Hace poco publicamos aquí un artículo sosteniendo la hipótesis de que los argentinos somos víctimas de un experimento destinado a verificar hasta qué extremo la actual tecnología de comunicación mediática y electrónica puede neutralizar el sentimiento de pertenencia comunitario de un pueblo, es decir, anestesiar su sentimiento nacional, su vocación comunitaria gestada en una historia común. Si bien no exactamente en idéntico sentido, pero en la entrevista ampliamente difundida de la revista “Time”, la penetrante entrevistadora también hace referencia a la hipótesis de un experimento.
Creemos que es menester insistir en que la horripilante capacidad de la tecnología de destrucción física opacó un tanto la atención dispensada a su capacidad de manipulación psicológica masiva, que pone en serio peligro a las democracias y cuyo enorme desarrollo es incuestionable y paralelo a la primera. Parece hoy poco menos que algo prehistórico la cándida sorpresa del uso de la radiotelefonía por Hitler y por Roosevelt, aunque no haya transcurrido ni siquiera un siglo desde aquellas alocuciones.
Pero no se trata solo de los sentimientos de odio, rencor, indiferencia y venganza manipulados por la tecnología comunicacional, sino que también parece ser parte de ese hipotético –aunque más que probable- experimento, también la neutralización del impacto de respuestas que, en otro momento y lugar, serían por entero políticamente incorrectas o absolutamente inadecuadas para cualquier político en el poder e incluso contrarias a las más elementales y prudentes indicaciones del sentido común.
Es posible que estemos equivocados, pero por lo menos desde la memoria de lo vivido -y también leyendo la historia- sabemos que cualquier persona a cargo de una administración trata de evitarse la mayor cantidad de problemas, como también que procura disimular las fallas de su gestión hasta el final y, cuando ya no puede hacerlo porque es demasiado evidente, procura rápidamente enmendarlas y disculparse, haciendo saltar algún fusible, por lo general argumentando que no puede controlar todo y nunca falta algún burócrata estúpido, lo que no deja de ser cierto.
Aquí, ahora, llama la atención que no sucede nada de eso y, pareciera que a título de disculpa o algo parecido, nada menos que el jefe de gabinete dice que el titular del ejecutivo no entiende de política, aunque después lo quiera matizar diciendo que no dijo lo que dijo. En otra situación, habría que pensar que otro titular del ejecutivo lo destituiría, pero aquí sigue en sus funciones.
Por otra parte, el escándalo mayor del momento son los alimentos sin repartir. Primero se dijo que no hay plata, pero después resultó que no se necesitaba plata, que había toneladas de alimentos sin repartir y, en lugar de repartirlos rápidamente, incluso menor, se muestra un insólito empecinamiento en no hacerlo, ante el reclamo de todos –incluyendo la jerarquía católica- e incluso desobedeciendo órdenes judiciales.
Insistimos en que, de acuerdo con las reglas tradicionales de la política y del sentido común, cualquiera sea la ideología del gobernante, ninguno se empeña en llevar a cabo acciones gratuitas que le acarrean desprestigio cuando puede evitarlas: en el caso, bastaba para desprenderse del problema con disponer la inmediata distribución de los alimentos y echar a algún fusible, al que siempre hay un lugar menos visible al que destinarlo.
Sin embargo, no se trata de un caso aislado, porque parece que se convierte en regla marchar a contramano de lo que siempre fue la más elemental lógica política, que también siempre consideró como incorrecto o de efecto negativo responder con ocurrencias ingeniosas más o menos jocosas o divertidas. Esas ocurrencias son propias de charlas entre amigos bebiendo vino o cerveza, pero nunca fue políticamente aconsejable esgrimirlas en lugar de respuestas por lo menos aparentemente serias y racionales, porque la impresión que las ocurrencias provocan usualmente en el interlocutor es la de no ser tomado en serio o incluso en la de ser víctima de una burla.
