Revista Argentina de Musicología, Vol. 21 Nro. 1 (2020): 171-191
ISSN 1666-1060 (impresa) – ISSN 2618-3072 (en línea)
Hoy que las diferentes escenas del jazz contemporáneo muestran signos de relativa autonomía respecto a la historia canónica del género, la música del saxofonista y compositor argentino Leandro “Gato” Barbieri (1932-2016) cobra una significación pionera y fundacional. Con ella se abrió un diálogo entre el jazz y ciertos legados folclóricos y populares de Argentina y otras regiones de América Latina. Siendo ya una figura descollante en la escena del free jazz europeo, a partir del disco The Third World (1969) Barbieri protagonizó un giro radical en su música al lograr situarla en el vértice político y cultural de su época. Lo hizo mediante una serie de procedimientos e incorporaciones que le permitieron una construcción de sentido vinculada al clima de expectativa revolucionaria que por entonces se experimentaba en toda América Latina, entre los años 1969 y 1975. Las notas que siguen examinan las formas y los alcances culturales de lo que podría llamarse “el giro tercermundista” del músico argentino de mayor relevancia en la historia global del jazz.
La cuestión de la identidad cultural del jazz en la Argentina era algo impensable algunos años atrás, cuando la meta de todo jazzman local se cifraba en la adquisición de un saber que le permitiera interpretar con la mayor destreza posible los estilos de improvisación idiomática del género. Hoy el tema está en el candelero. Se lo habla y discute en las escenas de diferentes países, pero quizá, merced a la intensidad que la problemática identitaria siempre tuvo en nuestro país, con más persistencia entre los músicos argentinos de jazz. Seguramente no sea necesario agregar que entre los propios músicos no hay consenso respecto a qué cosa es o debiera ser un jazz argentino.[1]
Ahora bien, ¿es lícito extender la problemática al conjunto de la región, para preguntarnos si, más allá de las particularidades nacionales, podemos hablar de un jazz latinoamericano? El reciente libro colectivo dirigido por Julián Ruesga Bono Jazz en español. Derivas hispanoamericanas propone una historización de las prácticas jazzísticas en el mundo castellano-hablante, en sintonía con la idea de que “vivimos una época en la que los procesos de apropiación y adaptación no son algo marginal, sino centrales en la dinámica cultural”.[2] Sin embargo, el análisis de las diferentes escenas jazzísticas del continente tiende a legitimar un mosaico de particularidades regionales antes que a poner en relieve elementos en común, salvo que metonímicamente consideremos a la región del Caribe —de donde provendría, mutatis mutandis, ese Spanish tingle ponderado por Jelly Roll Morton y otros pioneros de Nueva Orleáns— como la totalidad de un jazz latinoamericano.
Con sus diversas aristas y derivaciones, el debate nos retrotrae a la figura y obra de un músico pionero en brindar una respuesta integral a la problemática identitaria del jazz en Latinoamérica: el saxofonista y compositor Leandro “Gato” Barbieri (Rosario, 28/11/1932 – Nueva York, 02/04/2016). Si hablamos del rescate del patrimonio cultural indo y latinoamericano en el contexto de un jazz de aliento multicultural, su nombre se vuelve insoslayable. La concientización política que Barbieri experimentó a lo largo de los años 60 contribuyó a generar las condiciones de posibilidad para imaginar y producir una práctica jazzística que, sin desconocer la tradición encarnada en los sujetos afrodiaspóricos,[3] pudiera resultar sensible al problema identitario del jazz fuera de los Estados Unidos. Si, como ha escrito Stuart Hall, la identidad es más un posicionamiento que una adhesión fija a un lugar en nuestra relación con el complejo campo de los discursos ideológicos,[4] no podemos menos que reconocer que Leandro “Gato” Barbieri fue el músico argentino de jazz que de modo más extenso buscó ese posicionamiento en clave latinoamericana; o para decirlo con más precisión: en clave sudamericana, subrayando así una diferencia no menor con las derivas afrocaribeñas del jazz. Derivas que Barbieri también abordó de modo parcial —especialmente en los discos Chapter Three: Viva Emiliano Zapata! y Caliente— pero manteniendo con ellas una cierta distancia crítica, toda vez que las mismas parecían existir en función de la industria cultural norteamericana y sus etiquetamientos.El diálogo que la música de Barbieri abrió entre jazz y folclore no sería comprensible sin tener en cuenta la realidad sociopolítica de los años 60-70. Fue a partir de este diálogo con las tradiciones criollas e indoamericanas que Barbieri, siendo ya una figura sobresaliente en la escena europea del free jazz, logró reposicionar su música en el contexto cultural de su época. Lo hizo mediante una serie de procedimientos e incorporaciones que le permitieron una construcción de sentido vinculada al clima de efervescencia que por entonces se vivía en la región, y particularmente en la Argentina, entre los años 1969 y 1975. Si bien más tarde su música volvió a cambiar —creemos que de un modo menos interesante—, fue en la etapa que él mismo denominó “tercermundista” que “Gato” logró afianzar una identidad musical que enarboló —al menos en los recitales— hasta el final de sus días, otorgándole una singular significación en el jazz global.
Por cierto, Barbieri no fue el único músico de jazz argentino de alcance y fama internacionales. Incluso cuesta resistir la tentación de leer su trayectoria en paralelo a la del pianista, compositor y director Lalo Schifrin (Buenos Aires, 1932).[5] Barbieri fue saxofonista en su orquesta, allá por mediados de los años 50, cuando en la ciudad de Buenos Aires rivalizaban una música popular moderna —el jazz de los músicos citados, entre varios otros, y el tango nuevo de Astor Piazzolla— con una serie de tradiciones folclóricas y populares muy convocantes y, al menos en apariencia, impermeables a toda modernización estética. Poco más tarde, al igual que Barbieri, Schifrin desplegó una importante carrera en el exterior. Como pianista y compositor del trompetista Dizzy Gillespie supo dejar, a comienzos de los años 60, fuertes marcas en el campo del arreglo orquestal jazzístico, mientras que en términos compositivos, su suite Gillespiana devino hito en la historia del latin jazz. Pero Schifrin nunca fue un jazzman de tiempo completo. Él mismo lo reconoció en más de una entrevista: “El tema de (la serie televisiva) Misión Imposible me ha permitido hacer jazz. Es más, cuando hago conciertos me piden como bis ese tema. Me posibilitó hacer muchas otras cosas”.[6]A la hora de considerar aportes artísticos e improntas personales, “Gato” destaca por su enorme originalidad. Esta no solo reside en la expresividad de su sonido abrasivo y su inventiva como improvisador, sino principalmente en la manera con la que fusionó una amplia gama de folclores latinoamericanos con la improvisación “libre” y modal de los años 60 y 70. En ese sentido, fue hijo pródigo de su tiempo. Buscó conscientemente participar en lo que alguna vez él llamo “una guerrilla musical”.[7] De esta manera dejó atrás la música que venía haciendo hasta ese momento, logrando que el sintagma “Tercer Mundo” ingresara en el horizonte lingüístico del jazz con un sesgo latinoamericano.
