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Zaj: Música, Texto y Acción en la España Franquista

Zaj fue un grupo musical de vanguardia español, creado en el año 1964 por los compositores españoles Juan Hidalgo y Ramón Barce, y por el compositor italiano Walter Marchetti. Aunque se barajó la teoría de que su nombre se debe a la inversión de la palabra jazz, en realidad zaj supone la combinación de tres fonemas característicos del castellano. Zaj se dedicó sobre todo al desarrollo de las músicas de acción. Su gestación, en Milán, entre 1959 y 1963, tiene una importante influencia del neodadaísmo y del zen, así como del pensamiento del compositor estadounidense John Cage, a quien Juan Hidalgo y Walter Marchetti conocieron en Darmstadt en el año 1958. También se ha vinculado la actividad de zaj a la del grupo internacional Fluxus; y, aunque existen evidentes paralelismos y similitudes, no podemos negar la originalidad de las propuestas zaj. Cuando Hidalgo y Marchetti se establecen en España a partir de 1960, entran en juego una serie de circunstancias que propician el nacimiento del grupo. El impulso vanguardista que se da en este momento afecta tanto a la música como a la literatura y las artes plásticas, cuyas iniciativas entran en contacto. El grupo zaj nace como un movimiento musical, pero en él intervendrán poetas, pintores, escultores y performers. Entre 1965 y 1967, zaj se diversifica; compositores como Tomás Marco o artistas plásticos como Martín Chirino colaboran con el grupo, que se dedica sobre todo a lo que ellos mismos denominan un nuevo «teatro musical», en el que el sonido queda relegado a un segundo plano, para dar más importancia a los gestos y la producción de objetos. La poesía visual, el mail-art, el happening, la performance, y los libros de artista son algunos de los géneros cultivados por zaj. En 1966 se incorpora el proyecto el poeta y diplomático José Luis Castillejo, con acaso el proyecto lírico-plástico más ambicioso del grupo. En ese mismo año publica La caída del avión en el terreno baldío (1966) es una autobiografía ficticia expresada a través de citas, textos, palabras sueltas, poemas visuales, frases que denuncian un determinado orden y destruyen la sintaxis oficial. Más tarde, en contra de la experimentación de la época el artista defenderá una nueva escritura alejada de la palabra hablada, la música, la pintura, el dibujo, la caligrafía, y concluyendo con el signo desnudo, pero escrito. En 1967 tienen una apoteósica actuación en el teatro Infanta Beatriz de Madrid; sólo podrán realizar una de las siete actuaciones previstas, debido al escándalo que supuso el estreno. El público madrileño no estaba acostumbrado a que un intérprete musical se comiera una manzana como única participación en un concierto. En ese mismo año se incorpora al grupo la performer Esther Ferrer. Entre 1967 y 1972 el grupo se reduce; en 1972 zaj participa en los Encuentros de Pamplona, tras los cuales deciden realizar sus actividades fuera de España, debido a las presiones e incomodidades del régimen franquista. Desde ese año, zaj será de nuevo un grupo circunscrito a tres personas: Juan Hidalgo, Walter Marchetti, y Esther Ferrer. El grupo prolongará su existencia y sus actividades hasta 1996, año en que el Museo Reina Sofía realiza una retrospectiva de su producción. En el día de hoy, hablar de zaj es seguir hablando de los límites del arte musical, y de las delicadas líneas que separan un arte de otro.


El texto de la cabecera fue sacado de Wikipedia para dar contexto al contenido que viene, que hace referencia a un movimiento que desconocía y que en este mismo momento estoy investigando...
El arrebato rupturista y provocador que desde 1964, año de la fundación del grupo Zaj, ha caracterizado a este movimiento de vanguardia disconforme con el arte de su tiempo. Hasta una treintena suman esas obras de arte, cedidas para la ocasión por el Círculo de Bellas Artes de Madrid y que en su día puso en sus manos el coleccionista italiano Francesco Conz, editor de buena parte de las obras del Grupo Zaj, un movimiento artístico "prácticamente desconocido en España, incluso para el especialista".

Bajo el título ZAJ: Arte y política en la estética de lo cotidiano se presenta un trabajo de investigación centrado en el estudio del grupo artístico español ZAJ, activo entre 1964 y 1996. Una formación que, fundada por dos de los compositores españoles de vanguardia más importantes del siglo XX, Juan Hidalgo y Ramón Barce, junto con Walter Marchetti, de origen italiano, supo encontrar su sitio de una forma bastante peculiar entre las desavenencias de un contexto cultural marcado por la represión de las libertades individuales y colectivas. Los incomprensibles modos de hacer zajianos, que alcanzarían todo su esplendor a partir de la incorporación de Esther Ferrer en 1967, estuvieron inspirados en gran parte por la especial poética de John Cage: una filosofía creativa de corte duchampiano, a la vez que zen, compartida en muchos puntos por sus «parientes lejanos», los artistas fluxus. Sería concretamente en la denominada «música de acción» –entre la música de vanguardia y el llamado happening o performance– donde ZAJ encontraría uno de sus principales espacios intermedios de expresión y de resistencia política.
Diego Luna Delgado - ZAJ. Arte y política en la estética de lo cotidiano

