Primero Diego, ahora Horacio. Nos queda Charly. La semana pasada (el 22 de junio de 2021) se fue Horacio, o el único héroe en este lío. Siempre subversivo de los esquemas. Un Libertario de verdad (no uno de esos advenedizos libertarios anticuarentena); un hombre libre que había encontrado una causa, un revolucionario que no aceptaba ninguna enunciación que cerrara la posibilidad de conquistar otra sociedad. Fue un Antonio Gramsci de estas pampas, nuestro Ray Bradbury en defensa de la palabra, los libros y las ideas, parte de una generación que parió héroes y mártires, un agudo intelectual, militante, sociólogo, polemista, escritor, ensayista y docente que amó a la Argentina en colores, con relieve, de modo tormentoso y pasional. Que la pintó tal como era sin falsas piedades, slogans ni ocultamientos. Se dió a llamar Horacio González, y la Biblioteca Nacional fue una fiesta bajo su mano y dirección, como lo fue la cultura, el debate y el pensamiento. Un hombre de pensamiento crítico y corazón enorme, el único héroe en este barro. Y se lo llevó el virus, pero estará siempre en las aulas y en las calles.
Tenerte cerca fue un modo de habitar la ciudad. De vivir su espacio, de encontrarle sentido y hasta familiaridad, cuando la ciudad no fue nunca del todo mía. Con vos cerca, la ciudad brillaba y siempre había rituales y asambleas y lo público a mano, en las pizzerías, en las librerías, en los teatros, en las plazas, en los locales, en las aulas. En las aulas que iban con vos a las esquinas, como esa vez, de la clase pública en YPF.
Dice Pia que Horacio era un organizador cultural. Lo era, si no de la cultura general, sí al menos de la mía. Por él leí la mitad de lo que leí, incluso frenéticamente.
El país pierde no sólo a uno de sus mayores intelectuales, sino también a un referente ético y a uno de sus grandes gestores culturales, como lo demostró cuando fue director de la Biblioteca Nacional. De Horacio González puede decirse que no hubo ninguna rama de la cultura que le fuera ajena. Sociólogo de profesión, se dedicó al ensayo, el análisis político, a la relación entre política y literatura y también a la ficción. Fundador de Carta Abierta, siempre se identificó con las causas populares, pero supo mantener una distancia crítica frente a los gobiernos con los que se identificó.
No existe otro país como la Argentina. ¿Y qué es la Argentina? Acaso un lugar, tal vez una geografía movediza y aún en disputa con un imperialismo tardío. Tengo por mí que la Argentina es una idea: habitada por personas como Horacio. Los mitos, los ritos, la calidad emotiva de la lengua constituyen una actividad que socialmente nos cohesiona (incluso atravesadxs por la virtualidad), que nos pone en estado de comunidad. La celebración ritual intensifica y desborda la experiencia individual. De las escrituras que estamos leyendo, desparramadas por distintos vericuetos -hay uno corto y precioso de la Asociación Taxistas Capital: la recuperó Américo Cristófalo en el último encuentro de la 18 de Mayo-, de fotos a colores y en blanco y negro (hay una de un Horacio veinteañero en un potrero de Fiorito: llegó de la mano de Alexia Massholder) y videos que resurgen de la galera de otras Argentinas, de encuentros presenciales tímidos y un poco esquivos, de otros más o menos masivos en plataformas pergeñadas en Silicon Valley, de todo eso surge una “comunidad de pensamiento” (son palabras de mi amigo Diego Conno). Una comunidad de trabajadorxs, de militantxs, de conversadorxs: de parlanchinxs. Una gran comunidad horaciana, una experiencia colectiva que trata de retener a quien ya no es y que no dejará de seguir siendo.
Los cuerpos, en los actos rituales, en las ceremonias, incluso cuando son mortuorias, se cargan de belleza. Es la experiencia comunitaria de la celebración ritual que nos inviste de belleza. De una belleza horaciana. Belleza dotada de una sonrisa tibia, como dijo Hebe, una belleza que leía la vida política y la vida cultural del presente y las hacía latir en la belleza dramática de una memoria histórica de luchas. Horacio siempre ubicaba esas dos bellezas en una forma emotiva de la lengua: en una lengua mítica.
