Pero el viajero avisado, después de admirar el edificio y recorrer sus salas, hará bien en aprovechar el paseo para saltar dos mil años en un kilómetro, caminar por la via Flaminia y cruzar el Tíber por el Puente Milvio, una cuidadosa reconstrucción del antiguo puente imperial romano hecha por el entonces joven Reino de la Italia unificada.
Constantino y la secta solar del Pez
“La visión de la Cruz” (1520 y 1524). Fresco pintado por discípulos de Rafael. Sala de Constantino, Palacio Apostólico del Vaticano. |
Cuando lo haga estará atravesando nada menos que la réplica de un mudo testigo de la transformación del cristianismo en religión imperial. Fue allí que, según la tradición, el Dios de Jesús le garantizó al emperador Constantino la victoria por el control de Roma en una batalla contra su par Majencio el 28 de octubre de 312.
Más allá de la tradición, y no necesariamente en su contra, están los hechos.
Sabedor -y quizás copartícipe- de la supersticiosa mentalidad de sus
soldados, Constantino estaba al tanto de la creciente popularidad del
Dios Sol sirio de Emesa, una forma laxa de monoteísmo que poco antes ya
había entregado una dinastía imperial a Roma.
Genial como estadista y comandante militar, Constantino aprovechó ese mensaje celestial para fusionar el cada vez más extendido cristianismo con esa también muy popular religión del Medio Oriente. Y, al mismo tiempo, convertir el resultado de esa fusión en la base ideológica del poder imperial del Estado.
Según el relato, el futuro signatario del Edicto de Milán que en 313 pondría fin a las persecuciones contra los cristianos aseguró a sus hombres que con la visión que todos habían observado había recibido un claro mensaje divino: «In hoc signo vinces (Con este signo vencerás)». Les ordenó entonces pintar en los escudos una representación estilizada del mensaje, que reducía a cuatro los múltiples rayos del astro, y les aseguró que con esa cruz en sus defensas vencerían al enemigo.
Fue de ese modo, según el mito, que la cruz -en su origen un instrumento de tortura- se convirtió en símbolo de la divinidad y de su posterior resurrección.
Hasta entonces los creyentes en el Ungido galileo eran una variante popular del judaísmo que había iniciado su existencia como creencia redentora de los desesperados de una Palestina no demasiado alejada de Emesa. Era una fe clandestina y perseguida, y sus integrantes se reconocían entre sí con otro símbolo: el de un pez trazado con dos arcos. Al encontrarse, uno de ellos se atrevía a trazar un arco, y si el otro pertenecía a la secta completaba la figura con otro arco.En griego, que era la lengua franca del Mediterráneo Oriental, pez se dice «ictus». El mensaje «Jesucristo, hijo de Dios, salvador» se puede siglar, justamente, como «I.c.t.u.s». Así, el Verbo divino se había convertido en la imagen misma del Salvador: un pez.
Y ese pez reapareció, pero esta vez en el lugar menos pensado, en la Buenos Aires donde está ambientada la serie de Netflix El Reino.
¿Un panfleto? No, un mito
Sin embargo, poco tiene que ver ese ataque (al que la demandada no parece estar dispuesta a prestar demasiada atención) con la _gramática poética_ de El Reino. La lógica de su guión no está centrada en el desprecio panfletario a esas formas comercializadas de la religión protestante.
Así lo hubiera sido en el caso de que El Reino se planteara a sí
misma como una denuncia. Pero la serie -artísticamente- tiene otra
intención; no por casualidad se respira en él, aunque no se lo percibe
con claridad, el espíritu general de los cuatro años del gobierno de
Mauricio Macri.
El Reino pretende justamente dar cuenta poética del ánimo malvado que es
la sombra general de ese cuatrienio. Y para hacerlo se ordena en torno a
un personaje mítico, a un Pez rioplatense muy emparentado con el Ictus
de los cristianos primitivos.
