicas/os Independientes Buenos Aires).
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