Ponen en cuestión el arte contemporáneo, al que se enfrentaron, y encarnan valores que no responden a los estereotipos clásicos. El Zaj, influido en gran medida por el neodadaísmo y el zen, participó también de la obra del compositor americano John Cage, a quien Hidalgo y Marchetti conocieron en 1958 y que representó una fuente de inspiración definitiva en su gestación.
"Incluso los que se lo tomaban a cachondeo veían que nuestra estética y la de la dictadura eran distintas y pensaban: ‘Estos no pueden ser franquistas".
Zaj

Vamos entonces a conocer un poquito de esta rareza nacida en tierras españolas...




Por Kiko Faxas
Posiblemente, el caso de las llamadas música conceptual y experimental en occidente sea uno de los ejemplos dentro de la historia musical del pasado siglo en el que los investigadores aún no hayan intentado profundizar de forma un poco más exhaustiva, a través de toda la amplia y extensa  gama  de  matices  que  emergen  (ad  oculis)  en  tan  solo  un  ligero  acercamiento.  La musicología   histórica,   en   sentido   general,   todavía   permeada   de   discursos   más   o   menos evolucionistas —donde las líneas argumentales, como principio, han mantenido cierta tendencia a excluir toda aquella manifestación sonora que no sea de naturaleza docta, erudita, culta o académica—, suele estar encaminada fundamentalmente hacia el tratamiento de determinadas figuras representativas,  y parece preservar además, ese tipo de estructura rígida —focalizada principalmente en el estudio de unas cuantas “obras maestras” de culto— donde prácticamente los juicios valorativos solo se establecen a partir de análisis formales (eminentemente racionalistas (1)) del texto sonoro —léase, la partitura. Y aún cuando muchas otras de las disciplinas musicológicas sí que intentan explorar otros caminos diversos, lo cierto es que, en el caso de la historiografía, todavía parece percibirse dentro de la “corriente principalun peso considerablemente grande de la enorme influencia  que durante  el  pasado  siglo  ejerció  la hegemonía conceptual de la  escuela alemana (2).

Como tendencia más generalizada, se pudiera afirmar que las historias de la música del siglo XX, han centrado básicamente su objeto alrededor de las denominadas “vanguardias musicales”; y luego, tomándolas como núcleo regente de sus distintos relatos, han intentado vincular con éstas las diversas tendencias paralelas que vinieron apareciendo —y en las que se ha empleado por igual, todo un instrumental técnico para el cual muchos de los métodos de análisis tradicionales de la historiografía parecerían no encajar. Así por ejemplo —para ser más específico en esta idea— se puede apreciar cómo en la mayoría de los discursos musicológicos, el área de enfoque hacia el cual todo ha tendido a orbitar de algún modo, a partir de la segunda posguerra europea, es la ya célebre Escuela de Darmstadt —la cual, a su vez, intenta ser vista como un desprendimiento “natural” del serialismo  dodecafónico  fundado,  como  ya  se  sabe,  por  Arnold  Schönberg (3);  pero  realmente legitimado para Boulez y sus epígonos (dentro de la estética estructuralista de la época) en la figura de Anton Webern.
De alguna manera, puede resultar comprensible que para la musicología, una dialéctica que promovía una continuidad histórica de este tipo se convirtiera hasta cierto punto en una asociación razonable, debido a la propia coherencia que fácilmente pudiera establecerse en el devenir de los acontecimientos, desde una perspectiva lógico-lineal. Si bien el serialismo implicaba la imposición de un cambio radical desde la perspectiva estética, con respecto a una opinión ontológica de la música que —por lo menos dentro de un círculo lo  suficientemente grande— podríamos decir que se encontraba generalizada (en el sentido en que éste suponía un desplazamiento de las funciones expresivas, o catalizadoras de las emociones —aspecto, por lo demás, que ya había rodado en múltiples ocasiones sobre el tablero, y cuyo ejemplo más conocido sean quizás las opiniones de Stravinski en su Poética Musical), lo cierto es que este “nuevo” lenguaje que promovía  Darmstadt, con su identificación de la obra artística como “sistema” (en el sentido en que la pieza no era sino un conjunto —matemáticamente hablando— al cual estaban asociadas determinadas relaciones), con su doctrina hegemónica acerca de la primacía absoluta de la estructura musical a nivel abstracto como  único  agente organizador,  y  con  ese  persistente  afán  seudocientífico  que  según  ellos aseguraba la cohesión interna de la obra, no representaba precisamente ningún cambio radical de paradigmas —para el análisis musicológico— ya que los métodos de razonamiento y la actitud intelectual que exigía un acercamiento de este tipo diferían en muy poco (mutatis mutandis) de la manera en que conceptualmente podía ser estudiada una fuga de Bach.

