En las venenosas puertas de la paranoia, los neurocirujanos quieren más, y el hombre esquizoide resucita en un remaster tecnológicamente aggiornado en el ahora menos futurista siglo XXI. Algo parecido a la memorable, perturbadora portada de un hombre que grita en una mueca digna del esquizoide habitante del siglo XXI. Viajamos con momento donde, queramos o no, volvemos a extraviarnos continuamente por esos paisajes sonoros inauditos pero en aquello que llamamos "realidad", como si escucharamos "Twenty First Century Schizoid Man" primera vez, chocando abruptamente contra esas contracturas esquizoides que son parte del costumbrismo de nuestro nuevo siglo, flotando por esos campos abiertos amenazados de pronto por una nube negra, viajando a través de la noche amenazante que viene a desembocar en arrollos cantarinos... y tantas otras cosas para las que no encuentro palabras. El neoliberalismo, como teología política del capitalismo, ha permeado los resortes espirituales, morales y jurídicos de las sociedades occidentales, hasta el punto de que hoy resulta ser la cultura dominante, una cultura que hace que aquel "Hombre Esquizoide del Siglo XXI" sea realidad en pueblos individualistas y egoístas, en mentes fragmentadas y perturbadas, en políticas racistas. Ya el fislósofo Zygmunt Bauman alertaba sobre la "Cegera Moral", la insensibilidad moral y el deterioro moral progresivo que ya es la característica distintiva de nuestro tiempo.
Digámoslo de una vez: una de las poquísimas bandas (¿tres? ¿cuatro? ¿cinco?) que pueden justificar por sí solas la total existencia de lo que se dio en llamar movimiento rock. Creo que puedo ser suficientemente objetivo al respecto: es verdad que hay algo de mi propia educación sentimental (mi educación sentimental no pasó por los Sex Pistols, ni por los Ramones, ni por Madonna, ni por Back to the future, ni por The Breakfast Club... ¿qué quieren?). Yo me hice alguna idea del mundo y de qué tipo de posibilidades existían y de dónde estaba parado y de dónde quería estar parado y de dónde ni por todo el oro del mundo quisiera estar, gracias a un puñado de experiencias artísticas, a saber: ver La chinoise siendo un púber; ver Muerte en Venecia ídem; que un compañero de secundaria me pasara Artaud de Spinetta; quedarme detenido en el mood y en la letra de Tango en segunda... y cuando me compré el cassette Lizard de King Crimson y lo escuché de un tirón con la luz de mi pieza apagada. Podría agregar algunos episodios más o algunos descubrimientos más recientes, pero con esto que acabo de enumerar estaban más o menos definidos mi horizonte de expectativas y mis aspiraciones.
Pero a pesar de tratarse de mi educación sentimental, yo puedo también distanciarme de todo eso, de la pubertad, de mis amigos (y enemigos) del Mariano Acosta, y reconocer cuando algo suena bien, aunque no forme parte de mi información básica. Y desde esa distancia puedo decir también que King Crimson es -a secas- una de las mejores bandas de todos los tiempos, prescindiendo de toda subjetividad. Todos le deben algo: desde Radiohead hasta Mars Volta, pasando por Morphine y cualquier banda de hard rock que se haya propuesto no sonar simplemente tosca.
Vivimos tiempos extraños en los que quienes desprecian lo público son encargados por el pueblo para regir sus destinos; quienes abjuran de los bienes comunes, detentan el poder de administrarlos; quienes repudian la democracia formal ganan elecciones y son encumbrados a las más altas magistraturas.
Situación que deviene de un pensamiento que un día se desoparramó desde los Estados Unidos, de la mano de Milton Friedman, que comenzó a infiltrarse en los departamentos de economía de las universidades y en los gabinetes de los gobiernos federal y estatales. Su base de operaciones se instaló en eso que se llamo "Escuela de Chicago" y desde allí impartió doctrina al resto del mundo, con aplicaciones tan ruines como el Chile de Pinochet, donde los chicago boys administraron sin restricciones su política económica, al igual que en todas las dictaduras de América Latina.
Tantos años de instilar su esencia
en el alma de nuestra sociedad, acabó por hacer natural el
instinto del fascismo, de la violencia. Hoy día, en todos lados del mundo el discurso fascista no solo es permitido sino que es asumido por partidos (que en general viran irremediablemente hacia la derecha), medios de comunicación y la opinión pública, haciendo el juego y preparando el terreno al monstruo. No debe extrañarnos, pues, que una parte no desdeñable del pueblo, con especial mención a un estrato de jóvenes de clase media, coqueteen con el fascismo, aún sin llamarlo así, aún sin saber las consecuencias que tiene, aún sin ser plenamente conscientes de qué significa aquello que apoyan. Ellos
siguen sin entender lo que pasa, ya desconfiados de los reyes y las
princesas de los cuentos (¿y cómo no sospechar de un virus con corona si
mientras en casa no alcanza la comida para todos?).
Y otros, en mejor situación económica, se manifiestan, militan, marchan –o
mandan a marchar mientras se quedan seguras en casa, como sucedía en las épocas de San Martín- condenando las
vacunas, asegurando que el virus no existe, desparramando infección y
odio visceral en el aliento, con la sensación final de que marchan
contra el pobre, el desamparado, el confinado a los márgenes.
