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El Desaprovechado Capital Cultural y Económico del Rock Latinoamericano (II)

Viñeta de "Adventures of Grandmaster Flash
on the Wheels of Steel", de Ed Piskor.
El rock, el mercado y la cultura. Los fenómenos culturales de la actualidad están imbuidos de algo que comenzó con el MTV en los años ochenta; pasaron del ámbito de la música a diseminarse por todos lados y hoy incluye moda, cocina, expresiones individuales y grupales, posturas políticas y radicalismos de todo tipo.

 

 Por Ángel Sánchez Borges

¿Ese es tu walkman?
Qué moderno que es
Todo muy superado
Muy liberal…

Charly García, "Peluca telefónica" (1982)

1

Como lo he planteado en aquel texto algo exagerado y agresivo de “El fraude del Rock en tu Idioma” que escribí hace diez años por razones algo similares a las actuales, y que de hecho anticipa varias de las críticas que fluyen en las redes con respecto al documental Rompan Todo, las pequeñas historias “alternativas” o “las otras historias” del rock en Latinoamérica están amparadas en una cosa muy simple y poco entendida —por ignorancia unos y por conveniencia otros—,  esto es, que en los  países latinoamericanos, en unos más y en otros menos, se ha producido discografía de rock sin necesidad de la industria establecida, en muy diversas condiciones y sobre todo en varios tiempos.

Cuando una escena musical genera productos discográficos, cuando sostiene y se asegura de tener ese registro de su trabajo creativo, automáticamente convierte su capital cultural en un capital económico y entra por derecho propio a formar parte de los bienes  también culturales y económicos de la misma forma en que cualquier otro producto, y puede ofertarse como una de las opciones de esa economía cultural, simplemente porque así puede ser escuchada al mismo tiempo que vender discos, para sostener su trabajo creativo–productivo y también formar parte de la historia general de las creaciones de tal o cual contexto en un tiempo determinado.

Dejemos por un momento la cuestión de que evidentemente la gran industria discográfica “transnacional” que lanzó esos discos de rock latinoamericano que escuchamos bajo el slogan del Rock en tu Idioma se impuso por tal o cual modo a la producción “artesanal” o “minoritaria” de las escenas underground, independientes o alternativas, y que éstas no pudieron “competir”.

Es cierto, pero cuando esos productos lanzados por la gran industria musical van perdiendo relevancia, al paso del tiempo representarán un stock muy escuchado, un menú muy deglutido; la falta de continuidad en la ampliación de su campo de batalla va a hacer mucho más sencillo que las generaciones actuales no recurran al pasado, sino a buscar otros ritmos y otras modas, y el significado cultural de los artistas que produjeron aquello ya no pesará del mismo modo.

Pero también cuando tanto el producto como el nicho de mercado al que se dirigió, además de las identidades artísticas y de públicos, se han visto mutados no en otra sino en muchas dimensiones tecnológicas, económicas, culturales, de elección, de vidas, las pequeñas historias creativas de algunas escenas musicales pueden servir a la vez para recordar la riqueza que subyace a un discurso cerrado de la historia de nuestro rock para reconectar el circuito creativo y de consumo de estos bienes culturales de otra forma.

Esto puede hacer que cobre de nuevo sentido tanto el conjunto más comercial que promueve el discurso general de un rock “nacional”, “continental”, “latino” o lo que se quiera, y se redescubra o apenas se descubra todo aquello que está involucrado en el ecosistema creativo de una realidad contextual de nuestros “centros” rockeros latinoamericanos, lo que quiere el mercado y lo que no quiere también. Eso es fantástico, el under implicando al mainstream y viceversa, cohabitando, complementándose, concurriendo, a la vez que conflictuando y contraponiendose quizás alternadamente por llevar la estafeta.

En otras palabras, el problema no es sólo que la industria musical quiera ignorar las pequeñas historias que componen una red más compleja de la creación continental, lo que termina limitándose a una genealogía reducida de productos válidos en el mercado del rock y éste se olvide de todo lo demás que no está dentro de un catálogo ya probado. Al paso de las décadas esa omisión hace a la industria musical empobrecerse a sí misma y limitarse a algo que de hecho devino en algo muy poco rentable.