Desde esta perspectiva, el serialismo, y a su vez todas las corrientes que paralelamente emanan de él, pudiera decirse que se inscriben dentro de un tipo de música enmarcada por una tradición  de  naturaleza  apolínea  —si  se  me  permite  la  metáfora  nietzcheana—,  donde  parece haberse asumido, no solo por los creadores sino también por los investigadores y estudiosos, que la forma musical era el único equivalente al contenido textual. Sin embargo, la lógica sobre la cual descansa este sistema —aún cuando no es menos cierto que,  por una parte, resulta bastante efectivo a la hora de explicar un gran número de prácticas sonoras occidentales—, no parece encajar lo suficientemente bien cuando de  músicas experimentales se trata. Tal vez este argumento nos podría servir como una posible causa ante el hecho de que, muchas veces, el tratamiento de estas manifestaciones dentro de la praxis historiográfica contemporánea haya sido en general relativamente bajo —y en algunos casos, prácticamente inexistente—, incluso cuando se conocen varias evidencias constatables de la relevancia que las mismas alcanzaron en determinados círculos de los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y España. Y de hecho, aún cuando en algunas de las más recientes historias de la música (4), se aprecia algo de interés y esfuerzo por incluirlas dentro de sus discursos; lo que resulta más común, en estos casos, es que éstas aparezcan vinculadas a ciertas “tendencias” que en muchas ocasiones —por cuestiones inherentes a sus poéticas particulares— les son ajenas, y que sean juzgadas además a partir de determinados parámetros que no parecen coincidir con sus naturalezas propias.

Un ejemplo de esto último, se podría decir que ocurre a la hora de definir las llamadas músicas abiertas, donde comúnmente suelen incluirse muchas de las propuestas experimentales. En este sentido, todavía es frecuente percibir un problema terminológico acerca de conceptos como “aleatorismo”, “indeterminación” o “formas libres”; los cuales para algunos autores son tratados como sinónimos —o, por lo menos, catalogados dentro de prácticas más o menos emparentadas, o indistinguibles—, pero que en otras ocasiones difieren, de unos textos a otros, en sus principios estéticos. En todo caso, y en aras de no problematizar aún más sobre un tema ya de por sí bastante complejo, lo que quisiera agregar sobre el asunto es que, desde mi perspectiva, los principios poéticos a los que responde la opera aperta —y recordemos que uno de los móviles fundamentales que a finales de los cincuenta impulsó a Umberto Eco a teorizar sobre esto, fue la proximidad y el contacto con los compositores de la segunda vanguardia europea (5)— parecen no diferir en gran medida de ese paradigma cientificista enarbolado como estandarte por Darmstadt. Así, por ejemplo, una pieza como el Klavierstück XI de Stockhausen o cualquiera de las Improvisation sur Mallarmé de Pierre Boulez, se circunscriben más bien a principios de complexión estadísticas, o  —para utilizar una analogía con la teoría del caos— parecen reproducir la forma de un atractor matemático, donde los eventos particulares se desarrollan con toda libertad, pero que, sin embargo, todos ellos responden a una jerarquía superior —que aunque compleja, sí permanece acotada.
En este sentido, las músicas abiertas pueden ser pensadas como puro potencial, sí, pero sin perder de vistas que el abanico de posibilidades (reguladas) que abre su concretización responde a un tipo de estructura profunda que de algún modo permanece fixa. Y esto no sólo es una inferencia que se desprende intelectualmente de un ligero razonamiento al respecto, sino que constituye, además, un principio consciente de estos compositores, en su afán de mantener el control sobre elementos estructurales básicos de la obra, a fin de que ésta no pierda su propia identidad. Ya precisamente sobre lo último que he dicho, llamaba la atención el compositor y musicólogo Michael Nyman, cuando en los tempranos setenta apuntaba: “The identity of a composition is of paramount importance to Boulez and Stockhausen, as to all composers of the post-Renaissance tradition.” (6) Sin embargo,  no  creo  que  este  sea  el  caso  —y  Nyman  tampoco—  de  muchas  de  las  músicas conceptuales y experimentales que, tal vez por aparecer registradas a través de partituras textuales donde la ambigüedad lingüística dota de ciertas “libertades” al intérprete, han sido catalogadas como músicas abiertas.


II
La función fundamental implícita en las músicas hegemónicas occidentales después del Renacimiento, ha estado fundamentalmente vinculada con la comunicación; de ahí la enorme importancia que se le ha dado en su desarrollo a las relaciones entre los distintos sonidos, principalmente a través de teorías enfocadas tanto a su sintaxis como a la armonía. Esto es algo sobre lo cual John Cage ya meditaba desde los años cincuenta, y a lo que abiertamente pretendía renunciar en sus composiciones: “is the space and emptiness that is finally urgently necessary at this point in history (not the sounds that happend in it —or their relationships)” (7). Como resulta bien conocido, una de las soluciones más importantes que encontró Cage en este sentido, fue volcarse hacia el sonido en sí mismo (“No purpose. Sounds” (8)). Muchos de los estudiosos al respecto, conocen perfectamente bien las particularidades del pensamiento y las prácticas cageanas, por lo que se pueden encontrar varias ideas interesantes sobre estos aspectos.

