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Una Temporada en el Infierno

Quien busca un fracaso y alcanza su cometido obtiene, finalmente, un éxito. A medio siglo de "Spinettalandia y sus amigos", el disco maldito de Spinetta. Copio el final de este artículo: En Buenos Aires llamó a Black Amaya y Bocón Frascino, dos músicos de la fugaz banda de Pappo, Engranaje, y armó Pescado Rabioso. Escribió algunos textos a fin del 71, que fueron a parar al sobre interno del primer disco: "El pueblo es la estrella mágica. Todos la vemos parecerse al río. Los gusanos de los emperadores trepidan en apocalíptico festín. Ellos no tienen tiempo de recurrir a las armas. La estrella las fusionó todas en un plano infinito. La cabellera de los torturadores sangra en mi carro. Nosotros: desatormentándonos para siempre". No había cumplido 22 años.


Por Mariano del Mazo para La Agenda Revista


Pappo y Spinetta tocando
juntos en el Festival Pinap
realizado en Buenos Aires
en 1969.
Hace cincuenta años Luis Alberto Spinetta se había vuelto loco. Sobre el cadáver caliente de Almendra, atravesaba un período de desconcierto y ácido lisérgico. Alquiló una casa en el barrio de Florida, en la calle Avellaneda, a un par de cuadras del Puente Saavedra, y en treinta horas de corrido durante febrero de 1971 grabó un disco extraño, denso, pesado, claustrofóbico y liberador al mismo tiempo, que se llamó de muchas maneras y que él mismo calificó como “un anti-disco”. Lo concibió como un castigo a la RCA, que le exigía por contrato un disco nuevo. Spinetta quiso hacer un disco imposible, aleatorio, una zapada con amigos en una casa que se pretendía comunitaria. El sello discográfico no dudó en rotularlo, aviesamente, como un álbum de Almendra, algo que motivó una demanda judicial a la compañía de la banda recién disuelta. No había lugar a equívocos: la portada incluso mostraba una foto de Spinetta-Del Guercio-Molinari-García (al fin, la vieja ambición de RCA, que desde el minuto cero sostenía que las tapas de Almendra debían ser ilustradas por retratos del cuarteto a la manera de los primeros discos de Los Beatles). El juicio lo ganaron los músicos y el álbum fue retirado de las disquerías.  Luego fue editado como La búsqueda de la estrella, pero finalmente pasó a la historia con el más acertado Spinettalandia y sus amigos. Era música, finalmente, hecha sobre un territorio fantástico y psicodélico en el punto justo de (des)equilibrio entre el hippismo y la poesía maldita. La paradoja quedó desplegada: Spinetta intentó un disco expulsivo; quien busca un fracaso y alcanza su cometido obtiene, finalmente, un éxito, un logro. En ese caso, arte en estado de máxima pureza: visceral, caótico. Un disco extraordinario, el deshilachado eslabón perdido entre Almendra y Pescado Rabioso.

Como exigía la época, Spinetta vivía rápido. Ya había iluminado y enterrado una de las experiencias musicales más breves y sustanciales de la cultura argentina, Almendra. Había jaqueado a un sello multinacional con la famosa obstinación de que sí o sí debía salir en la tapa del disco debut el dibujo del payaso que llora; había convocado y marcado con una claridad meridiana que quería a un arreglador experimentado como Rodolfo Alchourrón. Había dejado a su banda de amigos del barrio y del colegio y a su casa familiar del Bajo Belgrano y estaba en estado de crisis y revolución permanente con Cristina Bustamante, su novia, la muchacha ojos de papel. Empezó a tomar ácido lisérgico durante el segundo disco de Almendra (“era el único de la banda que tomaba”, dijo) y sus barquinazos, inevitablemente, lo afectaban: imposible no marearse en ese torbellino de decisiones urgentes y zigzagueos. Estaba dejando atrás también la adolescencia y asomaba a un mundo nuevo. Como se lamentaba Emilio Del Guercio, “empezó a rodearse de otra gente”. Sobre el crujido del final de Los Beatles empezaba a escucharse el hard rock de Led Zeppelin. Había nuevas miradas –o visiones-, abordajes y músicas, una pérdida de la inocencia. Lo sacudía el rock pesado y empezaba a leer los poetas malditos franceses: no fue extraño que de Baudelaire y Rimbaud se deslizara en un par de años a la obra de Antonin Artaud, como por un tobogán de amor, locura y muerte.