Raros tiempos vivimos. Donde se montó una ideología etérea, indefinida, que abarca todos los estratos sociales, y que hablan de libertades y actúan como fascistas. Cada vez que hablan de libertad dibujan un futuro sin independencia y sin democracia, y esa es la consigna para su banderazo libertario: denunciar una cuasi dictadura comunista, pero es el mismo grupo que apoya la mano dura, esa que se ensaña con la muerte de los pibes, porque falta Facundo Astudillo y Santiago Maldonado y tantos otros pibes y nadie en esas marchas "libertarias" les dedicó una gotita de su memoria. Como si hubiese habido aislamiento o cuarentena para el mosquito en los campos, ese avión que llueve veneno en los pueblos, sobre los pibes y las escuelas. Pero en las marchas de las libertades nadie pidió por ellos.
Raros tiempos de la desestructuración de la conciencia, que evidencian la crisis de la política como crisis civilizatoria. Una de las protagonistas de la manifestación anticurentena fue la flamante agrupación "Médicos por la Verdad", que salió a defender que la gente pueda tomar dióxido de cloro, la sustancia causante de, por lo menos, dos muertes y media docena de intoxicados en el país. Lo hacen con la bandera argentina (o la del país que sea) y bajo el pretexto de homenajear a la versión Billiken de San Martín (o el héroe patrio que corresponda). Si conocieran al verdadero Libertador, actuarían posiblemente como lo hacía su contemporáneo Bernardino Rivadavia, con el que se despreciaban mutuamente porque igual que ahora expresaban dos proyectos antagónicos, más aun sabiendo que probablemente San Martín fuera hijo de Rosa Guarú, una india. Sería, seguramente, un negro de mierda.Hoy notamos que los principales dogmas del neoliberalismo que una vez bajó desde EEUU se ha impuesto, no solo en economía, también en política y cultura. El mundo actual considera mala la intervención pública en la economía, por eso se ha eliminado la empresa pública; considera perniciosos, casi un latrocinio, los impuestos, por eso se han bajado al capital y a las grandes rentas, atrapados en el espejismo de la teoría del derrame, el falaz "trickle down effect", según el cual el aumento de la riqueza en las capas altas de la población, por "goteo" aumenta la riqueza general. Amputados los dos brazos a los Estados: empresas públicas e impuestos al capital y rentas altas, solo pueden reducir los servicios que prestan o apelar a la generosidad de las empresas y las élites para sostener un orden social mínimo. Ni hablemos de Vicentín, por ejemplo... ¿Cuáles son las posibilidades reales de transformación de la vida pública de cara a la herencia de un Estado sitiado y fragmentado, socavado desde afuera y desde adentro, desde arriba y desde abajo?
No menos importante es el fenómeno de trivialización de lo público donde la praxis política se asume como espectáculo degradante y sus élites se muestran teatralmente como parodias de sí mismas (Berlusconi, Macri, Trump y Bolsonaro como síntomas visibles de un síndrome más amplio). La carencia de brújula y referentes sociales prepara nuevos monstruos (o los mismos viejos, maquillados para el espejo del presente).
Este nihilismo, que configura la devaluación y vaciamiento del pensamiento utópico, es el trasfondo de la crisis política como praxis ideada para la transformación de la sociedad y la resolución de los problemas públicos. Ello marcha a la par de una pérdida de fe en el Estado como macroestructura institucional detonadora y dinamizadora del cambio social. El ideal absoluto y liberal del progreso –siglos XVIII y XIX– y del desarrollo –como su secuela a partir de la segunda mitad del siglo XX– también fueron erosionados y diezmados en las últimas décadas ante el fundamentalismo de mercado y la entronización del individualismo hedonista. Privilegiando con ello no la resolución o erradicación de los problemas públicos, sino su gestión y contención focalizada y paliativa (“lucha contra la pobreza”, “combate a la corrupción”, “guerra contra el narcotráfico”).
Michael Foucault, aquel filósofo que analizó entre otras cosas los discursos de verdad en términos de tecnología política alega que la principal característica de la racionalidad política radica en la "integración de los individuos a una comunidad o a una totalidad que resulta de una correlación permanente entre una individuación cada vez más extremada y la consolidación de la totalidad". ¿Cómo será posible ello si el común es la desfragmentación cada vez más acelerada?. Donde la sociedad está formada por un conjunto de esquizoides individualistas en plena crisis de sentido que no confían en lo conjunto, que está frustrado social e individualmente, en la resolución de los problemas sustantivos y cotidianos de la vida social. Abriendo las puertas a nuevas monstruosidades que pugnan por nacer, al mismo tiempo que una nueva época pugna por nacer, es necesio recordar las frases de Gramsi, para disponerse a pasar y sobrevivir en la noche de los monstruos hasta la llegada del alba. Decía Antonio Gramsci en sus tiempos respecto a la aparición del fascismo "El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos".
Y hoy el monstruo no es otro que aquel "Hombre Esquizoide del Siglo XXI", es parte de nosotros mismos, de nuestra crisis civilizatoria que vivimos y soportamos todos los días.
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