Ahora, si bien el estudio de los principios filosóficos que acerca de la música mantienen los compositores experimentales, resulta un conocimiento imprescindible a la hora de intentar comprender cómo funcionan y se interrelacionan sus poéticas individuales; creo, por el otro lado, que ceñirse únicamente a éstos para inferir sólo de aquí algunas conclusiones —sin tener en cuenta la información que la música en sí misma nos aporta al margen de ellos —, puede inducir a que escapen  a  la  vista  muchos  otros  matices  del  asunto. A mi  juicio,  gran  parte  del  componente teleológico hacia el cual se deduce que algunas músicas experimentales y conceptuales aparentan dirigirse, está centrado básicamente en torno a la experiencia perceptual. Muchas de estas músicas, además, parecen responder a principios de tipo dionisiaco9, donde la actitud psicológica (para nombrarlo de algún modo) con respecto al hecho en sí mismo, suele cobrar una importancia muy particular, y cuya naturaleza pudiéramos decir que se encuentra abocada hacia una especie de estética ritual —no hay que perder de vista, en este sentido, que la relación de muchos de sus exponentes más importantes con el budismo Zen insinúa también una lectura similar. Sobre estos aspectos en específico no creo que se haya meditado hasta ahora lo suficiente y, sin embargo, ahondar un poco más sobre estas cuestiones sospecho que podría arrojar nuevas luces en el asunto.

Me gustaría, a continuación, mencionar un ejemplo concreto, a fin de que pueda ilustrarse de una mejor manera, lo que trato de decir. Por todos resulta conocida la famosa anécdota de la experiencia que tuviera John Cage al introducirse en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard —como se sabe, Cage entra en este sitio esperando no escuchar nada, y percibe dos sonidos: uno agudo y otro grave. Este es un acontecimiento que aparece relatado no pocas veces en los escritos y conferencias, ya que, según él, fue precisamente el hecho de haber escuchado sonidos en un lugar donde teóricamente se suponía que no los hubiera, lo que le conllevó a la conclusión de que el silencio no existía. Ahora bien, no cabe duda de que la comprensión del suceso representa un escaño medular para entender determinados fenómenos de la música experimental, en el sentido en que éste traslada la tradicional dicotomía sonido-silencio, hacia el plano de la intencionalidad o no, de la producción sonora; sin embargo, lo que pudiera resultar preocupante, es que sea prácticamente sólo esta distinción cageana entre sonidos-no-intencionados y sonidos-intencionados, la que haya condicionado la mayoría de las lecturas que sobre determinadas obras de Cage suelen hacerse.

El ejemplo arquetípico por excelencia lo encontramos en la ya célebre composición 4’33”. Aquí, el concepto anteriormente explicado, según el cuál “el silencio no existe”, ha terminado permeando casi todos las explicaciones serias que sobre esta música se han hecho, de modo que la lectura más generalizada que tradicionalmente se da de la pieza, es aquella que comenta que ésta se encuentra conformada por todos los sonidos del entorno —es decir, los sonidos no-intencionados. Sin embargo, y pese a que es cierto que la atención de Cage fue enfocada fundamentalmente hacia este último aspecto, “la pieza silenciosa” (epíteto utilizado no pocas veces por el propio autor) contiene otras aristas no mencionadas aún lo suficiente.
Lo primero que habría que notar al respecto, es que 4’33” no se trata simplemente de una obra  concebida  sólo  en  la  fantasía  y  luego  escrita,  sino  que  fue  cuidadosamente  compuesta siguiendo procedimientos muy específicos (10). Todo parece indicar que el compositor utilizó una tirada del Tarot para construir un contenedor vacío, con duraciones implícitas, que luego podía ser llenado por notas, pero que al final decidió dejar en blanco. Esto es un aspecto muy importante, ya que implicaría que la obra no estaría conformada únicamente por “los sonidos del entorno”  —como mucho se ha hablado— ya que, en ese caso, el acto de composición carecería de todo sentido, pues éste constituiría, de hecho, un esfuerzo completamente innecesario. Y, por otra parte, de aquí se desprende también que la estructura temporal primaria, en la cual estaba enmarcada la pieza, era relevante para Cage, al menos en el momento en que la escribía —si luego cambiara de punto de vista, como parecen sugerir las últimas versiones de la partitura, es algo que podría estudiarse y discutirse, pero que no cambia en nada lo que representaba en sí misma esta primera versión de la obra, que fue la que realmente estrenó David Tudor en aquel polémico concierto en Woodstock.