De Horacio se han dicho muchas cosas. Se lo ha recordado como el último romántico nacional y popular, como el último cookista. Tal vez todo eso sea cierto. Creo otra cosa: que se nos fue un revolucionario. (...) en la Argentina del siglo XXI es más bien la derecha que se apropia de temas, de palabras, de conceptos, de lugares propios de la izquierda: la calle, la movilización, la libertad, la revolución. Recordemos la tan mentada “revolución de la alegría”. Tenemos que reapropiarnos de la idea de revolución. En la Argentina la revolución ha sido debatida como una idea de pasado. Hemos caído en esa trampa. Horacio, al revés, nos indicaba con su sonrisa tibia que la revolución social es una forma del presente. Una alternativa al neoliberalismo para salir de la pandemia. La revolución como presente y como utopía. Como alternativa al mundo espantoso que vivimos. La revolución como consigna redentora. La revolución como manera de imaginar el curso que seguirá la historia.
En esta “comunidad de pensamiento” hecha de imágenes, textos, recuerdos, encuentros esquivos y masivos, cohesionada míticamente, brindo para que sepamos mantener entre nosotrxs, ritualmente, la figura de Horacio, de su lengua, de sus gestos amistosos; brindo para que sepamos mantener vivo el fuego gonzaliano. Para que esto dure un poco más, también se ha dicho. Un revolucionario ha muerto, nuestro amigo. Viva la revolución.
No solo fue uno de los mayores intelectuales argentinos, sino también un gestor cultural inquieto y eficiente y una persona excelente que supo ganarse el cariño y el respeto de aquellos con los que estuvo en contacto.
Horacio
González, sus textos, eran una topadora expresiva. No aceptaban
lectores perezosos ni lecturas hechas a medias tintas. Leer un texto de
Horacio González significa, hoy como ayer, entrar en una experiencia de
la que difícilmente alguien pueda salir indemne. Independientemente de
lo que allí haya escrito, o precisamente por eso. Porque así es, en
efecto, como sucede con los grandes escritores, con las grandes plumas,
de nuestro -de cualquier- tiempo: no importa qué es lo que está
diciendo, escribiendo en el papel, lo que importa es lo que está allí
escrito, grabado como letra y como un gesto único e irrepetible.
Durante su juventud militó en el movimiento estudiantil llegando a ser presidente del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires a fines de la década de 1960, donde luego fue profesor. Desde los años ’60 las producciones de Horacio González abrieron debates en el campo de la cultura y la política. En ese entonces era imposible imaginar al González del siglo XXI, el de Carta Abierta embanderado con un gobierno, jugándose en público para defenderlo. Encuadrarse era un bodrio para Horacio, díscolo e inorgánico.
Horacio cautivaba y cultivaba en sus clases de la Facultad de Ciencias Sociales: las aulas desbordaban porque, como un flautista de Hamelin que conducía al auditorio a través de su sabiduría, como un Maradona con la pelota, era un profesor que enseñaba a pensar. Con sus libros, iniciativas políticas, intervenciones públicas, causas militadas formó a generaciones "gonzalianas" de intelectuales.
Abrazó y se alejó del peronismo tantas veces como le pareció necesario. Muchas. No le calzó el peronismo renovador, con sus reglas, sus trajes, sus concesiones. Luego del 2003 –el pasaje que va del antimenemismo al kirchnerismo– comenzó a dar forma a una apuesta política institucional y emerge Carta Abierta, iniciativa política de urgencia frente a un "clima destituyente" provocado por la reacción de las patronales cerealeras ante el gobierno de Cristina Fernández.
¿Por qué Horacio González es tan querido? Creo que la pregunta sólo puede responderse así: porque era él. Resulta indistinguible si lo leíamos y lo escuchábamos porque lo queríamos o lo queríamos porque lo leíamos y lo escuchábamos. Y por la calidez de su pensamiento agudo, que se detenía donde nadie lo había hecho para hallar un tesoro donde parecía que no había nada que encontrar. Y porque hizo que quisiéramos con él: tantas personas, vivas y muertas, tantas ideas, tantos libros… Horacio quería querer con mucha gente, con toda la que fuera posible. Ese era su don, sobre el que María Pía López escribió un libro hermoso: Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad.
No era lo suyo, menos que menos, estar a cargo de la Biblioteca manejando horarios, burocracias, presupuestos, negociaciones con los sindicatos. La densidad de la etapa histórica lo llevó a mutar, a transfigurarse. El rebelde amaba más a la patria que a sus hábitos. Trascendió su idiosincrasia, se adaptó a una misión. Siempre había hecho política, decidió practicarla en otros terrenos.
Como la escuela y el sindicato, para la nueva fase del capitalismo, una biblioteca pública es piedra en el zapato. En su "Historia de la Biblioteca Nacional" (2010), Horacio González cuenta que, "perdida esa significación, se toman las bibliotecas como recintos culturalmente subalternos, a veces de menor importancia que un cibercafé o un locutorio". Si para el liberalismo esas moles llenas de libros habían sido Caballos de Troya contra el antiguo régimen, Horacio transformó a la Biblioteca Nacional en una usina editorial, un espacio de debate y reflexión, e incluso en una fiesta de la cultura, que es siempre territorio en disputa.