Como en el caso de Schifrin, el jazz también posibilitó que Barbieri hiciera “otras cosas”: el tema principal del film Last tango in Paris (Último tango en París) le brindó un gran respaldo económico, extendiendo su fama más allá de los círculos jazzísticos.[8] Asimismo, unos años más tarde su versión de “Europa” de Carlos Santana gozaría de gran éxito comercial. Pero lo que aquí nos interesa explorar es el período de epifanía folclórica del músico, cuando a manera de alquimista sonoro puso a dialogar ciertos localismos latinoamericanos con la improvisación jazzística. “Yo hago música, música tocada por un músico de jazz”, explicaba en 1971. “Dándole colores nuevos a ciertas cosas, tratando de dar un poco más de vida al folclore”.[9]
En la línea de tiempo de la biografía de Barbieri, el clivaje político se sitúa en un contexto de intensa politización de la cultura. Hasta ese momento, el jazz parecía ser una de las escasas prácticas artísticas de Argentina que, más allá de casos aislados,[10] habían permanecido relativamente ajenas al influjo de las utopías revolucionarias. En este sentido, no puede obviarse la paradoja implicada en la situación de un músico argentino que finalmente descubría su “destino latinoamericano” a partir de su trayectoria internacional, después de algunos de años de radicación en el exterior, como si la distancia en la mirada hubiera terminado de incluir “lo propio” en su campo visual.[11]
Resulta entonces pertinente preguntarnos por aquellos motivos profundos que ya no solo produjeron el despertar político del joven Barbieri (al fin y al cabo, no era el primer músico argentino de jazz afiliado al Partido Comunista)[12] sino que además lo convencieron de la necesidad histórica de desarrollar una variante tercermundista del jazz. En otras palabras, ¿cómo fue que el brillante solista ubicado en la senda trazada por Charlie Parker se convirtió en forjador solitario de un discurso sonoro en el que, a primera escucha, podían advertirse tanto las líneas de fuerza de la improvisación jazzística moderna como una variada gama de temas, timbres y ritmos latinoamericanos?En sus años argentinos, “Gato” no había prestado ninguna atención ni al tango —con excepción de las trayectorias de Osvaldo Pugliese y de Astor Piazzolla—, ni al folclore de las provincias. Incluso dentro del jazz su rango de preferencias era un tanto acotado. La irrupción del bebop, que en Buenos Aires chocó con el tradicionalismo enarbolado desde 1948 por el Hot Club, lo había seducido completamente. Mudado de muy joven de Rosario a Buenos Aires, en 1960 ya había abandonado el saxo alto a favor del registro tenor y su nombre figuraba entre los fundadores de la Agrupación Nuevo Jazz.[13] Para esa fecha, Barbieri era un músico conocido y respetado en la Argentina, una atracción en Le Roi y Jamaica, por entonces los dos clubes de jazz más importantes de Buenos Aires. Primero en el grupo Jazz Casablanca y luego en la orquesta de Lalo Schifrin, había sabido capitalizar el paso del alto al tenor, al fragor de sus nuevos modelos: Sonny Rollins y John Coltrane. Aparentemente, el desencadenante de ese pasaje había sido una jam session en la que alguien pidió que sonara un saxo tenor en lugar del alto. “Gato” se ofreció para cubrir la vacancia.
Su participación en la banda sonora del filme de 1962 El perseguidor, basado en el cuento homónimo de Julio Cortázar, documenta su interés por la música de Charlie Parker, pero la creciente “tenorización” del jazz moderno a lo largo de los años 50 lo ayudó a reafirmar su relación con el que sería el instrumento de su vida. A diferencia de muchos saxofonistas que alternaban los registros tenor y soprano, o con menos frecuencia tenor y alto, “Gato” selló con el tenor un pacto irrevocable. En algunos conciertos bien recordados —especialmente el del Aula Magna de la Facultad de Medicina de 1960— y en una serie de incontables jam sessions en las boites porteñas, su firma sonora se volvió idiosincrásica.[14]
Del descubrimiento del free jazz a The Third World
Fue por entonces que llegaron a oídos de “Gato” las primeras informaciones sobre el cuarteto sin piano del saxofonista Ornette Coleman y los frenéticos combos del pianista Cecil Taylor, así como el disruptivo itinerario de John Coltrane, recién desvinculado del quinteto de Miles Davis. El estilo emergente se llamó free jazz o new thing.[15]¿Qué de nuevo había en “esa cosa nueva”? Por lo pronto, una consciente desobediencia de la mayoría de las reglas —especialmente las de la armonía funcional— con las que hasta entonces se venían tocando los diversos estilos del jazz. El tiempo metronómico fue reemplazado por capas rítmicas que no necesariamente coincidían con puntos estructurales. Los solos instrumentales estaban relativamente “liberados” de las secuencias armónicas y de segmentos melódicos preestablecidos. Varios instrumentos empezaron a ser ejecutados con técnicas expandidas, en busca de sonoridades inéditas. De todos modos, el panorama del nuevo estilo era amplio, remiso a ser reducido a un determinado sistema. La impresión habitual de que la nueva música “carecía de melodía” no era del todo correcta. Por ejemplo, “Lonely woman” (1959) es una balada de Coleman de lineamientos melódicos definidos, y los solos de Don Cherry solían partir de temas breves que se reiteraban o modificaban levemente.
