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El brutalismo, fase superior del neoliberalismo

La economía libidinal del brutalismo ya no pasa por la represión o la contención pulsional, sino por el desenfreno, la desinhibición, la desublimación y la ausencia de límites.

Por Amador Fernández-Savater


"Lo significativo no es lo que acaba y consagra, sino lo que inicia, anuncia y prefigura"

Achille Mbembe

 

¿En qué tiempo vivimos? ¿Cómo calificar nuestra época? Algo decisivo se juega, para el pensamiento crítico, en esta cuestión de los nombres. Los nombres de la época. El mapa de los nombres orienta estrategias, señala los movimientos del adversario, revela resistencias posibles.

¿A qué nos enfrentamos hoy? Si no sabemos cómo se llama, ¿cómo lo vamos a combatir?  

El pensador camerunés Achille Mbembe propone el término de “brutalismo”. Proveniente del universo de la arquitectura, donde denomina un estilo de construcción masivo, industrial, altamente contaminante, el brutalismo como imagen del mundo contemporáneo nombra un proceso de guerra total contra la materia.


El diagnóstico de Mbembe no es simplemente político o económico, cultural ni siquiera antropológico, sino civilizatorio, cósmico, cosmopolítico. Designa la relación dominante con lo existente. Una relación de forzamiento y extracción, de explotación intensiva y depredación.  

El mundo se ha convertido en una gigantesca mina a cielo abierto. La función de los poderes contemporáneos, dice Mbembe, es “hacer posible la extracción”. Hay una versión derechista del brutalismo y una versión progresista, pero ambas gestionan con distintas intensidades y modalidades una misma empresa de perforación. De los cuerpos y los territorios, pasando por el lenguaje y lo simbólico.

¿Un nuevo imperialismo? Sí, pero que ya no instituye o edifica una civilización de valores, una nueva idea del Bien o una cultura superior, sino que fractura y fisura los cuerpos –individuales, colectivos, terrestres– para extraer de ellos todo tipo de energías hasta el agotamiento, amenazando así con la “combustión del mundo”.  

Mbembe identifica tendencias a nivel planetario que afectan a la humanidad en su conjunto. Pero piensa desde un lugar particular: África, su historia, sus heridas y sus resistencias. El mundo entero experimenta hoy un “devenir negro” en el que la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer. El esclavo negro prefigura una tendencia global. Todos estamos en peligro. 

 

Economía libidinal brutalista


¿Qué tipo de ser humano, de subjetividades y deseos, quiere producir el brutalismo contemporáneo?

Por un lado, tiene el loco proyecto de erradicación del inconsciente, “esa inmensa reserva de noche con la que el psicoanálisis intentó reconciliarnos”. El cuerpo humano no es mero cuerpo biológico, neuro-químico, sino también “materia ensoñada” (León Rozitchner) que anhela, que fantasea, que utopiza. El inconsciente es una piel de plátano en todos los planes de control, incluyendo los de uno sobre sí mismo. Todo lo desvía, lo tuerce, lo complica.

Hay que extirpar esa dimensión ingobernable, capturar en las redes de datos todas las fuerzas y las potencialidades humanas, cartografiar enteramente la materia hasta que el mapa sustituya al territorio. El brutalismo pretende la digitalización integral del mundo, disolver el inconsciente (que nos hace únicos e irrepetibles) en el algoritmo, en el número, en el dominio de lo cuantitativo. Abolir el misterio que somos, blanquear la noche.

Pero lo único que consigue es dejar vía libre a las pulsiones más oscuras y destructivas. ¿Por qué? La racionalización general –digitalización, algoritmización, protocolización– bloquea las energías afectivas y amorosas, esa potencia de Eros que según Freud es el único contrapeso posible a Tánatos. El proyecto de erradicación del inconsciente conduce a una insensibilización general. 

La indiferencia al dolor de los demás, el gusto por herir y matar, por ver sufrir. La crueldad y el sadismo son rasgos clave de los poderes contemporáneos. Mbembe habla, en un capítulo particularmente escalofriante, del “virilismo” contemporáneo. La economía libidinal del brutalismo ya no pasa por la represión o la contención pulsional, sino por el desenfreno, la desinhibición, la desublimación y la ausencia de límites. Decirlo todo, hacerlo todo, mostrarlo todo y gozar con ello.