Es alrededor de ese pivote que todo gira, se transmuta, se carga de sentidos oblicuos. Todo enlace entre el universo narrativo y la realidad exterior es real, pero más bien bajo la forma de una alusión condensada. Las cosas que pasan en el relato apuntan a otras cosas fuera de la pantalla, son signos oníricos que parecen reales, espejismos de otra cosa (pero no sombra, como en la caverna de Platón sino más bien puntero láser hacia un detalle que de otro modo pasa desapercibido).
El orden simbólico de la obra de arte
El Reino es un mito contemporáneo, reproduce en nuestros días y en
nuestra tierra la estructura de los antiguos mitos originales, da cuenta
del mundo y de las divinidades según una lógica propia, interna, que no
tiene correlato con una realidad que, sin embargo, lo subyace. Ni la
Cruz ni el Pescado son cruces o pescados, sino, como bien resumió el
gran mitógrafo Robert Graves, «iconografías poéticas», historietas
explicativas de hechos que el propio autor del mito no puede conocer -o
no se atreve a percibir, pero necesita expresar- en su total magnitud y
detalle.
Ni el pastor atrabiliario Emilio Vázquez Pena que llega a la candidatura presidencial de la Argentina con el apoyo de toda la plutocracia local pretende representar a un pastor existente en la realidad exterior al relato, ni su iglesia tiene sede en un antiguo mercado porteño de flores de la Avenida Corrientes al 4000. Ni su esposa Elena es algo más que una pieza necesaria y pivotal en la trama, pero podría perfectamente no existir en el relato profundo.
Ni los fieles creyentes capaces de traicionar por su Iglesia al poder que maneja una central de escuchas clandestinas, un «listen center» seguramente ilegal, tienen que ser necesariamente protestantes para ser tan leales a su Dios. Ni el torvo, cínico y manipulador Rubén Osorio es exacta y solamente un agente extranjero, probablemente yanqui.
Ni Julio Clamens cuya mirada bifronte en cierto modo relata lo que va ocurriendo es necesariamente -desde adentro y desde afuera, desde el parque de la luminosa casona familiar y desde el pasillo de la sórdida cárcel federal, desde arriba y desde abajo, desde la virtud y desde el pecado, desde la ira y desde el amor- en el mundo real un varón de buena familia con ansias de expiación, una persona física en particular.
Tal como ocurre en los mitos primitivos, tal como ocurre en el Puente Milvio, tal como en las formas fluidas del Museo de Zaha Hadid, en El Reino nada es lo que parece.
La razón poética de la forma de este relato fílmico
Miremos un poco la forma, entonces: toda la trama gira en torno de la persecución a un personaje aparentemente menor al que nadie parece haber prestado atención y que está oculto de muchos, un personaje humano pero también sobrenatural en torno a cuya vida, muerte, desaparición y reaparición en «tiempos oscuros» se forma el nudo de sentido que pone orden en el relato.
Ese personaje es El Pescado. El Pescado es el eje interpretativo del mito, y por eso es capaz de obrar milagros. Es el centro de la trama, es el pivote que no se puede eliminar sin eliminar el sentido general de la obra, es la única pieza no accesoria de la maquinaria.
La Iglesia, la Presidencia, los objetos inmediatos por los cuales combaten los poderosos, los de Arriba, son en El Reino más bien un decorado y escenario. Los acontecimientos realmente centrales se anudan en torno al Pescado, su vida, sus peripecias y su posible muerte. Sin estos extraños acontecimientos la obra perdería toda su profundidad.
Una potente exhalación de angustia
Sin estos personajes, El Reino sería un vulgar libelo contrario a cualquier cosa que el espectador quiera _poner_ en la obra en vez de _tomar_ de ella. Verlo así sería extraviarse y esquivar su real valor artístico. La obra de arte no se aprehende poniéndole lo que uno desea sino tomando de ella aquello que ella nos está ofreciendo, su valor artístico.