En cuanto a su relación con la historia del jazz, el free no rechazaba completamente la tradición del género. La recuperación de la improvisación colectiva era un guiño a la festividad dionisíaca del viejo estilo Nueva Orleáns, si bien a su polifonía consonante el free le contraponía una textura de voces imprevisible, en la que convivían consonancias y disonancias de modo intenso.[16] En estos y otros aspectos, el nuevo jazz abría un frente avant-garde en una música de raíz popular. Podríamos decir que, en tanto vanguardia que amplió culturalmente las fronteras del jazz, el nuevo estilo alentó procesos de hibridación más allá de los Estados Unidos. Alentó, por caso, que el folclore ingresara al mundo musical de “Gato”.Articulado a las luchas por los derechos civiles —en la conciencia de los músicos negros de free jazz, Malcolm X terminaría por suplantar a Martin Luther King—,[17] el free expresaba un discurso de reivindicación racial de gran firmeza política. ¿Cómo no ver en su combustión sonora alguna relación con el Civil Rights Act de 1964? En definitiva, el free jazz era “la reapropiación —y las transformaciones que ella requería— por los negros americanos, músicos y auditorios, de una música que originalmente fue de ellos, y que nació en las condiciones históricas, sociales y culturales —exportación, esclavitud, miseria y racismo— a las que fueron sometidos”.[18]
Impresionado por las transformaciones que estaban sucediendo en (con) el jazz, “Gato” entendió que había llegado otro momento de cambio en su vida. Previa estadía de seis meses en Brasil, a fines de 1962 el músico y su mujer Michelle se dirigieron a Roma, donde se relacionaron con el cine europeo —Michelle conocía personalmente a Pier Paolo Pasolini y a Michelangelo Antonioni— y el free jazz simultáneamente. Entre 1962 y 1969, “Gato” tocó y grabó con algunos de los músicos más relevantes del jazz europeo (en su mayoría, italianos y franceses), y participó en los filmes Appunte per un filme sul jazz de Gianni Amico y Orestiada negra de Pasolini. Al mismo tiempo tocó con algunos músicos estadounidenses, en especial con el cornetista Don Cherry, el contrabajista y compositor Charlie Haden y la compositora, pianista y directora Carla Bley. Con esta última, tocó en el ambicioso y en cierto modo mítico álbum Escalator over the Hill de 1971.[19] En cuanto a Don Cherry, la admiración que “Gato” profesaba por su música era ilimitada. Juntos grabaron los discos Togetherness (1965) y Complete Communion (1966). “Cherry era grandísimo, cuando estaba bien de los labios”, recordaría Barbieri. “Tocaba poco, no era un virtuoso, pero tres o cuatro notas de su corneta eran flores bellísimas”.[20]
La pregunta tácita de aquellos años era la siguiente: ¿podía el nuevo jazz, en principio enfrentado al gusto establecido, agitar al oyente, sacándolo de su lugar de contemplador pasivo e incitándolo a participar en alguna causa socio-política? Ese parecía ser el propósito de algunos conciertos de free jazz, un estilo que había crecido al fragor de las luchas por los derechos civiles de los afroamericanos y, al mismo tiempo —y especialmente en Italia y Francia, como lo testimonió el escritor y crítico argentino Carlos Sampayo—, en consonancia con los procesos de radicalización política en Europa.[21] Escribe el historiador musical Frank Tirro “Ahora que el ruido y el silencio se habían convertido en elementos de importancia, el oyente ya no podía quedarse de brazos cruzados”.[22]
Bajo los axiomas de la improvisación “libre”, Barbieri logró integrarse a un estilo prácticamente inexplorado en la Argentina. Lo hizo como sideman —en el caso de los discos con Cherry, en pie de igualdad con el cornetista—, pero también como solista. En 1967 In search of the Mistery salió por el sello independiente ESP bajo su nombre (al frente de un cuarteto que completaban el cellista Calo Scott, el contrabajista Norris Jones y el baterista Bobby Kapp), y al año siguiente volvió a encabezar un álbum —Confluence—, esta vez en formato de dueto con el pianista sudafricano Dollar Brand. Aquí aparecía por primera vez una cierta intención de tomar distancia, por vía de motivos melódico-rítmicos africanos, de la influencia predominante de los grandes solistas norteamericanos. Sin embargo, nada anunciaba con demasiada claridad un cambio tan político en la dirección de la música de Barbieri, excepto quizá la influencia cada vez mayor del cine. Y más concretamente del cine de un realizador como el brasileño Glauber Rocha.
Figura clave del movimiento Cinema Novo y autor de los films Barrabento y Deus e o Diabo na Terra do Sol, entre otros, Rocha era un artista bastante gravitante en el cine latinoamericano de la segunda mitad de los años 60. Su amistad con Barbieri, solo interrumpida por la muerte del director en 1981, contribuyó más que cualquier lectura o acontecimiento de la época (revolución cubana, Mayo francés, guerra de Vietnam, descolonización, Cordobazo, revolución cultural china, etc.) a la concientización política de “Gato” y al consiguiente giro que su música dio en 1969: “Glauber Rocha me hizo entender que yo, como subdesarrollado, tenía los mismos problemas, pero que tenía mis propias raíces musicales”.[23]
Grabado en Nueva York y editado por Flying Dutchman en 1969, The Third World incluye el tema “Antonio das Mortes”, una extensa paráfrasis sobre un motivo de samba brasileño inspirado en el personaje central del film de ese mismo año de Rocha O Dragão da Maldade Contra o Santo Guerreiro. El personaje Antonio das Mortes, que ya había aparecido en el film anterior del brasileño, muta de conservador a revolucionario, no sin antes perseguir sin cuartel a los cangaceiros, guerrilleros del sertão que luchaban por una distribución más justa de la tierra. El jefe de los insurrectos había muerto gritando “¡El poder del pueblo es más fuerte!”, frase que “Gato” repite en el disco. Este axioma, que podría compararse con el posterior “Para el pueblo lo que es del pueblo” de Piero/José y otros similares de la época, tenía su genealogía en una larga tradición de textos y cantos revolucionarios. “Gato” ya había tomado contacto con algunos de ellos —los de la guerra Civil Española, por caso, o la canción “Song for Che”— en los discos de Carla Bley y Charlie Haden.