El virilismo configura una zona frenética, dice Mbembe, sin rastro de los viejos sentimientos de culpabilidad, pudor o inhibición. Una figura lo expresa quizá mejor que ninguna otra: el triunfo de la imagen del padre incestuoso en las páginas pornográficas. Vuelta atrás: si el asesinato del padre despótico a manos de sus hijos había supuesto para Freud el pasaje a la civilización, el límite y la ley, el fantasma del padre abusador vuelve a poblar hoy los deseos más oscuros.  

Ayer, el principio de realidad (el mandato paterno) obligaba a renunciar o posponer el placer, a sustituirlo por una compensación sublimatoria. Hoy, nos exige todo lo contrario: no posponer, aplazar o sustituir nada, sino acceder al goce de forma directa, literal y sin mediaciones. Consumir (objetos, cuerpos, experiencias, relaciones). De la represión a la presión. De la desexualización a la hipersexualización. Del padre de la prohibición al padre del abuso. La culpa consiste hoy en no haber gozado lo suficiente.

Colonizar siempre supuso brutalizar. La plantación y la colonia son, según Mbembe, prefiguraciones del brutalismo. Sin contenciones, ni mediaciones simbólicas, se puede y se debe gozar absolutamente de los otros, convertidos en mero “harén de objetos” (Franz Fanon). ¿Podemos entender así, libidinalmente, una clave del ascenso de las nuevas derechas? Se presentan como defensores de una “libertad” que sólo es el derecho de los fuertes a gozar de los débiles como si de objetos desechables se tratara.

De fondo, como un efecto derivado del virilismo, el miedo a la castración, el pánico genital y el horror a lo femenino se extienden por todos lados. El brutalismo aspira incluso a desembarazarse completamente de las mujeres. Onanismo generalizado, sexualidad sin contacto, tecnosexualidad, con el cerebro sustituyendo al falo como órgano privilegiado. El virilismo no sería la última palabra del patriarcado.

 

Cuerpos-frontera

Al final de su libro sobre Los orígenes del totalitarismo, más de seiscientas páginas dedicadas al estudio de las condiciones históricas y sociales que hicieron posible el nazismo y el estalinismo, Hannah Arendt afirma sorprendentemente que la única certeza que ha alcanzado es que el totalitarismo nace en un mundo donde el conjunto de la población se ha vuelto superflua. Los campos de concentración (y luego de exterminio) fueron el solo lugar que los poderes encontraron entonces para albergar a los que sobraban.

¿Cómo leemos esto hoy, cuando nuestra época está atravesada por el mismo fenómeno de masas errantes? La guerra siempre fue un dispositivo de regulación posible del exceso de población indeseada y el totalitarismo un régimen de guerra permanente. El brutalismo contemporáneo, diferente al nazismo o al estalinismo, hereda sin embargo la misma función. Ante el miedo a repartir y el pánico “a la multiplicación de los otros”, la gestión brutal de las migraciones.


A los seres humanos que sobran, Mbembe los llama “cuerpos-frontera”. ¿Qué se hace con ellos? Aislar y confinar, encerrar y deportar, dejar morir. La biopolítica (que cuida la vida para explotarla) se encabalga con una necropolítica (que produce y se hace cargo de la población superflua).

El mundo contemporáneo no conoce solamente formas de control suaves y seductoras (moda, diseño, publicidad), sino también métodos de guerra. Hoy, por todas partes, se endurecen los controles, las detenciones, los confinamientos. Se trocean los espacios, se decide autoritariamente quién puede desplazarse y quién no. No sólo se promueve la movilidad de los sujetos (de casa, de trabajo, de función), sino que se sujeta, se controla, se fija. Gaza como paradigma de gobierno.

Mientras los dirigentes europeos celebraban recientemente los ochenta años de liberación de Auschwitz los campos vuelven por sus fueros. Campos de internamiento, de retención, de relegación y apartamiento. Para migrantes, refugiados, solicitantes de asilo. Campos, en definitiva, para extranjeros. Samos, Chios, Lesbos, Idomeni, Lampedusa, Ventimiglia, Sicilia, Subótica. Las rutas migratorias más letales en todo el mundo son las europeas, 10.000 personas perdieron la vida tratando de entrar en España el año pasado.