Otro aspecto importante radica en la morfología misma de la partitura original  —ahora perdida—, y que difiere en gran medida de la conocida edición Peters de 1960, en la que los números romanos que representan cada uno de sus movimientos están precedidos por la palabra “tacet”. Sobre la pieza original, el mejor testimonio que tenemos es el del propio Tudor, que fue quien en definitivas cuentas tuvo un contacto más directo con ella:
La original era sobre partitura, con pentagramas, y se presentaba en compases como la Music of Changes [sic], sólo que no había notas. Pero el tiempo estaba ahí, anotado exactamente como el Music of Changes sólo que el tiempo no cambiaba nunca, y no había sucesos —sencillamente compases en blanco, sin pausas— y el tiempo era facil [sic] de calcular. El tempo era 60.(11)

Este afán de dejar fijo, de manera explícita la estructura temporal de la obra, se aprecia también en una posterior versión que Cage dedicara a Irwin Kremen; y aunque no escrita sobre pautado, si utiliza una notación proporcional —es decir, con una escala mediante la cual hay una correspondencia entre centímetros de área en la página y segundos transcurridos— con una marca de tempo igual a sesenta. Luego, en las dos versiones precedentes de 4’33” (que fueron las que aparecieron con la palabra “tacet”), esta idea parece que se abandonó, y se agregó además una nota en la que se expresaba que la duración de la obra era indeterminada.

Pero volvamos a la primera versión. El hecho de que, como apuntara Tudor, esta partitura contuviera barras de compases dentro de su arquitectura, constituye un elemento muy significativo —más aún cuando se conoce que para su lectura era preciso girar las páginas en el transcurso de alguno de sus movimientos. Esto es algo muy importante, ya que implica que la interpretación de la obra no consistía en sentarse pasivamente y dejar que el tiempo corriese, sino que por el contrario, éste debía ser seguido (el pulso de la pieza era equivalente a un segundo, lo que facilitaba el acto) a través de la partitura (12). Es decir, que para el intérprete resultaría indispensable experimentar interiormente el devenir temporal de la pieza; de lo que se desprende que tiene que existir en él  una actitud implícita favorable —en el sentido en que éste debe mantener una atención perceptual consciente en el acontecimiento—,  que constituye un elemento esencial para la concreción real de la obra. Tal vez, fuera a esto último a lo que David Tudor se refería cuando decía: “Es catártico — cuatro minutos y treinta y tres segundos de meditación, realmente.”(13)

Sobre este mismo aspecto acerca de la actitud del intérprete, pudiéramos también señalar otro ejemplo a propósito de la pieza 0’00” —subtitulada, por cierto, como 4’33” (No. 2) por el propio Cage. La partitura está conformada por el siguiente texto:

In a situation provided with maximum amplification (no feedback), perform a disciplined action.
With any interruptions.
Fulfilling in whole, or in part, an obligation to others.
No two performances are to be of the same action, nor may any action be the performance of a ‘musical composition’.
No attention is to be given to the situation (electronic, musical, theatrical).

Como se puede apreciar —más allá del comentario referente a la amplificación; que está relacionado en todo caso al aspecto sonoro—, lo que se demanda únicamente del intérprete es que éste realice una “acción disciplinada. Aquí, llama curiosamente la atención, el hecho de que la gran mayoría de las indicaciones, a lo que concretamente se refieren es a la naturaleza de esta acción, pero no precisamente a su componente sonoro —con la excepción, claro está, de la nota que afirma que ella no puede consistir en la interpretación de una pieza musical. De modo que esta acción disciplinada (y subrayemos nuevamente la presencia del adjetivo “disciplinada”) trae como consecuencia, o mejor aún, implica también, un compromiso en el intérprete con respecto al acto mismo que está llevando a cabo. Es decir, que nuevamente encontramos en la propia anatomía de la obra, una focalización implícita hacia la experiencia perceptual del que la realiza.

En este punto, cabría preguntarse, entonces, acerca de dónde realmente es el espacio en el que está transcurriendo la obra de arte: si en el lugar físico donde ocurre la concretización de la pieza; o, por el contrario, en la mente del intérprete —quedando ajena por lo tanto, e inaccesible, al conocimiento de una audiencia. Creo que ésta sería una discusión válida por entablar —que tal vez podría derivar en complejas teorías a propósito de la estética intrínseca a este tipo de músicas —; pero, en todo caso, y pese a su interés, lo cierto es que se aleja bastante de los propósitos que particularmente me he trazado con estas líneas. De modo que sería mucho mejor posponerlo para unas reflexiones futuras.