Pero ahora el desafío era mayor, ya que la enunciación provenía de un sudamericano que interpretaba el género musical nacido en la superpotencia imperialista. Que las notas de contratapa de The Third World hayan estado a cargo del prestigioso periodista de jazz y derechos civiles Nat Hentoff fue un gran aval. Para Hentoff el hecho de que “Gato” hubiera nacido en “la ciudad del Che” era por cierto relevante. Más tarde el periodista repetiría el panegírico en Bolivia, el tercer disco de “Gato” para Flying Dutchman (el segundo fue Under the fire), agradeciéndole al productor Bob Thiele “for exposing ‘Gato’ to the world” [“por exponer a ‘Gato’ al mundo”].[24]
En 1971, frente al auditorio del festival de Montreux, en Suiza, el saxofonista revalidó los méritos de sus recientes discos, dando a su vez origen a otro registro, esta vez en vivo: El Pampero. Y enseguida, ya en estudio, siguió con Fénix. Este último se iniciaba con “Tupac Amaru” —una pieza de Barbieri que nada tenía que ver con el universo incaico que sugería su título— e incluía versiones libres del anónimo “Carnavalito”, “El día que me quieras” (Gardel-Lepera) y “El arriero” de Atahualpa Yupanqui. Consultado por la prensa, Yupanqui elogió la versión, algo bastante sorprendente teniendo en cuenta lo remiso que era a legitimar experimentos musicales hechos con sus canciones. Explicó Barbieri años más tarde:
Yo inventé una manera de tocar la canción de Yupanqui. La cantaba y repetía, como en trance, “Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”. Y al final, con la banda armábamos un verdadero desastre sonoro, y el final era caótico, yo tocaba la melodía con el saxo y luego volvía a gritar “¡Las penas son de nosotros! ¡Las vaquitas son ajenas!”. Era un final importante.[25]
Elegir (querer) ser músico de jazz en la Argentina de los años 50 había sido un gesto de cosmopolitismo cultural. Tanto la práctica como el consumo de una música que representaba la modernidad y la negritud estadounidenses, en contraste con el tradicionalismo vernáculo y las banderas del nacionalismo, encarnaban el deseo de salir del país, o en todo caso de traer el mundo a casa, actualizarlo, ponerlo en sintonía con una música que muchos consideraban una suerte de vanguardia de música popular. Pero el giro tercermundista implicaba una reformulación identitaria, tanto en términos subjetivos —una fuerte autocrítica a su pasado de músico de jazz indiferente a Latinoamérica subyacía en aquel cambio, como puede observarse en prácticamente la mayoría de las entrevistas que Barbieri concedió en aquellos años— como político-culturales. En este sentido, como factor clave en la articulación de identidades la música no podía desligarse ni correr al margen de la causa del Tercer Mundo.[26]
La pertenencia al Tercer Mundo implicaba el reconocimiento de una determinada condición social y económica. Condición vinculada a los índices de desarrollo humano de las regiones más pauperizadas y densamente pobladas del planeta, pero asimismo acreedora de un cierto optimismo, de una expectativa de cambio que encontraba respaldo en los más diversos —y en ocasiones contradictorios— ámbitos: las Naciones Unidas —“los años 60 serán los del desarrollo”, había pronosticado el organismo—, el modelo revolucionario cubano —especialmente alentado por Ernesto “Che” Guevara poco antes de caer abatido en Bolivia—,[27] la Cepal y la teoría de la dependencia, el movimiento de rebelión contra el poder eclesiástico de los sacerdotes “del Tercer Mundo”, el maoísmo y su defensa de los nacionalismos populares, etc.
No es difícil entender la veloz analogía que “Gato” estableció entre la situación de opresión de los afroamericanos en los Estados Unidos y las relaciones asimétricas entre países centrales y países periféricos o dependientes. En uno y otro caso, los años 60-70 marcaron una bisagra histórica. Quizá no estuviera del todo claro el grado de izquierdismo implícito en el constructo “Tercer Mundo”, integrado por el grueso de los países de África, Asia y América Latina. En gran medida forjado en torno al Movimiento de Países No Alineados iniciado en 1961, el Tercer Mundo se relacionaba directamente con los procesos de descolonización de posguerra (de hecho, la expresión había sido acuñada en la colonialista Francia de 1952). Por lo tanto, desde la visión europea, eran más “tercermundistas” África y Asia que América Latina.
En su afán de emanciparse de las potencias europeas —algo que había quedado claro en la Conferencia de Bandung de 1955—, las nuevas naciones tendieron a inclinarse hacia el capitalismo o hacia el comunismo. La heterogeneidad de los distintos procesos políticos nacionales volvió poco riguroso el concepto de Tercer Mundo, que terminó siendo una bandera común para todos los movimientos de liberación nacional, toda vez que la dependencia respecto de las potencias centrales de ninguna manera había concluido con la conquista de la soberanía política. En ese contexto, buena parte de la izquierda internacional, con sus fraccionamientos y diferencias internas y reconociendo los problemas comunes de los países dependientes, expresaba opiniones críticas sobre cómo se habían llevado a cabo algunos de los procesos emancipatorios de sesgo populista. En contraste con las ambigüedades de dichos procesos, la revolución cubana emergía como modelo/faro, mientras la lucha de los vietnamitas contra los Estados Unidos se convertía en la gran saga liberadora de los años 60.
A principio de los 60, Eric Hobsbawm aseguraba que América Latina era un continente “potencialmente revolucionario, un virtual laboratorio de cambio histórico, la región más revolucionaria del planeta”.[28] Barbieri no fue indiferente a este diagnóstico, al que accedió tanto por vía argentina —aunque entre 1962 y 1971, sucesivamente radicado en Milán y en Nueva York, hizo pocos viajes a la Argentina, nunca perdió contacto con su hermano Rubén y algunos amigos— como por vía europea, además de su largo intercambio político y artístico con esa suerte de maestro y mentor político que fue Glauber Rocha. Que frecuentara a los cineastas italianos y franceses más avanzados de su tiempo, en su mayoría simpatizantes o adherentes a partidos de izquierda, fue un hecho que sin duda terminó de definirlo en términos ideológicos.