Ahora estaba ahí, en un limbo. “Nunca más en mi vida volví a tomar ácido –le contó a Juan Carlos Diez en el revelador libro de conversaciones Martropía (Aguilar)-. Era riesgoso porque se te podía arruinar el balero tranquilamente. Y no sé si no me lo arruinó. No lo sé, pero nunca tuve una crisis o algo así. Una vez me agarró un ataque de Cristo y me puse a parar el tráfico desnudo, en Cabildo y Aguilar. Me llevaron a la 37 y terminé cantando Madame Ivonne en la comisaría. Los canas comentaban: ‘Canta como Julio Sosa’, y yo les decía: ‘¿Vieron cómo canto? Bueno, no me rompan las pelotas’”.

Con la frustración a cuestas de la ópera inconclusa con Almendra, comenzó a indagar formatos más directos, menos pretenciosos, y a tocar el bajo. Post hippie o punk antes del punk. Tuvo una fugaz banda, Tórax, con Carlos Cutaia, Pomo Lorenzo y Edelmiro Molinari. No llegaron a grabar. Tocó el tema “El parque” en La pesada del rock and roll junto a Pappo, Pomo y Black Amaya. Spinetta no disimulaba su embelesamiento por la música y el carisma de Pappo. El guitarrista venía de Los Abuelos de la Nada y estaba a punto caramelo para consolidar su gran invención: Pappo’s Blues, un Cream proletario y porteño. “Yo conocía al Carpo de La Paternal. Eramos vecinos. De alguna manera fui el vínculo entre él y Luis –me dijo Pomo Lorenzo en una entrevista publicada en Radar-. El Flaco no era del circo de la calle Corrientes o del Moderno. Era otra cosa”. No faltó mucho para que Pomo se mudara con su novia Noemí a la casa de Florida. La pareja ocupó una pieza en la terraza. Convivieron un buen tiempo y recibían visitas de todo tipo. “Los fijos éramos nosotros dos y Luis y Cristina. La casa de Florida era abierta, totalmente volada”. El hermano menor de Spinetta, Gustavo, había aterrizado desde Belgrano al Nacional de Vicente López, el cementerio de los repetidores de la Capital. El colegio quedaba en la calle Agustín Alvarez, a cinco cuadras de la vivienda de los Spinetta-Lorenzo, y Gustavo solía caer después de las clases. “En esa casa tuve mis primeros escarceos amorosos –le contó Gustavo a Sergio Marchi en Ruido de magia (Planeta)-.  Era la libertad, yo iba ahí porque estaba todo, estaba la música. Me escuchaba todos los discos de Luis en un equipo Ken Brown y una bandeja Torance; me ponía a dos metros de los bafles y escuchaba Electric Ladyland de Jimi Hendrix y la banda de sonido de Easy Rider. Hendrix sonaba todo el día; también Santana, los primeros discos de Jethro Tull, Fletwood Mac con Peter Green y Empty Rooms de John Mayall”.

Con esa data musical –ya no los influjos sofisticados de Astor Piazzolla o de los Huanca Huá, ya no los arreglos de cuerdas beatles- y capeando tormentas provocadas por los distanciamientos y reconciliaciones con Cristina, Spinetta levantó las paredes musicales de su parque de diversiones, Spinettalandia. Le bastó poco más de un día de grabación. La banda la formó con lo que hoy se llamaría “su entorno”. Pappo en guitarra, Pomo en batería y él en bajo. Por ahí andaba Miguel Abuelo, otro paria de banda, otro tortuoso genial, y amigotes como Víctor Kesselman y Elizabeth Viener. Elizabeth era hija de Jean Viener, un músico que había trabajado con el poeta surrealista Jean Cocteau. Todo tenía que ver con todo. Muchas de las letras, Spinetta las escribió al momento de grabar; muchas de las músicas fueron producto de jam sessions drogonas. “Yo quería hacer un ritual; realizar músicas en estado casi tribal. En el disco interviene gente que por primera vez en su vida entraba a un estudio de grabación. Ahora lo escucho y veo que estaba re loco, es obvio, pero siento que pese a todo es un momento experimental muy interesante”, dijo en el libro Crónica e iluminaciones (Planeta) de Eduardo Berti.

Jordan
Spinetta con Bocón Frascino, un de sus “amigos”.

