Por esos años, en nuestra ciudad de Buenos Aires y alrededores, existían los famosos Bailes de Carnaval, 8 Grandes Bailes 8. Allí, una verdadera multitud concurría a los clubes más conocidos a bailar y ver a sus artistas favoritos, esos que uno veía por la tele, en las películas o escuchaba por la radio. Se podía bailar, cenar, jugar con papel picado y un poco de agua y escuchar música, todo a muy bajo costo. En los escenarios, se veía, desde temprano hasta entrada la madrugada, a una infinidad de artistas populares que uno no solía ver durante el año. Convivían varios estilos de música, actores cómicos, presentadores estrellas, imitadores y payasos. Lo cual significaba una enorme fuente de trabajo para una infinidad de trabajadoras/es de las culturas.
Pero, en marzo de 1976, derrocan al Gobierno, golpe de Estado mediante, y se instaura la más salvaje de las dictaduras. Una de las primeras medidas que toma el Gobierno del General Videla es la prohibición del carnaval, cerrándole la puerta a la alegría popular y dándole la llave a un demonio casi desconocido. Un demonio que ya nos había visitado antes, pero, esta vez cargaba más odio que nunca.
En el carnaval andino, la ceremonia más importante es el desentierro y el entierro del diablo de carnaval. Uno lee estas definiciones, recuerda lo que ocurría por esos años y no puede detener el sinnúmero de temblores. Se pregunta, por enésima vez: ¿Por qué tanta desgracia junta, por qué organizar un festival constante de la tragedia y ser tan prolijo con los tristes detalles? Preguntas que sigo haciendo por los bares, las noches y las plazas. Respuestas que sigo aguardando desde los oscuros tribunales y los juzgados.
Las/os artistas, en general, y las/os músicos, en particular, siempre, reclamaron el regreso del feriado de carnaval por todo lo que significaba. Ni bien volvió la democracia, todos los años y desde distintas instituciones se pedía esa apertura, que iba a significar alegría y trabajo, dos patas de la dignidad.
Con el decreto 1584/10 se restableció ese derecho, con lo cual, a partir del año 2011, volvió a considerarse Feriado Nacional, mediante la firma de la entonces presidenta Cristina Fernández.
Cuando se habla de la grieta, esa definición literaria que, seguramente, habrá surgido por estos lugares desde los tiempos de la sangrienta conquista, siempre quedan, desde lados diferentes de la mesa, los contrincantes. De un lado, los sectores populares con sus festividades y representaciones; del otro, el endiablado poder real que, aún, no hemos podido enterrar en ninguna ceremonia carnavalesca. Durante varios años, se escucha música, se danza, escuchamos risas, voces sentidas, relatos que asombran. Pero, luego de un sacudón violento, oscurece, los ruidos del terror aturden y la música cambia de rumbo, no se apaga. Pero, son bandas militares o policiales las encargadas de ensuciar cada nota, cada acorde. Son, quizá, artistas surgidos en nuestros barrios los que salen a cantarle loas a la corte, a ponerle música de fondo a los dolores ajenos, a la aberrante tarea de ganar dinero a costa del sufrimiento.
Cuando se realizó ese golpe, yo era un pibe de 19 años, con formación política, que leía Historia Argentina y conocía estas idas y vueltas del país. Estudiaba guitarra en la escuela de Walter Malosetti, quien se esforzaba todas las semanas para transformarme en un buen músico. Proporcionaba las herramientas como para serlo y, lo más importante: sabía transmitir el deseo de expresarse, de mirar al instrumento como una prolongación del cuerpo, de ser uno mismo a través del arte. Recuerdo salir de su escuela, con todas las ínfulas que da el conocimiento, pero, al caminar dos cuadras sentir el agobio de la realidad, mirar esas calles deprimidas que ya no querían contar nada ¿Adónde iba a hacer música si todo era tragedia?, ¿qué podía expresar con la guitarra si esta sólo lloraba, como decía aquel tema de Los Beatles?, ¿cómo iba a iniciar una carrera musical en un país manejado por una banda de criminales que sólo sonreían frente a los cadáveres?
