¿Síndrome post-colonial o, simplemente, odio de clases?. Ganó la economía no tan estúpida y se cumplió la previsión de Alvin Toffler a propósito de la revolución de las comunicaciones. Las big tech abultaron sus cajas registradoras, trabajamos desde casa y asoma la picardía argentina por la que Marcos Galperín decidió mudarse al “paisito” –en lenguaje tilingo, por si no se entiende: Uruguay– para pagar menos impuestos. Del otro lado, la tracción a sangre se convirtió en una app medieval de la pobreza, automatizada en repartidores esclavizados con teléfonos inteligentes.
Por Federico Corbiere
La historia es conocida. La miseria en la Argentina trepó en el balance del INDEC, presentado el 31 marzo, al 42%, con 22 millones de pobres y contando. Resistencia (Chaco), Concordia (Entre Ríos) y la provincia de Buenos Aires encabezaron la lista. Y de no ser por los programas sociales como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), la tarjeta Alimentar o la asistencia a comedores y merenderos, la realidad sería aún más terrible.
Por otro lado, los vuelos continuaron de forma administrada. No se aplicaron multas severas a quienes rompieron los protocolos y, como sin penalidades las reglas se tornan efímeras, un surfer barrenó el Covid-19 desde Brasil hasta Villa Gesell al final de ese verano. Los profetas de la orquestación de prensa insistieron en acusar a los sectores vulnerables de “planeros”, bebieron en cámara dióxido de cloro, descalificaron la vacuna rusa e, incluso, el lobby-hobbit lejano a la capacidad analítica de José Pablo insistió en el negacionismo de la última dictadura, ironizando –el 28 de octubre de 2020– sobre los 30.000 muertos por coronavirus y los crímenes del terrorismo de Estado.
Ceguera
No era ciencia ficción. El mundo se convirtió en una novela de terror apocalíptica en pocas semanas. El genial Danny Boyle lo anticipó en su saga de zombies 28 días después (también traducida como Exterminio), de la cual aún esperamos que se filme la última parte de la trilogía, anunciada en 2019.
Mucho antes, en 1951, el mismo año de la reelección de Juan Domingo Perón y del primer sufragio femenino, John Wyndham publicó El día de los trífidos, traducida por un falso José Valdivieso para Editorial Minotauro, el sello creado por Francisco “Paco” Porrúa, verdadero intérprete que puso en español a escritores como Ray Bradbury, Úrsula K. Le Guin y J. R. R. Tolkien.
En aquella novela no pasó lo mismo que en la Argentina ni en la peli de Boyle, salvo por los problemas en los ojos: una ceguera colectiva afectó a toda la población londinense para ser devorada por plantas carnívoras que polinizaron la Tierra tras una lluvia de meteoritos. Las plantas terminaron por apoderarse del mundo. Pero la clave está en la ceguera, aquella que Carlos Marx encontró en la plusvalía como origen de la desigualdad.
El texto de Wyndham se convirtió en película Clase B bajo la cámara del húngaro Steve Sekely, que bien se merece un sábado de súper acción y pochoclo para alternar con Netflix. Allí el protagonista es un biólogo que despierta en un hospital, tiene unos pocos anticuerpos que le devuelven la visión y se encuentra con ese fenómeno desconocido. En el relato aparecen teorías conspirativas con laboratorios siniestros que, por supuesto, para un autor británico en plena Guerra Fría no podían ser otros que los típicos soviéticos empecinados en esparcir su ideología.
Recordemos. La imbecilidad generalizada que demonizó la vacuna Sputnik V –y luego se la aplicó– tiene su correlato en la industria cultural. Podríamos preguntarle a Jesús Martín-Barbero, pero a comienzos de junio una complicación respiratoria por Covid-19 nos dejó solos con sus libros. Esa relación entre los medios y la gente sigue siendo el eje sobre el cual toman protagonismo los formadores de opinión pública.
Más allá del sesgo de época, lo interesante del relato surge en la metáfora de una sociedad fetichista plagada de autoritarismos y en la búsqueda de una salida para preservar la vida. Siempre se trata de eso. Preservarnos en la adversidad. Y como estamos en una sociedad carnívora repleta de trífidos que hicieron escala en Miami, resulta imposible encontrar puntos de equilibrio.
Casi de manual tercermundista, la vacuna no llegó para todos por igual. Problemas de hegemonía, inequidad geopolítica e injusticia en el mundo. En la comarca televisiva de LN+ inventaron otra teoría conspiranoica de coimas al asegurar que el gobierno de Alberto Fernández trabó el contrato con Pfizer en el primer trimestre de 2021 para favorecer a AstraZeneca, sin contarnos que este último tampoco entregó las dosis pactadas a la Unión Europea. Por su parte, el 7 de junio en la Cámara de Diputados, el gerente de Pfizer Nicolás Vaquer desmintió cualquier contubernio.
