Chile y Argentina: repudiar a los genocidas en paises que coquetean con el olvido. Reflexiones del músico, escritor y sociólogo chileno Pablo Monroy Marambio que bien se aplican a la reivindicación planteada en el Salón Dorado de la Legislatura Porteña, cita organizada por la candidata a vicepresidenta por el partido "libertario" de Milei, que lució fuertemente vallada mientras las calles eran ocupadas por la gente en una especie de asamblea hecha de encuentros, de conversaciones y de intercambios: De acuerdo a lo que señala el Doctor en Filosofía de las Ciencias Políticas de la universidad de Leiden y académico de la universidad SEK, Mladen Yopo, el término Negacionista surgió como apelativo de los primeros revisionistas del holocausto judío. Mucha agua ha pasado bajo el puente desde el dictamen de Nüremberg a la fecha, y contrario a la suerte que deberían haber corrido aquellos primeros irrespetuosos, dado el ejemplo que han sentado naciones como Alemania, cuyas leyes en contra del negacionismo son más que ejemplares, lo cierto es que esta “corriente” ha resurgido con nuevos bríos en el último tiempo y a escala mundial, lamentablemente. Estos suelos, siempre generosos a la hora de ser la copia feliz del edén, no han sido la excepción a la hora de dar cobijo y tribuna a más de un exponente criollo de la burda tergiversación de los hechos históricos.
Nota de la redacción: sobre la nota, cambie el nombre de algunos políticos y asesinos, fechas y lugares, cifras y estadísticas, y el resultado será el mismo: Videla por Pinochet, Argentina por Chile, etc. En todo caso, sirve para remarcar que el acto organizado por Victoria Villarruel, candidata a vicepresidenta de Milei, desnuda el verdadero concepto de “libertad” que defienden los supuestos libertarios: la libertad de represión, y es parte de un entramado global de ese proceso que aquí llamamos "del neoliberalismo al fascismo" del que tantas veces hemos hablado en el blog cabeza.
Por Pablo A. Monroy Marambio. Escritor, Músico y Sociólogo
Revuelve el estómago, en serio, la ausencia de voces en contra que, con la misma vehemencia que empeñan quienes dispersan estos discursos de odio, les salgan al paso y les impongan el silencio. Silencio puro y duro y definitivo, sin el mínimo derecho a réplica, porque el respeto es algo que de suyo desconocen todos esos rabiosos e inciviles reaccionarios.
No es el único caso, por cierto, y precisamente por eso se hace tanto más repugnante el actual concierto. Hace poco otra reaccionaria tan perniciosa como impertinente, María Luisa Cordero, deslizó con total falta de disimulo, que los daños de por vida con los que debe cargar la Senadora Fabiola Campillai, cegada a mansalva por una lacrimógena de Carabineros en el contexto del Estallido Social, no son tales. También hizo lo suyo el convencional republicano y Opus Dei, Luis Silva, al señalar que Pinochet fue un “estadista” y que se debía “ponderar” mejor lo hecho por ese “gobierno”.
Hay acciones en contra, claro. Naveillán pasará a la Comisión de Ética de su Cámara, a Cordero la desaforaron dado el tamaño de sus incivilidades. A Silva su propia tienda lo silenció. No obstante, y permítanme insistir en esto, tales acciones no son suficientes, no alcanzan a revertir el daño que infringen sus intervenciones, y no encuentran, como ya está dicho, una oposición firme, inmediata e incontestable, a la altura de las que espetaba Gladys Marín, con ese tesón y firmeza. No sirve la buena crianza para hablar con malnacidos.
El insulto se queda corto.
El hecho de que estas arremetidas negacionistas no sean más que la continuación de otras varias que hemos visto multiplicarse durante los últimos años, es prueba más que decidora de que las acciones protocolares de política consensual son, como ya está dicho, insuficientes.El descaro con que el entonces diputado UDI, Patricio Melero, declaraba en 2006 que todo el gremialismo sentía orgullo por la obra del dictador, en momentos en que este agonizaba en el Hospital Militar. La falta absoluta de vergüenza de parte de Iván Moreira, quien jamás ha dejado de afirmar cosas como la dicha en 2013, cuando señaló que Pinochet lo había “salvado de vivir en una dictadura marxista que mató y sigue matando (…) salvó la vida a una generación completa”.