Una vez, salí de esa escuela a la tardecita, estaba ubicada en la calle Virrey Cevallos. Caminé junto a otro alumno hasta la esquina y nos detuvo la policía. Portación de rostro distante, pelos largos, mirada odiosa, sensación de hartazgo, lo suficiente como para que nos lleven a un lugar, a media cuadra, que parecía una oficina militar, justo frente a nuestra escuela. Estuvimos un rato y nos largaron después de revisarnos las guitarras y sus estuches, preguntar con asco e insultar porque sí. Años después, me enteré que, en los fondos de ese lugar, funcionaba un centro de detención clandestino. Hoy, se encuentra señalizado como tal. Es decir, que uno era intuitivo al saber que estaban demasiado cerca como para soñar. Uno estudiaba, tocaba, era feliz ahí adentro de ese refugio jazzero, pero, ahí, justo enfrente, había una embajada del infierno alimentando el fuego.
Iba a recitales de rock y, generalmente, terminaba preso por averiguación de antecedentes. Recorría cines donde daban películas de culto y, a la salida, era invitado a subir a vehículos policiales. Por ese entonces, tenía una novia que estudiaba Letras. Cuando encontraban, en su cartera, la libreta universitaria la discusión subía de tono, aparecían los insultos, la acusaban de puta, de roñosa, de comunista. A mí me gritaban que era un idiota por estar con una mujer así o que estaba ahí porque, seguramente, ella cobraba barato. La cuestión, que los dos íbamos detenidos al departamento de policía rodeados de seres repugnantes. Sentado en ese autito azul recordaba aquella frase de mi viejo: “en la vida hacé cualquier cosa, menos ser policía, antes de eso pegate un tiro y le hacés un favor a todos”.
Con los recuerdos de esa dictadura me pasa algo extraño. Cada vez que relato experiencias vividas por esos años, frente a la generación nacida en democracia, siento como que todas/os me creen por el peso del relato, por la manera vivencial en que lo transmito, porque da la sensación de que es una ficción exagerada, una mirada sesgada sobre una historia que no puede haber sido tan nefasta. Creo que, hasta nosotros mismos, no podemos creer que hayamos transitado por un túnel tan oscuro, largo, colmado de pantallas programadas para sólo pasar imágenes tristes, con parlantes viejos y desconados, que sólo hacían oír voces aterrorizadas.
Una cosa que, siempre, me ha dolido es saber que no hubo justicia, sólo simulaciones, puestas en escena para la clase media. No hemos sido lo suficientemente claros en el castigo a los culpables. No se ha educado con el ejemplo, mostrando a esos victimarios en caída libre, viendo morir sus días en cárceles comunes. Y, cuando digo justicia, hablo de encarcelar a todas/os las/os que participaron, no solamente a los que impartían órdenes, sino, hasta a aquellos de muy bajo rango. Soy un convencido que nunca vamos a construir un país en serio, mientras estén por sus calles los monstruos de la dictadura. Mientras sobrevivan, en los medios o en funciones, los que integraban el coro estable de la farsa, del desvío de información, de aquellos que justificaban esas atrocidades que nos resultan inexplicables.
Celebro que, en cada 24 de marzo, tanta gente joven marche en las plazas, salga a las calles y recuerde para despertar y despertarse, pero, debemos acompañar todas esas imágenes con la tranquilidad de saber que esos espacios estén limpios de carniceros. Que las ciudades, pueblos y barrios no vean un desfile de enmascarados que, ayer, supieron ser asesinos y, hoy, se disfrazan de corderos con carnet de jubilados.
Ahora que ha vuelto el carnaval, miremos bien a los disfrazados, no va a ser cosa que aprieten su pomo y nos manchen otra vez con sangre.
Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y miembro de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires). Vive en Villa Crespo, Comuna 15, CABA.
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