Porque la vida de Horacio González no fue la de un individuo que trazó un surco solitario. Fue la del conspirador, la del conjurado, la del revolucionario, la del que no dejó un segundo de intentar construir una sociedad más vivible. Fue el intelectual más potente de estas tierras, el escritor de obras preciosas y el funcionario más osado que dirigió una institución pública. Lo suyo fue la imaginación política, capaz de abrir, sin cesar, posibilidades para todxs.
María Pía López que había sido directora del "Museo del libro y de la lengua"
Lejos del intelectual afecto a las modas y los aplausos, Horacio, siempre crítico, siempre disconforme y con mayores exigencias ante los procesos populares, también siempre eligió desde su conciencia militante donde pararse. Atento a los debates intelectuales de las distintas épocas de su vida, nunca eligió la comodidad de ubicarse al viento de la corriente. Cuando hubo que estar contracorriente también supo hacerlo. Decidió hacerlo. Porque era un revolucionario del Humanismo, del cambio social, de la igualdad, de la justicia.
Ni el ACV que tuvo a fines de 2013 le hizo bajar el ritmo: escribió, presentó libros, dió conferencias, participó en actos, viajó. La vida es corta y hay que estrujarla al máximo. Quienes lo conocieron cuentan que era incapaz de rechazar una invitación, por eso presentó decenas de libros en un año, dió conferencias en localidades perdidas y calles sin numeración, su agenda -robusta y de papel- lo confirma.
Es que como Maradona con la pelota, Horacio se tomaba en serio al pensamiento, porque no podía menos que tomarse en serio la realidad que lo informa, empuja y hace implosionar. Como una suerte de oráculo, en momentos de incertidumbre, una acudía a sus textos para orientarse: ¿qué piensa Horacio de esto? Y ese “esto” dibujaba un arco que se extendía desde la conmemoración de un festejo patrio o el onomástico de una figura emblemática de la cultura hasta los últimos dichos del menor de los personajes pronunciados en la mesa de Mirtha o el programa de Canosa. Cada escena era leída en perspectiva y asumía en su pluma su debida escala. Era lo más cercano, en mi experiencia, a un Intelectual. Y tenía lo que tienen sólo los grandes: humildad, picardía, amabilidad, generosidad, pueblo.
Como dice alguna de las innumerables notas que se publicaron recordando su nombre a la hora de su muerte, la sensación es que no dejó objeto por pensar, es porque pudo desplegar una política de su saber: en Horacio todas las cuestiones fueron pensadas desde adentro, para ser interrogadas en sus últimas consecuencias, para ser extremadas en sus postulados. El Estado, la universidad, lo nacional, el peronismo, los setenta, el movimiento, las izquierdas, el sacrificio, los nombres y las letras argentinas son algunos de los grandes ejes de su producción intelectual.
Al contrario de los intelectuales universales, González hizo de su obra -escrita y conversada- una intervención política que consistió en encontrar lo infinito en lo más propio de la nación argentina. Si el imaginario borgeano no puede prescindir de la figura del tigre, de la espada, los espejos, el cuchillo y la duplicidad de la traición y el héroe, en el universo de Horacio González -acaso más vasto todavía que el del autor de El Aleph- podemos identificar fractales completos que hicieron a sus problemas decisivos. Entre todos sus grandes temas, una forma de escucharlo sensiblemente puede tener asidero en su política del saber, y más específicamente en su consideración del saber popular, imprescindible hoy más que nunca para refundar la universidad y la democracia, porque resulta inescindible de lo libertario, del trabajo, de la base ficcional de las ciencias, de la la violencia y de la picaresca, todo para interrogar y hacer más agudas nuestras mitologías.
Autor de más de cuarenta obras, se destacan "El filósofo cesante"; "Las multitudes argentinas"; "Restos Pampeanos"; "Filosofía de la conspiración"; "Historia crí"tica de la sociología argentina"; "La crisálida"; "Metamorfosis y dialéctica"; "Las hojas de la memoria"; "Un siglo y medio de periodismo obrero y social" y "Violencia y trabajo en la historia argentina".