En síntesis, los laboratorios privados negociaron al mejor postor y luego repartieron las dosis como quisieron. Firmaron convenios de confidencialidad con la Unión Europea y aplicaron las “reglas del mejor esfuerzo” (best effort) por las cuales no aplican multas por incumplimiento. En el caso argentino, Pfizer le echó la culpa a una cláusula de indemnidad frente a desenlaces no esperados. Lo cierto es que esa política obtuvo los votos en el Congreso.
Los hobbits de las tierras mass-mediatizadas, curiosamente, prefieren negar las decisiones de los representantes del pueblo desde su tribuna de doctrina.
Viruela
Muchos pensamos que el coronavirus nos haría más solidarios. Sin embargo, los laboratorios terminaron ganando la pulseada y los países más poderosos se quedaron con la primera partida. El efecto derrame de la bondad del mercado los transformó en carmelitas descalzas cuando su stock llegó a la fecha de caducidad y el temor a nuevas mutaciones alertó al Presidente de Estados Unidos, Joe Biden, entre los buenos contribuyentes al fondo Fondo Covax.
En el siglo XXI, algo evolucionamos. Ya no resolvemos nuestras disputas con pactos de sangre. Hemos tomado nota bajo no pocas contradicciones. Nos lo cuentan los hechos y aquellos historiadores que ponen en perspectiva nuestro acontecer con las dificultades del progreso.
Caseros –la batalla de 1852– consolidó al entrerriano Justo José de Urquiza en la Confederación Argentina. La resbalosa roja de Juan Manuel de Rosas fue, y quedaron los porteños apretujados en la riqueza del Estado de Buenos Aires con su ciudad-puerto. Eso no cambió tanto en la capital unitaria que, incluso, luego de la reforma constitucional de 1994, sigue con sus mañas.
Casi una década después de Caseros vendría la sorpresiva retirada de Urquiza en Pavón (1961), con una caballería ganadora bajo el mando de Ricardo López Jordán, frente a un Bartolomé Mitre que ya se adelantaba a la moda urbana de la barba hipster. De alguna manera la ciudad le ganó al campo. Con la generación del ‘80 lo convirtieron definitivamente en latifundios forzados por la “Campaña al Desierto”, previo regalo de mantas con viruela a los pueblos originarios, en lo que sería una de las primeras guerras bacteriológicas.
Según esta versión de la historia, ese sería el fin de la disputa entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires. También la piedra fundamental del asesinato de Urquiza, otra vez casi una década después, bajo las órdenes de López Jordán, ese general sin triunfos a pesar de Caseros.
La conocida “Tenida de Unión Nacional” que juntó a Urquiza con Santiago Derqui, Mitre y Domingo Faustino Sarmiento un poco antes de Pavón, no sería gratis. ¿Qué aprendimos de todo esto? Que el poder es relacional, porque a excepción de Urquiza, todos fueron Presidentes. Que el diálogo parece el camino correcto y que la violencia política no debe volver.
La tercera ola
El mencionado director Danny Boyle dedica una escena a El día de los trífidos en la primera parte de la saga. Cillian Murphy despierta en un hospital y al recuperar la visión se encuentra con un contagio masivo y el anhelo de supervivencia. En la segunda entrega, Robert Carlyle se convierte en zombie para contagiar de nuevo a todos en la segunda ola. Hay otra exposición al virus, epidemia y muerte.
No fue el Covid el que se llevó a Jesús Martín-Barbero, sino el negacionismo a ultranza en sus aspectos económicos y culturales. Ese que repite la teoría de los dos demonios y que busca profundizar la violencia y el odio a lo popular. En especial, cuando los sectores vulnerables son incorporados en la agenda política como prioridad frente a una crisis sanitaria, en la que terminó ganando un sistema global de patentes que debieron ser liberadas por los laboratorios.
Todas estas historias tristes tienen un común denominador en la ceguera colectiva que, de momento, lleva casi 4 millones de muertes reportadas en el mundo y confirma una tercera ola en variantes nuevas a pesar de las vacunas. En tiempos de campaña electoral, ese pequeño hobbit que todos llevamos dentro nos envilece por riñas sectoriales y se olvida de un sistema de salud saturado con más de 500 muertos diarios. Son datos que deberían hacernos menos egoístas, mejores personas, más humanas y más reflexivas.
La simbología tiene algo llamativo cargado en el signo y las terceridades. Un tercer día del tercer mes del año se declaró la pandemia. Los trífidos suenan a tres, la saga de Danny Boyle tendrá su tercera parte, y Marx puso en la tierra el materialismo dialéctico sobre las tres partes del modelo hegeliano: ser, nada y devenir, en una nueva síntesis sobre la cual no perdemos la esperanza de dejar guardado en la cultura el antídoto para las futuras generaciones.
Federico Corbiere
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