En 1741 publicaba Bach el cuarto y último volumen de su Clavier-Übung (ejercicio o práctica para clave), que constaba, según dijo él mismo, «de un aria con variaciones para clavecín con dos teclados».
Cuenta la leyenda que Bach escribió estas asombrosas variaciones para vencer el insomnio del conde Hermann Karl von Keyserling, embajador ruso en la corte de Sajonia, que se las había encargado para que su joven clavecinista Johann Gottlieb Goldberg las tocara por la noche. (Seguramente esta anécdota es apócrifa, pero yo misma me las he puesto a altas horas de la noche con la misma finalidad.)
Fuera cual fuese el objetivo, las Variaciones «Goldberg» son la típica música que pone en trance a las personas con sensibilidad numerológica. Tras el aria inicial, Bach despliega el prometido arsenal de variaciones, que son matemáticamente perfectas: los treinta y dos movimientos de la serie se han construido sobre un bajo continuo de treinta y dos compases; cada uno adopta la forma binaria; las frases son de dos, cuatro u ocho compases.
Toda la obra está dividida en dos, pero las variaciones pueden también dividirse en grupos de tres. Bach añade a esta estructura cristalina una serie de cánones, esas formas musicales de máxima precisión matemática. Y así sucesivamente. Los fanáticos de los números podrían pasarse la vida entera describiendo y analizando los conjuntos numerológicos de las Goldberg.
Es revelador, sin embargo, que Bach anotara en el manuscrito que la obra se había «preparado para deleite espiritual de los amantes de la música». Para mí es un brillante ejemplo de los efectos mágicos que puede ejercer la música, aunque el oyente no conozca la causa. Así que me quedo con «el deleite espiritual». No hace falta ser licenciado en matemáticas para ello.
Clemency Burton-Hill
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