El disco comienza con un tema de Pappo, “Castillo de piedra”, un rock que después fue grabado en Pappo’s Blues II como Tema 1. Es la muestra elocuente del nivel de simbiosis que habían alcanzado Pappo y Spinetta. Eran finalmente dos tanos de barrio: se admiraban, se celaban y también chocaban. Hay una historia legendaria que tiene varias versiones. La primera y la más instalada en el imaginario del gueto rockero setentista es la del pionero libro de Miguel Grimberg, de 1977, Cómo vino la mano (Gourmet Musical). La de Pappo y Spinetta es una extensión de una lucha sorda y un poco irreal de lo que en aquel tiempo se consignaba como “pesados versus livianos”. El altercado se resume en un párrafo del libro, una especie de catártico monólogo interior del Flaco:

Toda la ondita de tipos que si no tocabas blues eras un paquete… todo eso fue una cosa terrible. A mí eso, por momentos, me socavó. Terminé haciendo un blues que ni yo mismo sé que es. Allí empezó una lucha titánica… …Me hice mierda. Me quedé solo. La relación con la mujer que amaba empezó a trastabillar, mi psiquis también, mi música se empezó a fortalecer en un extraño idioma que ni yo mismo sabía qué era, y sobrevinieron los peores momentos de mi vida… El conjunto se había “instalado” comercialmente, se había empezado a ganar guita…Y Aníbal vendiendo shows, y dale, y dale… y por el otro lado las visitas infernales de Pappo, con toda su vorágine de bosta… Una onda negadora… Pappo y Furia me escribieron toda la cocina de mi casa de palabra “NO” Me escribían “NO-NUNCA” en la heladera, con marcador. (…) Fue una época en donde, Miguel, yo sufrí las humillaciones de toda la gente del rock pesado… (…) Le regalé a Pappo mi guitarra “Dow” (sic), un modelo de Gibson que no baja de los 750 dólares, sin estuche. Y se la regalé, la guitarra con la que compuse las canciones más hermosas que hice para Almendra. Y para mí era una forma de mostrarle a Pappo que no existían solamente las guitarras con el volumen al mango. Que así como él me había inculcado algo de esa dureza del rock pesado, y la mano, copar y todo eso, por otro lado yo trataba de demostrarle que existía una fuente de ternura que él no podía ignorar. Fue como decirle: mirá, tomá, no te desprendas jamás de esto, para no traicionarme en tu vida, para darme tu fe, aunque no tocáramos nunca juntos, aunque jamás nos viéramos, pero como un acto de fe, una esperanza… ¿Sabés que me fui a Europa y dos días después se la ofreció a Litto Nebbia por 160 lucas?…

En Spinettalandia… también destaca otra canción de Norberto Napolitano,  “Era de tontos”. Uno de los temas más bellos es “Descalza camina”, firmado por Spinetta-Pomo. El resto se desliza por  toques mántricos (“Vamos al bosque”, “Estrella”), flautas y percusiones a cargo de Miguel Abuelo (la interesantísima “Dame, dame pan”), blues instrumentales ortodoxos (“Alteración de tiempo”),  rock and roll cortito y a pie como el lúdico “Lulú toma el taxi” y temazos que exceden la categoría algo devaluada por el propio Spinetta de “experimentación”, como “La búsqueda de la estrella”. Es una canción absolutamente desoladora: La memoria me resulta complicada/ No me acuerdo ni de las cosas que leí/Por favor tu mano alada/Toda la música que cuelga, suena por ti/ Después de todo tú eres la única muralla/ Si no te saltas nunca darás un solo paso”.

Luego de la grabación y antes de la publicación del álbum, Spinetta partió con dos chicas, una vietnamita y una francesa, hacia un periplo incierto de amor libre que contempló Brasil, Estados Unidos y Europa. Vivió su propio lost weekend, de siete meses. En Brasil estuvo a punto de filmar una película, en Nueva York compró instrumentos y en París se separó de las chicas.  Se encontró con Pomo, trató de entrar a Inglaterra y no pudo pasar la aduana, fue a Amsterdam, regresó a dedo a París y cuando pudo volvió a la Argentina. Le contó a Eduardo Berti que todo el viaje fue “onda poeta negro”. Y trazó una cartografía de los conciertos que vio. “En Nueva York vi a Santana, a Tower of Power y a Roland Kirk. En París a Buddy Miles Express y en Amsterdam a Emerson, Lake & Palmer”. También intentó una novela, “una novela paranormal pero, en realidad, releyendo los textos te das cuenta de que estaba bastante loco. No estaba todo lo bien como para hacer una obra genial –siguió, siempre a Berti-. Nunca le pude poner un título. Era casi un reportaje de locura, un diario de mi viaje y mis delirios”.

En Buenos Aires llamó a Black Amaya y Bocón Frascino, dos músicos de la fugaz banda de Pappo, Engranaje, y armó Pescado Rabioso. Escribió algunos textos a fin del 71, que fueron a parar al sobre interno del primer disco:

El pueblo es la estrella mágica. Todos la vemos parecerse al río. Los gusanos de los emperadores trepidan en apocalíptico festín. Ellos no tienen tiempo de recurrir a las armas. La estrella las fusionó todas en un plano infinito. La cabellera de los torturadores sangra en mi carro. Nosotros: desatormentándonos para siempre”.

No había cumplido 22 años.


Mariano del Mazo
 



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