III

Sin lugar a dudas, el fenómeno del grupo Zaj en España, resulta un asunto que ha suscitado un volumen considerablemente grande de escritos al respecto. Y en efecto, actualmente se cuenta con una abundante literatura sobre el tema, entre la que destacan un buen número de manifiestos, entrevistas,  opiniones,  textos  diversos y  de toda clase de sus  propios protagonistas; así como también reseñas periodísticas, artículos de crítica intelectual y trabajos investigativos rigurosos. Sin embargo, pese a toda esta gran masa de información, lo que aparece como factor común en la mayoría de los casos, son trabajos más bien de carácter anecdótico, a manera de crónicas; o, en otras ocasiones, reflexiones de tipo estilísticas, muchas veces centradas a partir de las propias opiniones y concepciones que sobre Zaj han tenido sus integrantes —y fundamentalmente, Juan Hidalgo. Mi impresión sobre el asunto, en sentido general, es que se ha comentado abundantemente sobre esta cuestión, pero que todavía no se ha intentado lo suficiente, acercarse a la obra del grupo desde una perspectiva más analítica o interpretativa —en sentido general, cuando se hacen referencias a las piezas de Zaj, suelen ser de manera descriptiva, o a modo de cita. El estudio de las partituras —y tengo una impresión bastante grande sobre ello—, creo que podrá arrojar nuevas cuestiones, que al menos explícitamente, no aparezcan tratadas con anterioridad dentro de la poética del grupo.

Una de las primeras dificultades que implicaría un acercamiento de este tipo, es la falta de un instrumental teórico lo suficientemente sistematizado para estos casos. Muchas de las piezas Zaj, están escritas a través de partituras textuales (o lingüísticas), para las que la musicología tradicional aún no cuenta con herramientas eficientes; sin embargo, creo que el auxilio de otras disciplinas complementarias, como podrían ser el caso de la hermenéutica, la semiótica o la filología contemporánea, podrían servir de gran ayuda a la hora de intentar construir una exégesis de la obra de Zaj.

Me gustaría a continuación, a fin de ilustrar un poco lo que he expresado hasta el momento, hacer unos ligeros comentarios a propósito de unas pocas cuestiones que podrían, tal vez, abrir nuevos caminos para la investigación. La primera de ellas, está relacionada con la bien conocida obra de Juan Hidalgo, Música para cinco perros, un polo y seis intérpretes varones . La partitura es la siguiente:

cinco  intérpretes  varones  mantendrán  cuidadosamente  y con autoridad cinco perros (sin distinción de sexos)
mientras que el sexto intérprete, también varón, les pasará (a los canes)* alternativamente un polo (sin distinción
de sabor) por el ano de los mismos, hasta que del polo no quede
más que el palo.
*no necesariamente madrid, enero 1965

Como ocurre comúnmente en estas músicas, la pieza no representa un objeto finalizado y autónomo, sino que la obra, más bien, es un estado —al igual que sucede con 0’00” de Cage— que se manifiesta (cuando se hace pública) en el acto de la representación.  Lo primero que se desprende de la partitura, es que el texto (como sí ocurre, por el contrario, en el caso de Música para piano No. 2 de Walter Marchetti) no está constituido únicamente por una serie de órdenes que deben ser ejecutadas por los intérpretes —de aquí, que el contenido de la misma no responda básicamente a las acciones que serán realizadas, sino que existen otros tipos de factores que influyen sobre él.
En este sentido, creo que resultan de un interés particular, determinadas frases —como las acotaciones que se hacen, por ejemplo— que proveen una información importante dentro de la pieza, pero que sin embargo escapan a la acción en sí misma. Tal es el caso de la expresión “sin distinción de sabor”, que se utiliza para definir al polo;  la cual claramente apunta a esta otra frase: “sin distinción de sexos” (para definir a los perros), la cual a su vez apunta al género de los seis intérpretes varones. Lo cierto es que, si bien resulta evidente la ironía explícita que contienen estas acotaciones, el hecho de que aparezcan dentro de un contexto que debe ser “escenificado”, conlleva a que su existencia no responda únicamente a una cuestión de tipo lúdica, sino que deban ser asumidas también como comentarios que afectan el acto de la interpretación. Y lo curioso del caso es que estos textos vendrían a formar parte de un contenido que es relevante, pero que para el público permanece oculto.

Más   alarmante   desde   esta   óptica   resulta   la   presencia   de   una   nota   al   pie   (“no necesariamente”),  sobre  la  acción  principal  del  texto,  que  claramente  implica  una  decisión importante (¿posiblemente la mayor?) que debe ser tomada por los intérpretes —y que el espectador que no haya tenido acceso a la partitura con anterioridad, desconocería por completo. Y lo interesante en todos estos casos radica en el hecho de que, cualquiera que sean las decisiones tomadas, en el momento en que está transcurriendo la interpretación de la pieza, pudiera decirse que la obra está siendo concretizada tal cual (en su integridad), pero que parte de ella —como consecuencia misma de su propia naturaleza— no puede ser compartida   —por lo que siempre cabría la interrogante acerca de que si lo que se percibe o experimenta en el público, representa o no lo que la obra precisamente es.
Algo similar a esto, sucede nuevamente, en el caso de El recorrido japonés, también de Juan Hidalgo:

hacer hacer o
hacer
con cualquier objeto (1)
o cosa (2)
un recorrido cualquiera
de duración indeterminada o hacer hacer
o
hacer
con cualquier objeto (1)
o cosa (2)
un recorrido cualquiera
de duración indeterminada o
a determinar para cada ejecución delante de un público
si así se desea oculta
o abiertamente
(1)  un solo objeto
(2)  una sola cosa
roma, febrero 1963

