El profesor de música de Finzi, Ernest Farrar (11 de noviembre), dijo en cierta ocasión que era «muy tímido, pero estaba lleno de poesía» y a mí me parece una estupenda descripción de gran parte de su música.
Siendo de la generación que era, vivió la tragedia en primera fila. Perdió a tres hermanos (y a Farrar) en la Primera Guerra Mundial. Su padre había fallecido poco antes de cumplir él los ocho años.
Su música estuvo teñida de un carácter elegíaco desde el principio mismo: en el horizonte se divisa siempre una sombra, una sensación de pérdida. Pero buscó y encontró consuelo en la poesía y musicalizó versos de Thomas Traherne, Thomas Hardy, Christina Rossetti y William Wordsworth. En su música reaparece una y otra vez un motivo de inocencia que se interrumpe y las texturas de su orquestación y de la escritura vocal, ocasionalmente arrobadas, en cierto modo quieren redimir la melancolía.
Además, en la música de Finzi hay algo que parece esencialmente inglés, a pesar de que sus raíces familiares fueran italianas, alemanas y sefarditas. Su música arrastra una deuda evidente con Edward Elgar y fue amigo de Gustav Holst y Vaughan Williams, aunque no obtuvo el reconocimiento crítico de éstos.
Escribió esta meditabunda y estremecedora romanza para orquesta de cuerdas a finales de los años veinte (en 1928 concretamente), pero la dejó descansar y luego la revisó varias veces. No se publicó hasta 1951, el mismo año en que se le diagnosticó la enfermedad de Hodgkin. Falleció un lustro más tarde, este día.
Clemency Burton-Hill
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