Al no abrirse a una combinación de historias más sutil, el negocio del rock latino pierde de vista precisamente los demás  negocios posibles, que se pueden encontrar o crear gracias a una interacción más realista y más dedicada al reconocimiento de una diversidad creativa que está cargada de posibilidades; pero no sólo por diversa, de hecho, sino porque aun en sus respectivos pasados la música comercialmente viable y la música, digamos, hecha por amor al arte, en realidad ahora más que nunca comparten un mismo mundo, y de ahí la misma posibilidad e imposibilidad como nunca antes. La oportunidad tiene que ser en plural para ambos planos, o no será para ninguno.

Es el rock “mainstream” el que padece ahora en primera instancia ya no ser tan rentable en un mercado musical global que lo ha desechado prácticamente de la significación para la cultura pop contemporánea en la que reinó en otro momento. Por otro lado, eso de la carencia de rentabilidad es una condición que antes le correspondía al under, pero ahora han cambiado los papeles.

El rock under sobrevive por zonas, hay sectores del mercado de la música que se sostienen gracias al rock, que a su vez sobrevive porque el mercado ofrece reductos de rentabilidad. Por ejemplo ¿existirá un estudio acerca de cómo la ampliación de la expectativa de vida de las personas sostiene mercados de la nostalgia musical? ¿Generaciones de rockers con preferencias diversas que aseguran que las ventas de este género no varíen mucho aunque el rock ya no sea la música juvenil contemporánea?

En el caso del rock latino, si el escuálido establishment le rascara se daría cuenta de que comenzar a narrar esa historia sutil podría reavivar sus propios productos, y en el campo contrario, el under podría servir de coartada, ya que si se le integrara en esa historia sería instado a abandonar el territorio de su propia imposibilidad, de su propia tragedia, de su condición de víctima comercial y reintegrar una ambición que creo que siempre le ha sido consustancial: el under quiere vivir, vaya, también quiere cobrar y cobrar bien.

El momento es ahora, pero como lo prueba el documental de Santaolalla, no están aprovechando la posibilidad de renovar y ampliar ese mercado, lo que demuestra que quizás ésa fue la principal razón de que el rock latinoamericano en realidad nunca fuera un buen negocio, como lo pretendieron. Cuando el discurso, no los ejemplos musicales con los que lo alimentaron, sino el discurso del rock “en tu idioma” se puso en juego en el ámbito del mercado de la música global, este mercado ya era una cultura establecida además de un negocio, y de entrada se definía por la asimilación del inglés como lingua franca universal. De entrada no lo pudieron vender más que en un reducido ámbito dentro de esa misma globalidad, porque aparte de que los públicos hispanoparlantes estaban cada vez a gusto con el inglés, muchos de los sonidos que se pretendían actuales en el espectro de las bandas latinas estaban ya en retirada de ese mercado del rock internacional.

El rock en español de finales de los ochenta seguía sonando al rock británico de inicios de esa década, y cuando integraron el rap, la electrónica, el indie y el power pop, a finales de los noventa, esos sonidos tenían ya también casi diez años de haber sido la vanguardia “independiente” de la que luego se alimentó el mercado global. No es casual que en lugar de mercado de música latina alimentada desde el subcontinente el término “Latin” se manejó con mejores resultados desde Miami, y a partir de gente como Selena y Ricky Martin, por mencionar algo de lo más evidente, es que hoy podemos entender la actual preferencia por el urban y la balada reguetón, etcétera.

No, Santaolalla, eso no representa el equivalente del rock latino de los ochenta, es precisamente el resultado de un negocio que floreció por fuera y sin necesidad de apelar a nada que tuviera que ver con el rock. Había que sincronizar los relojes con la forma que adoptaba el capitalismo musical global que ya a finales de los noventa mostraba que se alimentaba de los pequeños entornos y construía diversidad y posibilidades de ampliación del mercado, gracias a la comprensión de ese inagotable recurso que era la cultura independiente. Esa relación con los reductos contextuales marginales y el reguetón lo deberán hacer los expertos y gustosos de esa música.

Me concentro aquí en recordar que en ese tiempo en Europa y en Estados Unidos las pequeñas escenas fueron la clave. Por ejemplo, el que bandas grunge y britpop a inicios de los noventa se hicieran famosas no cerró sino que promovió los espacios pequeños, las escenas locales, incluso los circuitos regionales de música todos los días de la semana, de diferentes géneros y aproximaciones, como lo había sido Austin desde los años ochenta. También se vivió en pleno la “bedroom culture”, chavos que con una computadora hacían todo desde su casa, grabando demos e imprimiendo cds y viniles, como sucedió con la música electrónica bailable que para la primera mitad de los 2000 se convertía en una economía en sí misma —otra cosa que tiene que ver hoy con el reguetón, el trap y lo que llaman hyperpop.