Todo esto le permitió a “Gato” ensayar una síntesis entre la tradición inequívocamente norteamericana del género y un conjunto heteróclito de elementos sonoros de rasgos culturales indoamericanos y mestizos. Produjo así una música de gran libertad formal, derivada del free jazz pero elaborada con un propósito de intervención directa en los debates políticos que depositaban en América Latina los anhelos de una extendida revolución social.
1973: América Latina como horizonte revolucionario
Por influencia de su hermano el trompetista Rubén Barbieri, “Gato” se había afiliado al Partido Comunista (PC) argentino a los 18 años. Influido por el discurso antiimperialista, tomó conciencia de cuán asimétricas eran las relaciones entre países centrales y países periféricos o dependientes. Si su concepción “tercermundista” del jazz se definió en tramo final de los años 60, fue a lo largo de 1973, con una nueva visita a Buenos Aires, que su interés por el folclore como insumo para sus improvisaciones cobró un sentido más político aún. Barbieri arribó pocos días después del triunfo del FREJULI (Frente Justicialista de Liberación Nacional) del 11 de marzo. Cámpora al gobierno, Perón al poder. Eran las primeras elecciones libres desde la proscripción de Perón 17 años atrás.[29]
El 17 de abril de 1973, “Gato” y un seleccionado de músicos argentinos comenzaron en Buenos Aires la grabación del disco Chapter One: Latin America. A manera de informal productora artística, Michelle Barbieri se encargó de localizar a instrumentistas “no jazzísticos” capaces de sumarse al proyecto: Antonio Pantoja (quena, siku y erque), Amadeo Monges (arpa paraguaya), Domingo Cura (bombo legüero), Raúl Mercado (quena) y Quelo Palacios (guitarra criolla). Para el tango “Nunca más”, compuesto por “Gato”, se sumaron el bandoneonista Dino Saluzzi y el pianista Osvaldo Berlingieri.[30] El resto del plantel estaba compuesto por avezados jazzmen locales, como el baterista Pocho Lapouble, el guitarrista Ricardo Lew, el bajista Adalberto Cevasco, el contrabajista (a la sazón ejecutante de charango) Horacio Fumero y los percusionistas Jorge Padín y Enrique “Zurdo” Roizner.
La segunda parada fue Río de Janeiro, para grabar la parte “carioca” del proyecto. Con ese propósito, “Gato” buscó percusionistas de las escolas de samba, no quería saber nada con músicos de bossa nova. Predominaron entonces los instrumentos de cuerda y de percusión autóctonos: cavaquinho, cuíca, agogô, etc. La ausencia de una brass americana y de los teclados fue algo perfectamente premeditado. Si bien el empleo de instrumentos afrocubanos era común en el jazz moderno al menos desde los años de Chano Pozo con Dizzy Gillespie,[31] la formación instrumental concebida por Barbieri resultaba muy original. El arpa guaraní, por ejemplo, estaba en re menor, y Barbieri debió tocar la guarania “India” exclusivamente sobre esa escala, un poco a la manera de “So what” de Miles Davis. Un sonido tan “étnico” en un disco de jazz no era algo común por aquellos años.
Las buenas ventas de Chapter One… terminaron de convencer a ABC, la empresa asociada a Impulse!, de que valía la pena trasladar esa suerte de orquesta sudamericana de jazz étnico a Los Ángeles para proseguir la saga con Chapter Two: Hasta siempre. El nuevo disco no trajo grandes novedades respecto al anterior. Se vendió tan exitosamente como el “capítulo primero” —en la Argentina incluso un poco más—, y la versión de “Juana Azurduy”, del ciclo de canciones Mujeres argentinas de Ariel Ramírez, Félix Luna y Mercedes Sosa, se difundió largamente.
Al comienzo de la grabación de “Juana Azurduy” se oye la voz de “Gato” enumerando algunos países de la región, mientras la quena, el siku y la guitarra apuntalan el vamp sobre el que, algunos compases más adelante, el saxo presentará el tema. Desde el punto de vista formal, se trata de una “Juana Azurduy” extendida (11 minutos), pero fiel a sus dos partes y a la melodía original, salvo unas pocas notas cambiadas y los contra-cantos con los que el músico solía crear los ecos de su propia voz instrumental. El pasaje modulante que enhebra las dos partes está interpretado en un tempo rubato muy expresivo. Hacia el final, un solo de bombo a cargo de Domingo Cura —no casualmente presente en la versión original de Ariel Ramírez y Mercedes Sosa— funciona como fondo para que “Gato” recite, enigmáticamente, casi como un mantra guevarista, “Latinoamérica, hasta siempre…”. La épica de la mujer de las guerras de la Independencia se resignifica en el contexto ideológico de los años 70. Si bien ya en la obra de Ramírez-Luna había un posicionamiento político definido —en definitiva, Félix Luna tenía alguna relación con el revisionismo histórico—, en la versión de “Gato” podemos imaginar a Juana Azurduy combatiendo contra el imperialismo al lado del Che. Más allá de las diferentes afinidades políticas entre los autores del tema y “Gato”, el nuevo enfoque respondía a la intensificación política acaecida entre 1969 y 1974, fase de mayor actividad guerrillera en la Argentina y en buena parte de América Latina.
Aquello no fue una despedida. No todavía. En Chapter Three: ¡Viva Emiliano Zapata!, la sonoridad sudamericana fue reemplazada por estilos afrocubanos. ABC contrató al arreglador Chico O’Farrill, una gloria del latin jazz, para que al frente de una big band de 19 músicos, con la brass y las congas sonando en la justa “clave” del son cubano, el proyecto latinoamericanista del argentino llegara hasta el Caribe. Así sucedió, pero sin abandonar de todo el eje sudamericano: que el disco se iniciara con “Milonga triste” de Piana-Manzi era señal inequívoca del lugar elegido por Barbieri para su enunciación musical de proyección continental.