También la sangría y la depredación operan en la gestión de las circulaciones complejas de los cuerpos-frontera, explica Mbembe, a través del control de las conexiones, las movilidades y los intercambios. La guerra contra los migrantes (esa materia en movimiento) es además negocio lucrativo y factor económico.

Las pulsiones imperialistas se conjugan hoy con la nostalgia y la melancolía. Los otrora conquistadores, envejecidos y cansados, se sienten invadidos por las “razas energéticas” llenas de vitalidad. El mundo se vuelve pequeño y bajo amenaza. Es la percepción que explotan las extremas derechas europeas. La patria ya no debe expandirse, sino defenderse. El estilo afirmativo y entusiasta de un Jose Antonio se vuelve puro miedo y victimismo en Vox.

 

Utopías de la materia

¿Cómo resistir al brutalismo? Mbembe no se regodea en un ejercicio de catastrofismo, sino que se atreve a utopizar. ¿Qué significa esto?

El pensador camerunés encuentra inspiración en Ernst Bloch, el gran pensador de la utopía y la esperanza del siglo XX. ¿Qué es la utopía para Bloch? Nada de lo que solemos pensar asociado a ese término: especulaciones de futuro, proyección de escenarios, modelos perfectos. No, la utopía es potencia, latencia y posibilidad ya inscritas en el presente.

A diferencia de la crítica convencional, la crítica utópica no sólo dibuja una cartografía crítica de los poderes contemporáneos, sino que también señala potencialidades de resistencia, de cambio, de otros mundos posibles. No sólo denuncia, enjuicia o cancela, sino que enuncia nuevos posibles, invitando a quien la escucha a darlos a luz, a desplegarlos. Pone en tensión lo que hay y lo que podría haber, siendo esto último no una posibilidad abstracta, sino una fuerza en proceso. 

Si hoy asistimos a un “devenir-negro del mundo”, ¿no podrían resultarnos inspiradoras las resistencias que las culturas africanas han opuesto siempre a su devenir-cosa? Lo particular se vuelve universal y la utopía, como quería Walter Benjamin, ya no está en el futuro sino en “el salto de tigre al pasado”.

Estas resistencias pasan, tal y como yo lo leo, por otra concepción y otra relación con la materia. La materia según las culturas africanas pre-colonización es tejido de relaciones, es diferencia, es cambio. El animismo expresaría esto en un plano espiritual: el mundo está poblado por una multitud de seres vivos, de sujetos activos, de divinidades múltiples, de antepasados, de intercesores.

O la reparación o los funerales, dice Mbembe. El reto no es indignarse o darse golpes en el pecho, sino regenerar la materia herida. Por ejemplo, en el caso del debate sobre la descolonización de los museos, no se trata simplemente de “devolver” los objetos robados a sus lugares de origen, sino de entender que esos objetos no eran “cosas” (ni útiles ni obras de arte), sino vehículos y canales de energía, de fuerzas vitales y de virtualidades que habilitaban la metamorfosis de la materia. Recrear una relación activa con la memoria.

Si la materia no es un objeto para ser explotado, sino un ecosistema participativo, una reserva de potenciales, un conjunto de subjetividades, ¿qué formas políticas podrían convenirle?

Más allá de la democracia liberal y del nacionalismo vitalista, del suelo y la sangre, Mbembe propone una “democracia de los vivos” que practicaría el cuidado a todos los habitantes de la tierra, humanos y no humanos. Una economía de “los bienes comunes” que nos obligaría a renunciar a nuestras obsesiones de apropiación exclusiva. Y una “des-fronterización” del mundo capaz de proteger el derecho de cada uno a partir, a moverse y a estar de paso. A ser extranjero, para sí mismo y para los demás.

La materia misma utopiza, decía Ernst Bloch. No es una masa pasiva que espera su forma del exterior, sino que tiene en sí misma su propio movimiento, su propio principio activo, está preñada de futuro. ¿Es por eso que el brutalismo le hace la guerra? Lo que ella nos exige es ser “como el fuego en el horno” que madura y realiza los potenciales. No forzarla ni violarla, sino escuchar y prolongar su creación. 


Amador Fernández-Savater
 


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"La desobediencia civil es el derecho imprescriptible de todo ciudadano. No puede renunciar a ella sin dejar de ser un hombre".

Gandhi, Tous les hommes sont frères, Gallimard, 1969, p. 235.