La forma que adopta el capitalismo musical global en ese momento se expresa claramente en el paso de esas escenas independientes,  que serán caldos de cultivo y repositorios de talentos para la industria musical, en capas para el ascenso en el negocio; los laboratorios de prueba ya no serán los discos y las listas de popularidad sino los festivales musicales. Aparte de las apologías o las críticas, extremas ambas, sobre este modelo de identificación de posibilidades de mercado de bandas y géneros, a la vez que de inclusión y de muestrario, en la escritura hispanolatinoamericana el asunto no ha instado a la necesaria reflexión.

Prometo algunas aproximaciones más dedicadas al asunto en otras entregas, pero volvamos a los inicios de nuestro siglo actual. Dos festivales, en este caso de música electrónica, servirán de referente. Love Parade en Berlín y Sónar en Barcelona, los cuales abren una puerta nueva de la integración entre escenas consolidadas como negocio y proyectos desde la alternativa cultural. Aquí se podría identificar la serie de pasos que se toman hacia la consolidación de una nueva economía musical que hoy está perfectamente establecida, como lo demuestra la proliferación de toda clase de festivales, el modo más simple de vender música actualmente, y toda la parafernalia que la acompaña: comida y ropa a través de marcas de comida y de ropa, por poner un ejemplo.

Lo que me interesa resaltar de esos ejemplos es que para poder legitimarse, para poder mostrar en su momento que eran proyectos que se diferenciaban del negocio por el negocio en la música, y que aunque no podían basarse enteramente en la integridad artística del común, sí que tenían mayor margen de integración de lo diverso, que es diferente. Se inaugura un momento quizás muy breve, un chispazo de corta duración de lo que pudo haber sido una constante y un desarrollo de otro tipo de inclusión. Los primeros años de Sónar en Barcelona, por ejemplo, inmiscuyeron en ese ejercicio inclusivo de escenas a las pequeñas labels y a los proyectos muy minoritarios de artistas, para comprobar más tarde que fue mitad proyecto de amplitud del panorama y mitad estrategia de consolidación comercial para que a todo mundo después no le importara nada aquello de “advanced music” que caracterizó el proyecto en sus inicios.

En Latinoamérica es obvio que no hubo nada similar, como lo he escrito antes y lo pondré más claro aún respecto al caso mexicano en una de las próximas entregas también. Aquí se operó de otra forma. De las escenas reducidas y muy precarias del rock underground surgieron dos o tres bandas que, cuando fueron firmadas, y digamos que ascendieron de la cultura independiente al mercado musical, se dio al mismo tiempo la desaparición de los espacios de la cultura independiente. Eso no fue casualidad, se cerraron los espacios y se cortaron las dinámicas que habían visto surgir a esas bandas, en parte, claro, para que no hubiese competencia, pero por otro lado para asegurar que la lógica de la adecuación de las creaciones culturales al mercado no se viera amenazada por la espontaneidad de otras opciones que pudiesen ser aprovechadas como alternativas divergentes de mercado. Eso en realidad fue suicida: por mantener un negocio cerraron las opciones de futuros negocios con las músicas, otra vez el plural.

 

2

A escala global el rock como género retrocedía en la preferencia de los públicos masivos y por ende en las prácticas creativas de las bandas. Si los ochenta habían comenzado con los rockeros latinos que apelaban a los sonidos europeos, como el post–punk, la new wave y el synth pop, conforme avanzaba la década “lo latino” se define más con el impacto comercial de la denominada  “world music” y los ritmos tropicales considerados la seña de identidad típica de lo latinoamericano, lo que se impone entonces sobre lo rocanrolero y lo deshebra. Desde la segunda mitad de los noventa vamos a ver aún más ese alejamiento del rock hacia sonidos no tanto híbridos o mestizos sino abiertamente mutados a partir del rock. El rock ya no se entiende como género sino como “tecno cultura pop” genérica.

Si hasta entonces las identidades juveniles respondían a una específica preferencia musical, ahora lo predominante es la identificación con tal o cual forma de vida ya sin pertenecer a una generación sónica. Las formas de vida conllevan ahora un soundtrack irreductible a un género específico y la creación musical va a responder a esta nueva exigencia de los receptores; una misma música ya no será ni unificadora ni representativa de ámbito social alguno, ni bastará para contener en sí los indicativos específicos de un tipo de gusto, sino que cada creación musical intentará hacerse de mayor escucha si cubre varios puntos en un índice que muestra la multiplicidad de elementos, como en un listado de casillas para llenar como encuesta y medir si tal cosa se acerca o se aleja de lo que cada quien considera apto para su “dieta cultural”.