Cuando se observa que hay gente que no llega a fin de mes, la lógica política de siempre indicaría que la respuesta de quien se imputa como responsable de esa situación sería negarlo con argumentos más o menos verificables o, al menos, minimizarlo o bien, prometer medidas urgentes, mostrarse preocupado. Pero nadie conforme a la lógica que por tradición domina lo políticamente correcto consideraría una respuesta adecuada la ocurrencia de negarlo, con el argumento de que si no llegasen a fin de mes se morirían. En otras palabras: la ausencia de cadáveres esqueléticos por las calles sería la prueba de que toda la gente llega a fin de mes. Se trata de la típica respuesta insólita, absurda, que no satisface a nadie, pues no pasa de ser una ocurrencia que, si se la quiere postular en serio, no pasa de ser una broma de mal gusto o, más claramente, una burla de las que se responde con la clásica preguntita ¿Me estás cargando?
Pero la respuesta ocurrente parece haber cundido, pues tiene seguidores, aunque tal vez de menor calidad. Un argentino y un español pueden pelearse, puede ser un vecino del barrio y el almacenero de la vuelta y, como es obvio, eso no es una cuestión diplomática sino personal, nadie lo duda, pero no parece lo mismo cuando los dos son jefes de Estado o de gobierno. La misma ministra que tuvo la imaginativa ocurrencia de afirmar que era una simple cuestión personal -y que tampoco parece ser Talleyrand con faldas- mostró su faz ocurrente al decir que todos los chinos son iguales, como también con la lúgubre ocurrencia de sostener que no tenía sentido otorgar créditos a los jubilados, porque se morirían antes de terminar de pagarlos.
En otras palabras, el hipotético experimento del que somos víctimas, no solo parece limitarse a manipularnos psicológicamente mediante la creación de realidades virtuales y la promoción de sentimientos poco altruistas, que instigan a ver al otro como enemigo debilitando el sentimiento de comunidad nacional –los vínculos horizontales de la sociedad-, sino a disponernos a aceptar como respuestas la obstinación en los errores y las ingeniosas ocurrencias, tradicionalmente contrarias a lo políticamente correcto, entendiendo por tal lo que cualquier dirigente consideraría, en cualquier otro lugar y tiempo que le afecta la imagen, que le resta apoyo o votos.
Las respuestas inadecuadas llegan al colmo de desconocer los propios aciertos, para postular medidas insólitas nunca vistas en un país civilizado: la ministra de seguridad, con un casi caricaturesco discurso de dureza, junto a su ad later, ahora ministro de Defensa, que le tomó el gusto a la ropa de fajina, propone bajar la edad de responsabilidad de niños a los doce años, o sea, llenar las cárceles de niños, cuando hace más de cuatro décadas la dictadura se vio obligada a retroceder a pesar de que la había bajado solo a catorce años. Desde hace muchos años es de diez y seis años y, por cierto, no hay incidencia relevante de adolescentes menores de esa edad en homicidios: en la CABA hay años en que no hay ninguno, y en otros uno o al máximo dos; es mucho mayor la incidencia de homicidas de más de cincuenta años y perfectamente punibles. Es difícil que esta insólita propuesta llegue a ser ley -aunque nunca se sabe en este Congreso de veletas-, pero de llegarse a ese despropósito, se estaría creando un problema ahora inexistente que acabaría en un nuevo y escandaloso fracaso por completo inútil.
Lo cierto es que esos datos indican que quienes gobernaron la CABA algo bueno hicieron, que debe reconocérsele sin interesar su color político, como debe ser siempre que se trata de vidas humanas. Lo lógico sería que ese logro lo reivindicasen, porque fueron muchos de ellos quienes gobernaron la CABA. Pero parecen no pensar en profundidad en qué fue lo bueno que hicieron para tratar de continuarlo y mejorarlo. Prefieren alarmar a la población y salir con estos disparates: más penas de papel y el fantasmagórico proyecto de imposible sostenimiento de niños de doce años en las cárceles.
Pero no solo se trata de seguir un camino distinto al políticamente correcto y valorar lo bueno que hicieron, sino que ahora proponen legalizar provisoriamente la tenencia de armas a todos quienes las tuviesen flojos de papeles. Cabría pensar que están locos, porque quieren destrozar lo bueno que hicieron, es decir, aumentar los homicidios, con la ocurrencia inverosímil de que solo tendrán armas de fuego las personas decentes para defenderse de los delincuentes. Además de ser esto ridículamente falso, porque los delincuentes que salen de fierro y que tienen armas sin papeles no son marcianos verdes con antenas ni tienen todos antecedentes en reincidencia, bueno es recordarles que las personas decentes también se sacan, se enfurecen y pierden los estribos cuando tienen que repartirse las sillas del comedor en la sucesión de la abuela y, no se diga, cuando se trata de dividir los bienes en un divorcio. Por cierto, las personas decentes sacadas pueden terminar a los puñetazos, cachetazos o sillazos, con el resultado de algunas lesiones leves que, por cierto, tampoco es para felicitarlas, pero cuando un sacado tiene un arma de fuego a la mano, siempre hay un homicidio.