En suma, entre 1969 y 1975 el repertorio de folclore —en varios casos con temas de lo que Claudio Díaz llama “paradigma clásico”—[32] ocupó un lugar relevante en el ciclo tercermundista de “Gato”. Prácticamente todos los discos del ciclo, que se cerró con un “capítulo cuatro”, grabado en vivo en Nueva York en 1975, contuvieron uno o más temas del acervo folclórico argentino y latinoamericano: el chamamé “Merceditas” (Bolivia), la zamba “Yo le canto a la luna” (Under Fire, sobre “Luna Tucumana” de Atahualpa Yupanqui), la guarania “India” (Chapter One: Latin American), la cueca “Juana Azurduy” (Chapter Two: Hasta siempre) y la milonga tanguera “Milonga triste” (Chapter Three: ¡Viva Emiliano Zapata!). Ninguna de estas era pieza de autoría anónima o desconocida, pero, al menos para el público internacional, el modo de abordaje “libre” y la yuxtaposición de materiales de procedencia disímil produjo el efecto de una herencia folclórica “pura”, un conjunto de signos sudamericanos que, al regresar a la vida en forma de protesta jazzística, revelaban su potencial revolucionario. También hubo desarrollos libres de breves motivos melódico-rítmicos del propio Barbieri (“Encuentros”, “Para nosotros”, “Latino América”, “La china Leoncia” o “Vidala triste”), si bien difícilmente podemos considerar a nuestro músico un compositor en sentido estricto. En suma, entre temas del cancionero folclórico/popular y creaciones espontáneas basadas en aires folclóricos, sumaron un total de 14 piezas o tracks desplegado a lo largo de cuatro años y 6 discos de larga duración.
Por momentos, “Gato” enfatizaba los diseños melódicos, en línea con su concepción “temática” de la improvisación. Familiarizado con boquillas de cámara chica, cañas blandas y embocadura más bien libre,[33] Barbieri producía un sonido brillante, sin las filtraciones de aire de los estilos más tradicionales (en ese sentido, seguía la senda de Coltrane, si bien con aportes personales) y de neto corte contemporáneo. A menudo deformaba las melodías mediante sobreagudos y armónicos superiores, o en fricciones sonoras con los instrumentos nativos. A la mayoría de esas melodías las había escuchado en la infancia, o durante esa primera juventud de fervor jazzístico. En aquellos tiempos las había desdeñado, como si se trataran de rasgos culturales retardatarios, sin sospechar entonces que regresarían como leit motiv de ese Tercer Mundo del que alguna vez había escapado, para volver reconciliado y esperanzado.
La utilización de una organología no jazzística en connivencia con el saxo tenor —acaso el instrumento más icónico de la música norteamericana— le permitió a “Gato” extrapolar signos sonoros más allá de sus sentidos históricos (por caso, un bombo legüero “soleando” como si fuera un instrumento de jazz). Pero, en sentido inverso, el jazz les aportó a las músicas tradicionales de América Latina un vigor rítmico sin igual, sacándolas por un momento de su marco etnográfico. “Nuestra música folclórica es de origen indio, y yo la siento demasiado liviana desde el punto de vista rítmico”, explicaba “Gato” en 1973.
Por eso quiero una cosa más pesada. Y me parece válido, porque aquí también hubo exterminio de indios. Desde el punto de vista musical, me interesa radicalizar el sonido, reivindicarlo como una manera de expresión actual.. . . Quiero que la música hable de lo que pasa en Sudamérica.[34]
Conclusiones
Ese deseo de “hacer hablar” a la música de la realidad sociopolítica de todo un continente desde la perspectiva del jazz supuso un reto notable. ¿Acaso era posible hacer con la cantera musical del continente lo que Charles Mingus había concretado con el blues y los spirituals? En cuanto a las comparaciones de técnica y estilo, “Gato” tenía como referencias a dos titanes herederos de Coltrane: los saxofonistas tenores Albert Ayler y Pharoah Sanders.[35] Pero la escena originaria del free jazz estaba fuertemente racializada. El concepto de black music teorizado por el crítico y escritor afroamericano Leroi Jones articulaba con las vertientes más combativas del movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos. Es verdad que los creadores negros del free jazz no eran sordos a problemáticas más generales (“Queríamos un cambio. Nos inspiraba la realidad de la gente que luchaba por progresos reales en todo el mundo”), pero indudablemente el foco estaba puesto en la segregación racial y la opresión en los propios Estados Unidos (“Nos inspiraba la lucha que se había desatado en nuestro país contra el racismo y la opresión nacional luego del asesinato de Malcolm X”).[36]
¿Qué posibilidades tenía un músico ajeno a aquel conflicto de poder sumarse al vanguardismo negro de los 60-70? Muy pocas, evidentemente. Consciente de aquel problema “de identidad”, la californiana Carla Bley eligió priorizar sus raíces europeas en la búsqueda de una música “libre” que pudiera desarrollarse a cierta distancia del eje sociopolítico afroamericano.[37] Similar parábola trazaría Barbieri, pero desde su propia identidad latinoamericana reposicionada: “Mi saxo no aúlla por las mismas razones que lo hace el de Pharoah Sanders”.[38]
Alrededor de 1969, “Gato” descubrió que existían por lo menos dos maneras diferentes de construir subjetividades en torno al jazz: sumándose a una tradición cuyo centro discursivo irradiaba desde un país y una comunidad determinados (los Estados Unidos y los afroamericanos) o imaginando otras historias, otros posibles territorios desde los cuales hablar una lengua de jazz mestizada. El giro tercermundista de Barbieri produjo entonces una doble interpelación: al mainstream del género nacido y básicamente desarrollado en los Estados Unidos y a las concepciones más estrechas y esencialistas de los repertorios folclóricos de la Argentina y la región. Ambas interpelaciones, en su momento de fuerte impacto artístico y político-cultural, partieron de una dialéctica entre el instrumento fetiche del jazz moderno (saxo tenor) y el imaginario sonoro de América Latina, esa cantera de cantos y ritmos sobre la que, según muchos creían, estaba germinando la Revolución. Su imagen y gestualidad —sombrero negro, mano en alto en los finales, parquedad en el rostro— representaban la de un músico solitario que había empoderado tradiciones sudamericanas al margen de los estereotipos de la latinidad forjados por la industria cultural norteamericana. Con su música, una identidad sin casillero previo se sumó a la diversidad del jazz contemporáneo.