Al no haber preferencia exclusiva relacionada con una generación, una posición social, una pertenencia grupal o tribal —claro, siguen existiendo los contornos que en el pasado funcionaron para delimitar el gusto musical pero se han hecho irrelevantes al momento de escuchar música— ya no hay identificación clara entre producto cultural y grupo social o gusto musical e individuo que asuma y participe en la diferenciación cultural de forma tajante —rockers y mods, como en Quadrophenia, punks y poperos como en The Great Rock & Roll Swindle—.

Se ha comprendido poco que esto no tiene que ver solamente con una ampliación del criterio del escucha para tornarse ecléctico por reconocimiento del valor creativo de muchos estilos musicales y aceptar abiertamente géneros musicales disímbolos, y tampoco que esta supuesta democratización no ha sido equivalente en el mercado musical que lo haya llevado a disponer una oferta enriquecida. La industria musical establecida siempre alimenta por un tiempo varios nichos de mercado a ver a cuál le atina, pero una vez que algo funciona comercialmente desecha lo demás y no vuelve a jugársela con ello; así han terminado unilateralmente con carreras enteras en la música desde que ésta comenzó a grabarse y comercializarse; todo el tiempo durante la historia de la música grabada ha sido así.

Nuestro tiempo no es diferente a pesar de la proliferación de nichos de mercado, de forma de reproducción musical y, de hecho, lo que vivimos es al contrario, mientras los gustos musicales se amplían —no estoy seguro de que se democraticen— el mercado se aferra a géneros probados y sólo da entrada a los géneros nuevos entre toda esa proliferación que confirmen y que reconduzcan a la forma en que la industria musical está acostumbrada a trabajar. Tal es el caso por, ejemplo, del hip hop, el trap y el reguetón actualmente, innovan en lo musical, quizás —estoy seguro de que lo hacen—, pero eso no se traslada a las operaciones comerciales de quienes negocian con esas músicas, por eso oímos quizás lo que menos innovador es; pasó lo mismo con el rock, con el techno y hasta con la ranchera y la música de banda: lo que más escuchamos es lo que es más cómodo de manejar respecto al modo estándar de operar de la industria musica; la industria opera con el mínimo esfuerzo a la hora de ofertar música.

Vayamos a la parte que tiene que ver con el escucha, con ese receptor y consumidor de los productos musicales que ha ampliado su campo de preferencia y desarticulado los viejos límites de la pertenencia a una identidad construida a partir del gusto musical. Lo que ha cambiado, y sí, mucho, es la forma de escuchar la música, la forma de reproducir(se) la música, el elemento propiamente técnico al alcance individual. Recordemos lo obvio, los sesenta y los setenta fueron la época del disco de vinil y la radio; los setenta van a seguir con la radio pero introducen el casete —el 8–track no cuenta, fue un formato muy poco difundido—, de ahí que los ochenta serán los del walkman y el videoclip, o sea la TV, por lo que la escucha radiofónica  comenzaría su retirada en esa década.

Lo que me interesa recalcar aquí es que la difusión y divulgación musical pasa de la selección mediática —el programador de las rolas como principal ejemplo— hacia la selección personalizada; desde que nos hacemos nuestras compilaciones en casete, luego en CD hasta llegar a los primeros reproductores digitales. La preferencia musical se hace, digamos, más promiscua —coexisten muchas músicas diferentes en nuestros dispositivos— y al mismo tiempo aislada, ya que los audífonos ya no comparten la música al exterior, la radio se escuchaba como entretenimiento familiar, la rocola se oía en los bares o fuentes de sodas, el estéreo del coche lo escuchaban los dos o tres o acompañantes.

El tocadiscos quizás es el primer sistema personalizado; fue portátil al principio y se oía junto a otros, luego venía incluido en las consolas, que eran todo en uno: radio, tornamesa y casetera, pero luego ya con los equipos más sofisticados hi–fi se convirtió en un aparato elegante y costoso para el estudio personal, ahí aparecen los audífonos. Recordemos la publicidad de los tocadiscos y de los amplificadores y bocinas en los años setenta, se mostraban como el equipo que tenía alguien con un espacio dedicado en casa exclusivamente a la discoteca personal y al lujo burgués, la alfombra, el whisky y el tocadiscos en un rack brillante.

