Beethoven, una de las mentes más complejas de la música clásica, nos ha legado sinfonías, obras corales, conciertos, música de cámara y sonatas que figuran entre las más elegantes que se hayan compuesto nunca. Además, hacia el final de una vida a veces agitada, escribió una serie de cuartetos para cuerdas (dos violines, una viola y un violonchelo) que condujo el género «de cámara» —y en realidad toda la música— a terrenos insospechados.
Gracias a su forma, sus ideas y el denso mundo sonoro que tejen, estas piezas consiguen que intérpretes y oyentes se extasíen. No se había oído nada igual hasta entonces. Beethoven, como diría más tarde el compositor romántico Robert Schumann, había creado con la música «una grandeza imposible de expresar con palabras [y llegado] al límite de todo lo que el arte y la imaginación humana han alcanzado hasta ahora».
Parece pues apropiado que este movimiento se incluyera como pieza final en el Disco de Oro de las sondas Voyager, el disco de gramófono que se lanzó al espacio en 1977 como muestra representativa de los sonidos, idiomas y música del planeta Tierra, en previsión de un encuentro futuro con vida extraterrestre. (La primera sonda Voyager entró en el espacio interestelar en 2012; se espera que la Voyager 2 lo hiciera en 2019 o 2020.)
La expresividad espiritual de la Cavatina se siente como una música que llega a rincones que otras obras no habrían podido alcanzar nunca. Beethoven estaba ya completamente sordo y parece correr hacia los límites de lo que puede decirse con música, de lo que puede oírse. En mi opinión, la Cavatina explora en poco más de seis minutos los problemas más profundos de la fragilidad y la locura humanas, de la vida y el amor. En busca de las respuestas, alcanza una especie de elevada trascendencia.
Espero que los alienígenas tengan un buen reproductor de música.
Clemency Burton-Hill
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