Es probable que la abundancia de fusiones y maridajes musicales ocurridos en América Latina en los últimos años impida percibir con justeza el tamaño de la osadía con la que Leandro Barbieri le imprimió al jazz una inflexión “local” de parámetro continental. Entre 1969 y 1975 esa inflexión fue tan impactante como resistida por varios tradicionalistas del jazz, sobre todo en la propia Argentina. Algunos de ellos, viejos amigos o compañeros musicales de “Gato”, creyeron ver en la conversión político-musical del gran tenor no mucho más que una operación comercial. Dijeron que tocaba “menos”, o que lo que tocaba lo hacía con extrema facilidad, como quien perezosamente se sitúa por debajo de sus reales posibilidades. Fundamentaron su crítica en la comparación entre el Barbieri post-bebop que ellos habían admirado por encima de cualquier otro músico argentino de jazz y el exitoso ícono del jazz tercermundista al que las revistas especializadas de Estados Unidos y Europa dedicaban largas notas, mientras el mundo del espectáculo lo celebraba a un grado difícil de imaginar para cualquier otro músico de jazz.[39]
Si bien la irreductible personalidad artística de Barbieri dificulta una detección rigurosa de músicos directamente influenciados por su estilo, no caben dudas de que su giro dejó huellas en las prácticas jazzísticas en América Latina. En términos conceptuales, la idea de que el gran aporte norteamericano a la cultura moderna, como solía decirse del jazz, podía imbuirse libremente de rasgos culturales sudamericanos no fue exclusiva de Barbieri, pero sin duda los discos que el argentino grabó entre 1969 y 1975 fueron un enorme aporte a la autoconciencia de músicos latinoamericanos tan interesados en forjar una música que expresara una identidad regional como de seguir perteneciendo al mundo del jazz.
Por otra parte, Barbieri amplió los límites geográficos de la “latinidad” del jazz sudamericano. Como se trató de demostrar en estas notas, la fusión del jazz con rítmicas afrocubanas no fue el único modo de “latinizar” la música de improvisación. No parece exagerado afirmar que, al menos dentro del área cultural de donde extrajo insumos rítmicos y tímbricos, Leandro “Gato” Barbieri contribuyó como ningún otro músico a fijar las condiciones de posibilidad para un extenso catálogo de fusiones del jazz con ritmos, formas e instrumentos exógenos a la tradición afroamericana y no exclusivamente referidos a la escena del latin jazz.
¿Podemos pensar hoy en los derroteros globales del brasileño Hermeto Pascoal o del argentino Dino Saluzzi —por solo citar dos casos notables— a partir del giro tercermundista de Leandro “Gato” Barbieri? Si bien la respuesta a este interrogante excede los propósitos del presente artículo, creemos que el mismo puede ser un punto de partida para repensar los procesos de reapropiación del jazz en esta parte del mundo.
Sergio Pujol
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Notas
[1]. En tal sentido, Berenice Corti ha observado en su tesis sobre “la música negra del país blanco” que el reconocimiento de una dinámica de hibridación —según la categoría de análisis cultural acuñada por Néstor García Canclini— no agota la problemática de la identidad de un jazz argentino, ya que “la identidad no sería una cosa o contenido al que arribar, sino un tipo específico de significación, o producto discursivo, de primero o segundo grado, con características propias”. En Berenice Corti, Jazz argentino. Música negra en el país “blanco” (Buenos Aires: Gourmet Musical, 2015), 23.
[2]. Julián Ruesga Bono, Jazz en español. Derivas hispanoamericanas (Veracruz: Universidad Veracruzana de Xalapa, 2013), 12.
[3]. Paul Gilroy, The Black Atlantic. Modernity and Double Consciousness (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993).
[4]. Stuart Hall, Cuestiones de identidad cultural (Buenos Aires: Amorrortu, 2003), 89.
[5]. Mathew Karush, Musicians in transit. Argentina and the globalization of popular music (Durham, NC y Londres: Duke University Press, 2017).
[6]. Carlos Inzillo y Pablo Marchetti, “Lalo Schifrin, ‘Misión Imposible’ me permitió hacer jazz”, La Maga, Buenos Aires (11 de septiembre de 1996): 24.
[7]. Humphrey Inzillo, “Las siete vidas de Gato Barbieri”, La Nación, Buenos Aires (15 de noviembre de 2015): 17.
[8]. Last tango in Paris fue una producción ítalo-francesa dirigida por Bernardo Bertolucci y protagonizada por Marlon Brando y María Schneider. Su estreno mundial se realizó en 1972, pero los avatares de la censura en la Argentina impidieron que el film pudiera verse sin corte antes de la recuperación democrática de 1983.
[9]. “Blues para gato y orquesta”, Siete Días, Buenos Aires (5 de abril de 1971): 72-73.
[10]. Vale recordar aquí los álbumes de Jorge López Ruiz El grito (1967) y Bronca Buenos Aires (1970), ambos inspirados en la situación sociopolítica de la Argentina bajo la dictadura del general Onganía. Véase Sergio Pujol, “Entre las cuerdas. Jorge López Ruiz”, Página 12 (Radar), (15 de marzo de 2015).
[11]. Caso similar, en el campo literario, fue el de Julio Cortázar, con quién Barbieri tomó contacto personal en 1973.
[12]. En los años 40 y 50, el director de orquesta Ken Hamilton fue un activo afiliado al Partido Comunista Argentino, agrupación política para la cual brindó colaboración en varios de los célebres picnics de adhesión y formación doctrinaria. Otro tanto sucedió, en años sucesivos, con Rubén Barbieri, hermano mayor de “Gato”.
[13]. Sergio Pujol, Jazz al sur, la música negra en la Argentina (Buenos Aires: Emecé, 2004).
[14]. No abundan los registros fonográficos de aquel tiempo. El disco Menorama, de la Agrupación Nuevo Jazz, contiene grabaciones de 1960. También es interesante B.A. Jazz by Jorge López Ruiz (Vik- LX-1030) y el concierto en Aula Magna de Medicina, originalmente editado en LP como Jazzmanía All Stars (Disc-Jockey 14.026). El disco fue grabado el 27 de mayo de 1960, en el marco del Tercer Congreso Nacional de Jazz organizado por el crítico Walter Thiers. Otro interesante documento del estilo de “Gato” antes de su viaje a Italia lo constituye la banda sonora de El Perseguidor, compuesta por Rubén Barbieri. La misma se encuentra en el CD de Rubén Barbieri Radio auditions & El perseguidor (Melopea Discos CDM 172).