Esto coincide con el gran momento de la radio FM. Las estaciones por género comenzaron a existir a mediados de los años setenta  y se afianzan a comienzos de los ochenta. Mucha de la producción musical comenzará a hacerse específicamente para cierto tipo de estación radiofónica y los géneros musicales florecerán o irán desapareciendo precisamente en relación con el rating radiofónico que alcancen. Por eso la radio será desde finales de los setenta un medio de difusión de las músicas juveniles y los “viejos” géneros pasarán a la radio especializada, cultural o abiertamente retro.

Será el mejor tiempo de la música como experiencia sónica compartida, pero al aparecer el walkman y volverse preponderante  ya entrados los ochenta sucede la verdadera revolución de la escucha musical, no del escucha, ojo, sino de la forma de oír la música según el nuevo aparataje dispuesto para ello. Con la casetera portátil uno va atendiendo a su propia selección musical porque a menudo escuchará compilaciones que uno mismo grabó en el casete, ya sea de la radio o de discos; el selector musical será el mismo escucha y hasta una especie de productor musical al definir cuáles canciones y en qué orden. Luego será  un ejercicio de escucha solipsista a través de los audífonos, de tal forma que nada hay que justificarle a los demás; el salto entre canciones, entre géneros, la indiferencia como preferencia o la preferencia indiferente se convierte en un espacio sónico a defender o cuando menos permite ignorar cabalmente el espacio del otro. Nadie escucha lo que vienen escuchando los demás; mientras transita por las calles o en el transporte público el walkman procurará un placer único al convertirse a la vez en un reducto en un medio ambiente sónico, en una aventura individual, una constatación sonora de que el yo no necesariamente tiene que confundirse en el nosotros.

 

3

Cuando se piensa que el rock ha tenido siempre que luchar a contracorriente para ser difundido se apela a una falsedad. Por el rock es que en los países de la cultura pop hegemónica desde los años sesenta, y sobre todo en ese periodo que va de finales de los setenta a inicios de los ochenta, se va a reestructurar todo el aparato cultural de la radiodifusión a escala global y verá la llegada del videoclip, la TV por cable y el canal dedicado 24 horas a difundir estos videos revertirá el sentido del fenómeno rock, expandido a otras músicas que ya no son rock. El rock será el modelo cultural que adopte la música en general para difundirse, será el videoclip el médium y los mensajes —los géneros— pasarán a segundo plano. Los rockers, los poperos, los gruperos, los cumbieros y hasta los músicos clásicos van a utilizar el videoclip para llegar a las audiencias, así se da la primera gran equiparación cultural de los estilos musicales.

Esto se extrema con la llegada del aparato de reproducción personal, individual, privado, que pondrá en juego de forma más radical esa multirreferencialidad, sobre todo cuando aparecen los dispositivos digitales y su capacidad de almacenamiento, pero sobre todo que permiten que la reproducción se haga al azar, que no haya “elección” propiamente. Así se destruye no sólo la linealidad del álbum creado por el artista, sino la preeminencia del estilo musical, que estará ahí apenas los minutos que dure el tema; se hace “shuffle” del gusto propio, me atrevo a decir que propicia inclusive el cuestionamiento sobre la preferencia estética de cada uno de nosotros como escuchas. En el plano mediático se considera democratización del gusto, en el plano de grupo social una muestra de tolerancia por respetar  la circunstancia que lleva a cada quien a sus elecciones musicales, y en el personal, íntimo, permite a la vez la diversificación de la identificación exclusiva. No sólo la cultura rock será el modelo a seguir por toda la industria musical en este sentido, la cosa es más amplia, es toda la industria de bienes culturales la que se modificará a partir del modo en que el negocio de la música se transformó con el iPod y el reproductor de mp3, incluyendo el cine y la televisión, como vemos ahora en YouTube.

Prácticamente todo fenómeno cultural actual está imbuido de algo que comenzó con el MTV en los años ochenta y la preeminencia de lo visible como complemento y luego como sustitución de lo demás; pasó del ámbito de la música a diseminarse por todos lados y hoy incluye moda, cocina, hobbies, expresiones individuales y grupales, posturas políticas, radicalismos de todo tipo en el veganismo, el ciclismo, las cuestiones de género y demás. De hecho, esto queda claro precisamente en los festivales musicales que intentan ser atractivos para todas las posiciones posibles en estos campos, partiendo de una oferta musical diversa que sirve en todo caso de pretexto para reunir a esa masa de “comprometidos” con la causa de su preferencia.