Aun antes, la vergüenza internacional que debimos pasar por culpa de personas como Joaquín Lavín o Evelyn Matthei (mismos que más tarde formarían parte del grupo de personeros de derecha que se desmarcarían de la cercanía con el tirano, una vez hecho público que éste usaba alias para robar las arcas fiscales y depositar el dinero en bancos como el Riggs), quienes con motivo de la detención del asesino en Londres, por oportuna diligencia del juez español Baltazar Garzón (ya que no hay tribunales en esta patria para bestias como Pinochet), rasgaban vestiduras, planeaban absurdos rescates, negaban los servicios de aseo a las embajadas de España e Inglaterra.
En un país tan amante de los eufemismos como este, en donde nadie habla claramente ni de los suicidios ni de los abortos, que no dejan de suceder ni en las ramas castrenses ni en los hogares más acomodados, correspondientemente, es tremendamente difícil sentar los necesarios límites que dejen de dar pie a tanta confusión, a tanto resquicio verbal con el cual se dicen las brutalidades más irrepetibles, y se sigue tan impune porque todo siempre es culpa de quien “interpretó” tal cosa, nunca de quien las dice.
Por lo mismo, no puede ser más oportuno hacer la diferencia. No es lo mismo ensalzar cierto rasgo supuestamente virtuoso de un régimen, y con ello disminuir o hasta justificar (sin desconocer) las terribles consecuencias que ese mismo régimen ha dejado en la historia de un país, nuestro país, como la clásica afirmación de que “por lo menos devolvió la estabilidad económica”, que ni siquiera es cierta; que, de plano lisa y llanamente, negar los hechos ocurridos, los gruesamente probados hechos ocurridos, los judiciales dictámenes sobre los hechos ocurridos.
Con todo, el problema no sería tan grande si solo se tratase de un grupo, de una clase o sector específico, pero el asunto es que, más terrible aun, estas obscenas intervenciones siempre hacen noticia, y si uno lee en los comentarios de dichas noticias en los portales que las sostienen, se encuentra con opiniones de personas comunes y corrientes, como usted o como yo, quienes, horror de horrores, aparecen apoyando cada vez con mayor naturalidad estas falsas versiones de lo ocurrido.
Aquí, mantras como el que no ha dejado de repetir el actual presidente de la UDI, Javier Macaya, es mucho más que un discurso accidental e irresponsable, y sus intenciones son obviamente mucho más intrincadas. “Cada chileno tiene una opinión de lo ocurrido”, ha declarado cada vez que la oportunidad se lo permite; “y como tal, esa opinión debe respetarse”. “Es un pronunciamiento militar, yo lo puedo decir, tengo libertad de pensar”, declaraba la diputada Naveillán en un programa de televisión en julio pasado, al ser inquirida respecto de la dictadura.
Opiniones, la libertad de expresarlas; he ahí la trampa. Quien cuestione esas opiniones, aparece como persecutor de esa “libertad”. Lo que la ecuación no menciona, no obstante, es que una cosa son las opiniones, y otra los hechos. Si la opinión niega intencionalmente un hecho probado (judicialmente probado, empero), es una mentira. Desmentir con pruebas un falso enunciado dista mucho de coartar la libertad de nadie.
Símil ejemplo de esta “trampa”, de esta zona gris que tan bien les viene a esos, es el término “liberalismo”, enarbolado hoy por hoy como bandera identificativa de las más diversas posturas. Otro tanto sucede con el concepto de “derechos humanos”. Derechos humanos de carabineros, reclamaban algunos durante el estallido social, desconociendo la frontera ente civiles e instituciones, máxime si estas son las que encarnan el monopolio gubernamental del uso de la fuerza. El discurso que quiere abolir los derechos humanos de los delincuentes vuelve a incurrir en el mismo error; no es posible relacionar de manera alguna el alza de la delincuencia con el respeto irrestricto de los derechos fundamentales. La inequidad social es de hecho ya un atropello del contrato social al que todos debiéramos adherir.