En El Reino, ese valor no está en el Gran Mundo de mansiones, despachos y oficinas que puede verse en sus escenas, sino entre las Gentes Pequeñas que pueblan los Bajos Fondos (la única excepción, quizás, sea Julio Clamens, pero a su vez este personaje es _el enlace entre el Gran Mundo y los Bajos Fondos_; recordemos esto último porque es crucial para comprender de qué habla El Reino).
Mirada de esa manera, lejos de ser un panfleto la serie es un mudo grito de angustia, plasmado como gran obra de arte; es un implacable balance crítico de la oligarquía argentina en el Cuatrienio Abyecto de Macri, así como lo fue Miss Mary para la Década Infame.
Dos mujeres y dos épocas
Claudia Piñeiro (coguionista y codirectora de la serie con su hermano
Marcelo Piñeyro) y María Luisa Bemberg (la directora de Miss Mary)
hablan en sus obras como lo que son: dos mujeres artistas, feministas
militantes, vinculadas a (o pertenecientes a) *la alta burguesía
agraria, comercial y financiera extranjerizada que en la Argentina
conocemos como oligarquía*.
El vínculo de Claudia Piñeiro pasa por su marido Ricardo Gil Lavedra, un
notable y notorio jurista radical que alguna vez integró el tribunal
del Juicio a las Juntas de Raúl Alfonsín y hoy se alinea con el
radicalismo que apoya a Mauricio Macri.
Ese radicalismo está dándole voz a esa esperpéntica nostalgia de la Argentina de 1910 que sigue afectando a nuestra pequeña burguesía, y vastas zonas de la burguesía propiamente dicha. De allí que la hipnotiice Macri, encarnación, en el siglo XXI, del Centenario y del golpe de 1955, pero también de los civiles que desde las sombras usaron como sicarios a los militares de las Juntas (y no sólo a ellos) antes y después del 24 de marzo de 1976.
La relación de María Luisa Bemberg con la oligarquía era directa: su apellido paterno condensa todo el sentido de los más de diez años de regímenes antinacionales y antipopulares en que dicha clase dominó nuestro país entre el 6 de septiembre de 1930 y el 4 de junio de 1943, la Década Infame.
La serie de Piñeiro y la película de Bemberg, a su vez, hablan justamente de dos momentos del predominio más grosero *de esa misma oligarquía*: el del general Justo (de origen radical alvearista) y el del empresario Macri (de origen peronista menemista).
Hablan, respectivamente, del tiempo de la Concordancia con su Sección Especial y el de la Alianza Cambiemos con sus Doctrinas Irurzun y Chocobar, del tiempo del Rodríguez Larreta que justificó un golpe de Estado y el del Rodríguez Larreta que en este mismo instante brinda refugio a los herederos en desgracia del desplome del macrismo presidencial.
Finalmente, algo que no es gratuito para entender el tono mítico de El Reino: la presidencia «institucionalmente válida» de Macri, tal como la de Justo, también tiene en su origen algo parecido a un golpe de estado. El de Justo es clarísimo: el del General Uriburu. El de Macri, en cambio, fue mínimo y sutil. Pero no por ello menos evidente para un jurista y el mundo jurídico en general: Mauricio Macri y su vicepresidenta atropellaron adrede la Constitución al negarse a recitar el texto taxativamente prescripto en el artículo 93 al momento mismo de jurar su cargo.
Y como quien puede lo más, puede lo menos, advirtieron así lo poco que iban a respetar instituciones, propiedades, honras e investiduras en su carrera contra el tiempo *para eliminar del país todo lo que no fuera interés de la oligarquía*. En ese clima gobernaron, un clima que aún pesa como amenaza hasta que el macrismo pierda fuerza y lo suplanten otro tipo de expresiones políticas más dispuestas a abandonar la violencia como método.
Ambas mujeres, entonces pintan dos cosas muy parecidas: dos momentos en los que el verdadero proyecto de país de la minoría agroexportadora y antiindustrialista centrada en la City porteña llegó al poder y pretendió legitimarse electoralmente después de haber neutralizado a la representación mayoritaria de las aspiraciones nacionales y democráticas de las grandes masas del pueblo argentino. Pero en dos circunstancias diametralmente opuestas.