[15]. Otras expresiones de la época: anti-jazz, Black Music, new music, revolutionary music, fire music y, finalmente, avant-garde. Véase Gary Giddins y Scott DeVeaux, Jazz (Nueva York: W.W. Norton & Company, 2009) 448.
[16]. Eso se observa con claridad en varios registros del cuarteto de Coleman. Por ejemplo, en “Eventually”, del disco de 1959 The Shape of Jazz to Come (Atlantic 78139), saxo y trompeta exponen el tema al unísono, como hacían los combos de bebop, pero con una entonación oscilante, en la que irrumpen semitonos y cuartos de tono. Poco después, en sus discos europeos, justamente al lado de Don Cherry, “Gato” Barbieri aplicará esta clase de textura inestable a sus propias improvisaciones.
[17]. La influencia de las ideas políticas del dirigente Malcolm X se pueden encontrar en una serie de discos que invocan una suerte de nueva diáspora, esta vez de regreso al continente africano: Ethiopía de Sun Ra, Homage to Africa de Sunny Murray, New Africa de Grachan Moncur y buena parte de la discografía del pianista y compositor Randy Weston, entre muchos otros ejemplos. Si bien el propio Malcolm X moderó un tanto su discurso africanista más tarde, su lema “Come back to Africa” [“regreso a África”] impregnó los discursos político/culturales de mediados y finales de los años 60. Un nexo importante entre la militancia política negra y los músicos de jazz fue el crítico Leroi Jones. Philippe Carles y Jean-Louis Comolli, Free jazz, Black power (París: Gallimard, 2000), 362-365. Véase también Leroi Jones, Black Music. Free Jazz y conciencia negra 1959-1967 (Buenos Aires: Caja Negra, 2013).
[18]. Carles y Comolli, Free Jazz, 67.
[19]. Según Amy C. Beal, Barbieri figuraba entre los solistas favoritos de Bley. En Amy C. Beal, Carla Bley (Buenos Aires: Templo en el oído, 2016), 85.
[20]. Sergio Pujol, “Último Gato en Nueva York”, Página 12 (Radar), Buenos Aires (15 de septiembre de 1996): 15.
[21]. Carlos Sampayo, Nuevas aventuras del ladrón de discos (Buenos Aires: Edhasa, 2008). En una parte de su libro semi autobiográfico, el escritor argentino largo tiempo radicado en Italia y España recuerda haber visto y escuchado en 1974 al saxofonista Archie Shepp en un concierto llevado a cabo en la sede del Partido Comunista Italiano en Milán. Este y otros recuerdos ubican al free jazz en las cercanías de los partidos y movimientos de izquierda de la Italia de los años 60 y 70.
[22]. Frank Tirro, Historia del jazz moderno (Barcelona: Ma non troppo, 2001), 124.
[23]. Diego Fischerman, “Un día un gato”, 32 Pies, Nº 1, Rosario (julio-septiembre 2011): 54.
[24]. Bolivia, Flying Dutchman FD-10158.
[25]. Humphrey Inzillo, “Las siete vidas de Gato Barbieri”, La Nación, Buenos Aires (15 de noviembre de 2015): 22.
[26]. Tema ampliamente desarrollado en los estudios pioneros de Stuart Hall (1964), el problema de las identidades sociales articuladas por la música popular ocupa un amplio sector de la biblioteca especializada. Si bien en el caso que aquí analizamos la identidad aparece más vinculada a las elecciones subjetivas de un músico en particular, sobrevuela la idea de Simon Frith (1996), Keith Negus (1996), Pablo Vila (1996) y otros autores de que la práctica de determinado género o estilo musical nos revela más quién queremos ser que lo que “realmente somos”. Los autores mencionados difieren en la conceptualización de la identidad cultural (especialmente en torno a la noción de identidades narrativas), pero a los fines de este artículo dichas controversias no resultan fundamentales.
[27]. Como es fácil suponer, el disco Bolivia fue concebido, al menos desde su título, como homenaje al guerrillero argentino abatido en 1967.
[28]. Eric Hobsbawm, ¡Viva la revolución! (Buenos Aires: Crítica, 2018), 51.
[29]. Sergio Pujol, El año de Artaud. Rock y política en 1973 (Buenos Aires: Planeta, 2019).
[30]. La selección y dirección de los músicos argentinos recayó en el percusionista Domingo Cura, con lo cual Barbieri se aseguró que las mismas respondieran a criterios de “autenticidad”. (De la entrevista del autor a Horacio Fumero, Buenos Aires-Madrid, 3 de junio de 2019).
[31]. Jason Borge, Tropical Riffs. Latin America & The Politics of jazz (Durham, NC: Duke University Press, 2018), 131-169.
[32]. Claudio Diaz, Variaciones sobre el ser nacional (Córdoba: Recovecos, 2009).
[33]. Las referencias técnicas del saxo tenor fueron aportadas por Bernardo Baraj (De conversaciones con el autor, Buenos Aires, 6 de mayo de 2019).
[34]. La Opinión (1973): 18.
[35]. Respecto a Sanders, el tubista Howard Johnson considera a Barbieri “el P. Sanders de América Latina. Por lo demás, no trabajó con Lonnie Liston Smith, que fue pianista de Sanders”. Citado en Luc Delannoy, ¡Caliente! ! Una historia del jazz latino (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2001), 368.
[36]. Leroi Jones y Amiri Baraka, Black Music. Free Jazz y conciencia negra 1959-1967 (Buenos Aires: Caja Negra, 2013), 10.
[37]. Karush, Musicians in transit, 58.
[38]. Bob Palmer, “When I scream with my horn”, The New York Times, (2 de julio de 1972): 14.
[39]. El pianista Fernando Gelbard, que supo tocar con Barbieri poco antes de que éste partiera a Europa, sostiene que poco y nada interesante hizo Barbieri en términos jazzísticos cuando abandonó el hard bop y sus primeros años de free jazz. Se trata de una opinión compartida por muchos músicos argentinos de jazz de su generación. (De entrevista del autor con Gelbard, Buenos Aires – Los Ángeles, 7 de julio de 2019).
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