En el cumpleaños de Dvořák, un hermoso, apasionado y virtuoso ejemplo del formato cuarteto para piano, que es relativamente inusual. Mozart —oh sorpresa— había sido el primero en escribir para esta curiosa combinación (piano y cuerdas) y produjo un par de joyas, una en mi bemol mayor y otra en sol menor.
Beethoven, Schumann, Brahms y Fauré recogieron la idea. Pero es justo decir que pocos compositores tuvieron la habilidad necesaria para escribir con efectividad para este grupo instrumental concreto que, en manos menos expertas, plantea fácilmente problemas de textura y equilibrio.
Dvořák lo intentó por primera vez en 1880, pero tuvieron que pasar casi diez años antes de decidirse a darle forma por segunda vez. Al final cedió a las presiones de su editor Simrock, que solía enviarle notas como la siguiente (autónomos, miren a otra parte): «Me gustaría recibir de una vez un cuarteto para piano suyo, ¡me lo prometió hace mucho tiempo! ¿Va bien la cosa?»
Cuando Dvořák se concentró en él, en el verano de 1889, la cosa fue estupendamente. Era el momento más fértil de su vida y escribió a un amigo para decirle: «Tengo la cabeza llena de ideas […] Ya tengo listos tres movimientos de un nuevo cuarteto para piano y tendré el final dentro de unos días. La composición marcha sobre ruedas y las melodías me vienen a raudales…»
Las melodías en cuestión son algo fabuloso, sobre todo en este segundo movimiento, que es superlírico. (Poco después de terminarlo, dicho sea de paso, tuvo una plaza de profesor de composición en el Conservatorio de Praga. Entre sus estudiantes, como ya sabemos, estaba un joven Josef Suk — que luego sería su yerno— que recogería el testigo de Dvořák y compondría su propio cuarteto para piano, su simbólico «opus 1».)
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