Realismo y mito
Esa diferencia, sin embargo, no hace sino reforzar la idea de que las dos películas hablan de lo mismo. Se trata simplemente de una cuestión de oportunidad.
Cuando María Luisa Bemberg filmó su realista Miss Mary los hechos que relata ya estaban (o parecían) juzgados y cerrados ¿Quién iba a molestarla por la osadía de pintar en toda su soberbia oligárquica a su propio padre, Otto Bemberg?
El país de la Década Infame, a medio siglo de distancia, después de la retirada del Partido Militar Oligárquico, ya parecía no existir más. Un retorno de los monstruos goyescos de entonces dentro de un régimen democrático que el propio imperialismo quería proteger (después del susto de las Malvinas) parecía imposible, cosa juzgada. Todas las pruebas de Clío estaban al alcance de cualquiera. Bemberg tenía en claro que en la Argentina alfonsinista meterse con la Década Infame no acarrearía problemas (y menos aún a alguien tan del riñón oligárquico).
Esa certeza no puede tenerla nadie con respecto al régimen abyecto de Macri en nuestros días. Y Piñeiro osa filmar su serie cuando ni siquiera se han entibiado los muertos del cuatrienio macrista. Bajo estas condiciones, el artista tiende a ser alusivo, y no por censura o temor (aunque algo de eso también sigue flotando aún en el aire, como una pestilencia remanente que aún no se disipó). Y el mito es la forma más elaborada de la alusión.
No se entienda mal: en ningún momento estoy hablando de una cobardía conciente. Ni de una prudencia del artista bajo un régimen totalitario. Se trata simplemente de la doble vara que rige en un país en el que un apologista del régimen de 1976 puede ser director de escuela mientras una docente que critica al macrismo es sumariada por adoctrinamiento.
Se trata simplemente de la inseguridad de los ciudadanos que ignoran hasta dónde han sido espiados, escuchados o seguidos por el aparato de la AFI, y, mucho peor, tampoco pueden tener certeza de que los equipos y programas que ejecutaron ese seguimiento hayan caído o no en manos privadas.
Se trata del espectáculo odioso de un Poder Judicial aún dominado por el Partido Judicial Oligárquico, que defiende a los perpetradores del régimen cuya maldad Piñeiro denuncia y atemoriza a quienes deben enjuiciarlos («¿Y si vuelven al poder?»)
En el ambiente en que se mueve Claudia Piñeiro nada de esto deja de flotar en el aire, y lo podemos asegurar porque todos sabemos que en todo el país aún se huele la influencia terrible del pastor Vázquez Pena, que acaba de dejar el gobierno y está procurando recuperarlo cuanto antes.
Lo que sale naturalmente entonces es el mito, y no la crónica realista.
En síntesis: el mito
El Reino cuenta lo suyo bajo la forma de un mito: el mito del ocultamiento, defensa y rescate del Pescado para que el pastor Vázquez Pena, encarnación del Mal, no lo profane y elimine. ¿Y quién puede ser El Pescado, qué ser humano material puede ser El Pescado? Ninguno en particular, pero millones en general: el Pescado es el pueblo argentino.
Entonces, El Reino relata míticamente la persecución del pueblo argentino por un malvado que busca violarlo y luego eliminarlo en su ser real. Y el pueblo argentino es protegido incluso por miembros -populares- de la secta que el Pastor preside. Julio Clamens está en el medio, dominado por el poder de Macri pero con plena conciencia de lo que está sucediendo. Tal como el radical promedio, tal como, quizás, el marido de Claudia Piñeiro.
Son cosas que el pequeño burgués bien acomodado en el país oligárquico necesita dejar de ver.
Y hace falta un artista y una gran obra de arte para llevarlo a ver.
Claudia Piñero, has hecho un trabajo inmenso. Ojalá que se entienda el mensaje. Ojalá que sirva.
Néstor Miguel Gorojovsky. Periodista, escritor, geógrafo / Patria y Pueblo / La Señal Medios
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