En esa ficción, que formaba parte de un libro llamado El jardín de senderos que se bifurcan, de 1941, aparece un relato de nombre singular, en el cual puede leerse: “El mundo que habitamos es un error, una incompetente parodia; la paternidad y los espejos son abominables, porque lo multiplican y afirman”.
Hay situaciones que con lamentable reiteración pueden arrastrarnos a la cuasi certeza de la veracidad de esa imaginación –¿visión?– de un señor crecientemente ciego.
Al recibir en la cabeza –o vaya a saber dónde– el mazazo de la noticia de la muerte de Horacio González, de ese extraordinario pensador nacional, de ese tipo querible, agudo, claro y clarificador incluso en sus textos menos luminosos –que escasean, por cierto, en su obra–, me explotó el inicio de aquella frase con la que el viejo Borges recrea con finura al no tan viejo Platón: el mundo que habitamos es un error.
Un error. Como las construcciones ideales que lo explican, los símbolos, las palabras, las creencias, las consignas, los colores, los argumentos chotos que el poder pone en las bocas y en los vacuos cerebros de sus voceros para distraernos, y muchos de los sueños con que se pretende hacernos creer –otra vez, platónicamente– que son o pueden ser ciertos los disparates más estúpidos y los más canallescos. Y sobre todo es una exasperante parodia, por las espantosas idioteces que semianalfabetos rentados discuten en su media lengua por la tele o escriben –muy mal, la mayoría– en las páginas de algún gran diario argentino o en alguna tribuna de doctrina.Y finalmente, es un error y una incompetente parodia, porque todo lo que ellos condenan es falso o irrelevante, porque lo bueno que se predica no es tal, y porque una inteligencia destartalada, estúpida y malévola se mueve en esta tierra, haciendo como que es una inteligencia, haciendo como que habla y escupiendo oquedades, mientras Horacio González ya no respira más y entre nosotros no hay más su cálido estar, ni su inteligente decir, ni su gran condición humana. Así de simple, así de cierto.
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