Aquí, la estructura reiterativa del texto es algo que evidentemente será tenido en cuenta por el intérprete a la hora de realizar su recorrido, y, de algún modo, ésta condicionará sus actos y su actitud ante ellos. Por otro lado, la distinción entre “objeto” y “cosa” ya representa en sí misma una interrogante a solucionar por el intérprete. Sin embargo, todo esto que de alguna forma influye en la manera en que se desempeñarán las acciones, y que de forma natural se experimenta internamente en el momento de la representación, permanece velado para el público aunque éste lo reciba indirectamente (en un sentido más abstracto) —con la particularidad de que, en este caso, en la propia pieza queda explícita de algún modo, esta condición paradójica, cuando nos dice: “si así se desea / oculta / o / abiertamente” (14).

Un poco, hacia otra perspectiva parece dirigirse Mandala de Walter Marchetti:

el compositor no está en condiciones de dar al intérprete o intérpretes ninguna indicación acerca de la realización de este mandala
madrid, septiembre 1964

A primera  vista,  la  indisposición  explícita  de  la  instancia  “compositor” (15)   (que  aparece textualmente)  en  relación  a  acotar  el  comportamiento  del  intérprete,  podría llevarnos  a  una discusión acerca del rol del creador en este tipo de obras. Tal pareciera, como si la propia pieza quisiese  insinuar  que  toda  obra  de  este  tipo,  las  cuales  pretenden  una  completa  libertad  de ejecución, definitivamente llevan a cabo una puesta en crisis del papel de la autoría —al menos en el sentido en que tradicionalmente se entiende en Occidente. Sin embargo, y aunque esto que diré parezca trivial, creo que no debe pasarse por alto el hecho de que al menos, evidentemente, existen dos indicaciones muy concretas en el texto: la primera es  que aparece dicho de manera muy clara, que la obra puede ser ejecutada lo mismo por uno, que por un número indeterminado de interpretes; la segunda, que resulta obvio que la pieza consiste en la realización de un mandala —ya sea (y esto último lo agrego yo) de una forma literal o metafórica. Y es precisamente en este punto, donde yo creo que puede revelársenos una de las claves fundamentales para el acercamiento hacia la obra. Como bien se conoce, confeccionar un mandala (no solo dentro de las tradiciones budistas, sino también en otras muchas culturas no occidentales) puede ser equivalente a un acto de meditación — o, al menos, de introspección, en ciertos casos. De modo que desde esta perspectiva, y al contrario de lo que podría habernos hecho suponer nuestro primer acercamiento, el compositor sí que está dando indicaciones muy concretas —o por lo menos, indicios— acerca de, si bien no la manera en que debiera proceder estrictamente el ejecutante, al menos sí de lo que la obra (y por lo tanto cada una de las acciones efectuadas para llevarla a cabo) debe constituir en sí misma.

Con respecto a esta pieza, existe un aspecto curioso que me gustaría relatar, y que está relacionado a propósito de una interpretación particular que sobre la misma se realizara. En el diario Informaciones del día 11 del febrero del 1967 —nos refiere Llorenç Barber—, apareció publicado el siguiente comentario:

El último número, titulado “Mandala”, consistió en apagarse totalmente las luces, dejar todo el teatro en tinieblas y comenzar a sonar por los altavoces un terrible zumbido de motor, que se prolongó durante más de diez minutos… (16)

Cabría preguntarse entonces, si esta descripción que sobre la obra de Marchetti se nos presenta —y que si no fuera por la presencia del calificativo “terrible”, podríase incluso hasta caracterizarse como objetiva, o al menos fría—, responde realmente, ya no a lo que la partitura representa, sino más bien a la interpretación concreta que aconteció en ese concierto. Sin lugar a dudas, es imposible deducir nada en específico, y muchísimo menos establecer un juicio valorativo, a partir de un comentario como este —habría que haber sido testigo presencial de la representación, y haber experimentado in situ, el hecho mismo y el sonido real que aparece descrito, en este caso, desde una evidente perspectiva estéticamente parcializada—; sin embargo, y pese a lo ya dicho, no me parece que sea del todo descabellado suponer que en una situación hipotética y análoga a la que se relata,  pudiera darse el caso de que los familiarizados (o “iniciados”) con este tipo de poéticas experimentales,  terminaran  encontrando  en  una  realización  de  este  tipo  (sin  calificativos peyorativos, claro está),   una posible y válida interpretación coherente de la pieza, mientras que otros invitados al encuentro —como sería el ejemplo de nuestro periodista— seguirían percibiendo, en cualquier caso, únicamente el “zumbido” de un motor.

Otro punto interesante, se desprende también de Viaje a Almorox —un espectáculo que se llevó a cabo con motivo del primer Festival Zaj. Llorenç Barber nos lo refiere de la siguiente forma:

En él, “cada participante, reza el programa, podrá ejecutar todas las obras propias o exprañas [sic] que desee durante las 11 horas y 45 minutos de duración de este viaje musical”.