El 9 de enero de 2020, luego de que Alberto Manguel, en coincidencia con las políticas del macrismo arrasara con la biblioteca para convertirla en un mero depósito de libros para especialistas, le decía a Tiempo Argentino refiriéndose a las bibliotecas en general: «Son viejas instituciones, muchas de ellas milenarias, como la biblioteca de Alejandría, que en el mundo tecnológico de hoy sólo parecen lugares obsoletos destinados a guardar libros y archivos. Estos viejos artefactos no tienen que quedar enmohecidos, sino que hay que revivirlos a través de la vida cultural que incluye la vida bibliotecaria, la catalogación de libros y el software. Pero eso no significa que la vida empresarial deba ser trasladada a las bibliotecas. También hay que tomar en cuenta las industrias culturales, siempre y cuando tengan la capacidad de recrearse y de tener la pepita de oro intelectual en su seno. Sin eso la industria cultural también se convierte en una industria apática. No hay industria cultural sin crítica cultural. La película coreana Parásitos se refiere a la industria cultural coreana y muestra lo que puede pasar en un país si se deja el espíritu de la crítica de lado. Me animaría incluso a hablar de la espiritualidad de la crítica, porque sin esa espiritualidad de la crítica no hay industria cultural que pueda salvar a un país. Una biblioteca nacional no puede ser un lugar no espiritualizado, aunque tenga una buena catalogación, una buena digitalización. Y lo que produjo el macrismo fue el fin del espíritu.» Y agregaba: «Como gestiones de tipo empresarial basadas en el contacto con empresas privadas, con un estilo privatizador, el estilo de Manguel fue un estilo pomposo y vacío. Él escribió un buen libro sobre la historia del libro, pero su estilo es el del neoliberalismo cultural que ha perdido las aristas de la crítica y la posibilidad de ver las bibliotecas nacionales del mundo, que son viejos artefactos del siglo XIX, en su capacidad de recrearse. Más bien las ve como lugares donde hacer negocios reclinados sobre la posibilidad de que las grandes empresas pongan su óbolo como esponsors. Son lugares de la cultura nacional esponsoreados por grandes empresas que de este modo se convierten en órdenes mendicantes. Eso fue Manguel y eso fue Barber, sin que esto signifique hablar mal de ellos como personas.»
Un humanista, sí, que creía en la transformación colectiva a través de la propia transformación; un ser dador de generosidad en el sentido amoroso en que se expresa la entrega, tu pasión Horacio, que es alegre.
Tenemos la obligación de batallar en la forja de ese humanismo crítico como una expresión posible del vivir común, de la prevalencia de esa comunidad libre, libertaria y liberadora que a Horacio tanto le gustaba pensar como un modo humano de la existencia.
Con la misma coherencia que había tenido en su juventud en las "Cátedras Nacionales" y que tendría hasta el final de sus días, Horacio eligió salir de la torre de marfil del intelectual exquisito y erudito (que sin dudas lo era, mucho más que algunos que presumen de tales sin fundamento), para asumir el compromiso militante en defensa de sus ideas, con la independencia de una mente inquieta, pero con la convicción de que ese, el de las ideas, era un campo en el que la lucha política debe darse siempre.
Parafraseando a Perón -de cuya trayectoria nos legara un libro monumental- bregó hasta el final por "institucionalizar la lucha por la idea"; en tiempos en los que la pereza intelectual se disfraza de eslóganes vacíos que no explican nada, como "la grieta".
Y al mismo tiempo con humildad y con esa pinta de Doctor Chapatín que rompía con los estereotipos visuales de los amanuenses culturales del régimen, como diciéndonos de entrada que él era -en palabras de Raúl Scalabrini Ortíz- "uno cualquiera, que sabe que es uno cualquiera".
Con Horacio González se va uno de los más grandes pensadores del campo nacional y popular, de los que no sobran. Pero si es cierto que nosotros tenemos pocos, ellos no tienen ni siquiera uno que le llegue a los talones.
Sergio Delfino
Viene a mi memoria que en esa ocasión Horacio manifestó que se sentía familiarizado con el recorrido del libro por la historia de militancia compartida, contada por los hombres y mujeres que fueron protagonistas directos de los hechos.
Tiempo más tarde, cuando tanto el país como la Biblioteca comenzaban a ser contaminados por la destructiva fiebre amarilla, Horacio y otros compañeros del ámbito cultural, preocupados y comprometidos con la realidad de su pueblo, vinieron a la Federación Gráfica Bonaerense a conversar con los sindicatos que habíamos creado la Corriente Federal de los Trabajadores, les entusiasmaba la idea de que un grupo de gremios dentro de la CGT, retomaran las banderas de un sindicalismo que volvía a enarbolar un programa de liberación ganando las calles para resistir al macrismo.
algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo.
La gente será convocada una por una,
para que recite lo que sabe,
y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad,
en la que, quizá, debamos repetir toda la operación".
Ray Bradbury, Fahrenheit 451
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