Llegados a este punto, me parece que de lo que estamos, es en frente a un conflicto entre significado y significante. Por supuesto, el peligro es que las consecuencias de este conflicto transcienden con mucho el ámbito de las aulas o de los estudios de la lengua y sus variaciones.
Me explico.
Así como las opiniones no se pueden poner a la altura de los hechos, nuestros conceptos basales tampoco pueden ser pasto de reinterpretaciones relativistas tan propias de esta post posmodernidad en la que vivimos. Las acciones que podemos señalar como negacionistas, siguen multiplicándose impunemente, porque las mismas se despliegan a través de etéreos, se han vuelto un intangible. Es fácil no sentir que se causa daño, si no se tienen a la vista las consecuencias de dicho daño.
Pues bien, esta exposición no es ni más ni menos que una invitación a superar este pernicioso hábito, de manera práctica.
Yo no sé si personas como Silva o Naveillán o Cordero cualquier personero de derecha de los aquí mencionados (y los que no), son personas intrínsecamente malas; lo que sí sé, o de lo que estoy absolutamente seguro, es que ninguno de ellos, ni de quienes apoyan o replican sus dichos y opiniones, serían capaces de afirmar abiertamente que están de acuerdo con que un perro viole a una embarazada, o que les parece pertinente que, para obtener una confesión, a alguien se lo cuelgue de manera invertida y se le ponga una bolsa con ratones cubriéndole la cabeza.
Estoy seguro de que ninguno de ellos ni quienes dicen seguirlos, afirmarían a cara limpia que no ven problema en que un detenido sea obligado a violar a su propia hija mientras obligan a la madre a observar el inhumano espectáculo.
Estoy extremadamente seguro de que ellos mismos ayudarían a aplacar el dolor de quien con gritos que le desgarran la garganta intenta “sentir menos” la ingente diversidad de objetos que le meten en la vagina o en el ano.
Ninguno de ellos afirmaría con esa desfachatada soltura con la que van “opinando” sobre estos mismos horribles hechos probados, que está bien que las mujeres sean “botín” de guerra, “estrategia” para doblegar al enemigo; mucho menos las embarazadas, muchísimo menos las niñas y niños. Ninguno, jamás permitiría que un no nato sea un detenido desaparecido.
El académico Jorge Molina Araneda, ha publicado hace poco un compendio de los totales actualizados de los significó la dictadura. 40 mil víctimas directas; 3.227 asesinatos; 1.158 personas desaparecidas; 1.168 centros de detención y tortura; privatización de la salud, educación y seguridad social; desmantelamiento y venta de empresas estatales; US$18 millones de enriquecimiento ilícito en cuentas del Banco Riggs; 45% de pobreza en 1987.
Estos son los hechos comprobados, no las opiniones que alguien se sienta “libre” de esgrimir.
Para que nunca más nadie ose siquiera señalar que “no fue tanto” como cuentan las “leyendas urbanas”, tendremos entonces que dejar de hablar de violaciones de los derechos humanos, para comenzar a hablar de violaciones de personas, de niños, en grupo, con perros. Tendremos entonces que dejar de hablar de manifestantes para hablar de seres humanos quemados vivos. Tendremos que dejar de hablar de Desaparecidos para hablar de personas asesinadas por la espalda, o a sangre fría, o sin juicio, y lanzadas al mar amarradas a rieles, o enterradas en fosas comunes y luego exhumadas ilegalmente para volver a enterrarlas en cualquier otro sitio y simplemente arrojadas a un vertedero.
Restituirle al horror su verdadero nombre, traerlo a nosotros, bajarlo del imaginario y exhibirlo desnudo en la calle, para que todos puedan verlo. Ya no hablar de horror si no que, de Parrilla, y explicarlo; de Submarino húmedo, y explicarlo; de Colgamientos, y explicarlos. Ya no hablar de horror, si no que nombrarlo y darle un rostro; el de Manuel Contreras, el de Eugenio Berríos, el de Íngrid Olderöck y su perro Volodia, el de Carlos Cardoen, el de Augusto José Ramón Pinochet Ugarte. Su nombre y el de todo quien lo apoye.
Miguel Silva
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