Igual que en Facebook o en Twitter, en los que, parafraseando a Milan Kundera, le imponemos nuestro yo a los demás escribiendo de forma vehemente sobre nuestras posturas respecto de todo lo que se nos ocurra, empezando por nuestras canciones preferidas,  es el triunfo de la cultura rock, después de todo, o cuando menos de algo que ésta puso a circular desde el día en que las juventudes generaron y transformaron su energía individual y la hicieron común, política, gracias a Elvis, los Beatles et al. De cierta forma se ha cumplido el sueño del rock, pasar de la rebeldía de sus primeros tiempos al compromiso social “progresista” que animó su conversión en forma de arte, en cultura compartida, en proyecto de expresión de los ámbitos marginados y de ahí en un negocio y referente universal de éstas y otras apuestas.

Permítanme aún llevar más lejos esta digresión, pero al buen entendedor le resultará razonable. Últimamente me gusta recordar que Steve Wozniak cobró su parte de Apple y se retiró para promover el heavy metal a comienzos de los ochenta. Reunió a los incipientes Motley Crew con los experimentados Judas Priest y así a muchas más bandas norteamericanas e inglesas de varias épocas en su festival US, que es el antecedente de Coachella y Lollapalooza en California. En su momento perdió lo que invirtió y sus críticos consideraron que había fracasado en el intento, pero unos años después lo que de ahí surgió es un mercado permanente en el tiempo, que hasta la fecha es alimentado por adolescentes de nuevas generaciones unidas a las anteriores, y entre las dos siguen comprando discos de Van Halen y de Ozzy Osbourne.

El heavy metal desde los años ochenta, los mismos del walkman, del MTV, de la sociedad de mercado y del individualismo a tope, es uno de los campos de la cultura rock que no cesa de regenerarse a partir de sus orígenes diversos, independientes, underground y a la vez de su gran éxito comerical como catálogo interminable de productos viejos, históricos y a la vez nuevos y múltiples, en un mercado que se retroalimenta de sí mismo y se amplía. El metal es hoy un campo de experimentación abierta y radical en la música a la vez que un sesgo comercial reiterativo, paradoja que lo enriquece. Así se genera un mercado y una cultura que coexisten al mismo tiempo, cada cual por su camino, a la vez cruzándose y negándose. Aceptación y contrariedad entre mercado y acción artística alternativa. El otro Steve de Apple, Jobs, pocos años después nomás inventó el aparatito en donde todo eso mismo iba a traducirse y concentrar no el heavy metal del festival de Wozniak, sino cualquier cosa que cada uno de nosotros considerara relevante en la historia de la música universal. ¿El heavy metal y su principio ecuménico y el procesador ARM 7TDMI a 90Mhz del iPod original serían los responsables del más importante giro cultural de la historia de la humanidad hasta ahora?

Continuará.

Ángel Sánchez Borges



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Robo, Misterio y Resurrección: Charly y su Yamaha CP70 (II)

En 2006 el paradero del Yamaha CP de Charly era una incógnita. Hasta hace meses: un combo de casualidades hizo que se iniciara su fina restauración. Seguimos con la historia que hemos empezado ayer, sobre el susodicho Yamaha CP70 de Charly. Por Roque Di Pietro Durante 1987 el CP se guardó y todas sus prestaciones fueron reemplazadas por el sintetizador digital Yamaha DX7 (presente en el set de García desde los shows de Piano bar ). Regresó en los primeros meses de 1988, en la despedida del ciclo Parte de la religión en Obras. No obstante, el CP de esos Obras tenía un tapizado color blanco (se lo puede ver en “Viernes 3 AM”, por ejemplo) y fue un préstamo de Fito Páez; no será la única vez que el rosarino le preste el Yamaha a su ídolo.  En 1989, el CP de Charly volvió a escena durante las presentaciones de Cómo conseguir chicas : lo utilizaba en el tema 1 del show, “ De mí ”, adelanto de su futuro álbum. En 1990, fue una presencia clave para los conciertos de Filosofía barata

Ideario del arte y política cabezona

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"La desobediencia civil es el derecho imprescriptible de todo ciudadano. No puede renunciar a ella sin dejar de ser un hombre".

Gandhi, Tous les hommes sont frères, Gallimard, 1969, p. 235.