¿Por qué se empeñan en destruir sus propios logros? ¿Algún gobernante en otro lugar y tiempo haría esto, en lugar de mostrar lo bueno que logró? ¿La manipulación psicológica masiva de la tecnología actual quiere, en este experimento del que somos víctimas, probar que tiene una tan tremenda capacidad manipuladora que puede hacer preferible la conducta del político que oculta lo bueno realizado para postular una regresión violenta y letal?
Es de sobra sabido que cuanto más fácil es la tenencia de armas en una población hay más homicidios, porque las armas de fuego son el medio letal ampliamente preferido. ¿Alguien cree que, en Europa, con los índices de homicidios más bajos del mundo, no hay psicópatas, psicóticos asesinos y pibes a los que les hacen bulling en la escuela? Claro que los hay, pero allí, fuera de la policía, nadie tiene un arma de fuego, y cuando se les escapó una tuvieron la espantosa masacre noruega de pibes socialdemócratas de 2011. En Estados Unidos cualquiera tiene armas de fuego, con las consiguientes masacres periódicas de las que nos enteramos mientras mojamos la medialuna en el café. En los países de nuestra región de más altos índices de muerte violenta (norte de América del Sur, Centroamérica y México) es incalculable la inundación de armas de fuego en sus poblaciones. En una capital centroamericana con altísimos índices de homicidio es común que los restaurantes de varios tenedores tengan un locker con el cartelito deje su arma. ¿Quiere esta administración llegar a eso? ¿Por qué razón no insiste hasta alcanzar los índices europeos? ¿Por qué, al menos discursivamente, opta por lo primero?
Tampoco en general se explica por qué se elige bravuconear con las fuerzas policiales, hasta correr el riesgo de una catástrofe que puede costarle muy cara a la actual administración. Las sucesivas y masivas manifestaciones contra el gobierno han sido pacíficas, ejemplares en ese sentido. No obstante, la ministra se empeña en mostrar fuerzas, emitir protocolos, movilizar numerosas fuerzas policiales, en fin, advertir que está dispuesta a reprimir sin miramientos.
Descontamos que los trabajadores policiales (condición que sistemáticamente se les niega a los y las policías) son personas normales, como todos nosotros, ni más ni menos que trabajadores. Pero cuando se despliega semejante aparato solo a efectos de prepotencia y bravuconada, aumenta mucho la probabilidad de que emerja un loquito. Lo políticamente correcto es que nadie se atreva a jugar con la suerte, apostando a que no hay ningún loquito entre miles de personas armadas, al que el discurso duro y la tensión de las circunstancias lo desequilibren. ¿Por qué jugar al riesgo de reproducir el penosísimo caso de Kosteki y Santillán? Sus consecuencias todos las recordamos: dos muertos y un Presidente eyectado. ¿Este hipotético experimento del que somos víctimas trataría de verificar también que la manipulación mediática y electrónica tiene capacidad suficiente como para neutralizar el tradicional repudio cultural de nuestro pueblo a la violencia represiva letal? No deja de ser algo digno de meditarse.
Podríamos seguir, pero la hipótesis del experimento se fortalece cuando verificamos que no solo se trata de crear realidades virtuales, de generar sentimientos que debiliten el de pertenencia, de anestesiar el propio sentimiento nacional, sino también de volver incluso funcionales las conductas políticas que tradicionalmente se han considerado políticamente incorrectas desde el propio sentido común. ¿Dará para tanto la tecnología? No tenemos una respuesta y no la tendremos hasta el final del experimento, pero lo cierto es que, para los ateos no hay nada omnipotente, y para los creyentes, al menos no lo hay en este mundo terreno. De todos modos, lo penoso será el alto costo del experimento.
Buenos Aires, 5 de junio de 2024.
Raúl Zaffaroni - Profesor Emérito de la UBA.
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