Los intérpretes, continúa el programa, serán “el personal ferroviario de las estaciones de la línea Madrid-Almorox y de los trenes de ida y vuelta, todos los habitantes de Almorox, y en general toda persona, animal, planta, mineral, objeto o cosa que de algún modo se relacione con los antedichos.”

“Nota:  cada  cual,  se  advierte,  correrá  con  sus  gastos  de  viaje  y  de
‘avituallamiento’ personales”.(17)

Posiblemente, de todas las piezas anteriores que hemos citado, ésta sea en la que más se evidencie la disposición de entender la obra de arte como una experiencia perceptual. En este caso, la condición fundamental sobre la cual descansa todo se encuentra determinada por la disposición psicológica con que se enfrenta el público (es decir, aquellos que han sido invitados y han decidido participar) ante el espectáculo —en el sentido de que muchos de los hechos musicales a los que se tendrá acceso, no serán otros sino aquellos que se construyan en la mente del espectador. De este modo, lo que viene a definir a la obra de arte, no está dado precisamente en la intencionalidad del hecho, sino en la manera en que el mismo resulta ser percibido —y me parece que es esencialmente este enfoque del asunto, lo que nos conduce forzosamente hacia el tema de la relación arte-vida.

La importancia que en la obra de Zaj —y en sentido general, en muchos otros artistas experimentales, comenzando por Cage— se le concede a lo cotidiano (“en vez de crear objetos mostrará los objetos y las acciones nuestras del cada día” (18)), es algo que se manifiesta comúnmente, y de lo cual muchos autores y estudiosos parecen haber problematizado bastante. Sin embargo, a diferencia de lo que muchas veces se supone, no creo que esta identificación del arte con la vida a lo que conlleve sea a una anulación (o crítica) del arte en sí, en el sentido en que establezca una balanza donde se compara el peso de los “hechos cotidianos” en oposición a los “hechos artísticos”. La relación arte-vida, más bien, sí que presenta un elemento crítico en relación al arte en tanto institución, pero no sucede lo mismo si entendemos al arte como actividad humana. Llevar el arte a la esfera de la vida implica, de algún modo, centrar la atención sobre hechos que, a fuerza de su contacto directo, acaban tornándose comunes; implica un distanciamiento en sí mismo, y un propósito consciente de extrañar aquello que por reiteración ha dejado de ser importante. Por lo tanto, la relación arte-vida, más que una manera de anulación del arte, lo que propone es una dignificación de la vida misma; es un intento por proveerla de cierta cualidad mistérica (extracotidiana), aún cuando ésta deba ser percibida dentro de la rutina propia de la cotidianidad — y  esto,  en  cualquier  sentido,  ya  entraña  una  ritualización  de  la  vida,  o,  por  lo  menos,  una ritualización del hecho cotidiano.
Aquí, sí que existe una diferencia, y está marcada precisamente en la actitud que tenga el hombre, en favor de querer experimentar la vida como forma de arte. En estos casos suele decirse que “todo hombre es un artista”, pero yo creo que para ajustar mejor la expresión, deberíamos decir que “existe un artista potencial en cada hombre” —lo cual, no es lo mismo, ya que de algún modo, el hecho implica un compromiso. Y supongo que este sea el modo en que deba leerse la frase de Walter Marchetti, “levántese por la mañana y acuéstese por la noche”, en Arpocrate seduto sul loto.

Para finalizar, quisiera dedicarle unas pocas palabras al tema de la “propuesta imposible” en la estética del grupo —otro aspecto también manejado en determinadas ocasiones por la crítica, y que me gustaría matizar. En cierto sentido, a partir de determinadas obras de Zaj, se suele muchas veces enfocar algunas de sus proposiciones, hacia una poética de la paradoja, el oxímoron, o la propuesta imposible. En este caso —y aunque es evidente que en cuestiones como éstas se hace preciso analizar cada obra en particular—,   pienso que muchas veces, el propio espacio de la escritura lleva implícito, al menos,   la posibilidad de que ésta sea realizada —aunque tal vez a través de métodos que definitivamente escapan a la razón. Por ejemplo, en Arpocrate seduto sul loto encontramos la siguiente pieza:

mientras la interpretación de la obra no termine, esta no podrá empezar

A mí, personalmente, me cuesta creer que lo que se plantee aquí sea precisamente un imposible. En este sentido, lo que me parece encontrar en la pieza no es otra cosa que un típico koan Zen, cuya interpretación no consistiría en otra cosa que en el acto de resolverlo —es decir, una vez que se decide realizarla, la duración de la pieza se extenderá (y esto ya se trata de una lectura personal) hasta tanto el intérprete no logre experimentar, a través de su intuición, que ésta concluye y comienza a la vez. Si uno se fija bien en ello, la pieza no parecería diferir en gran medida, del famoso problema budista que se pregunta acerca de las cualidades del sonido que produce el acto de aplaudir con una sola mano —donde, como se sabe, una respuesta efectiva no puede hallarse a través de la deducción lógica o el pensamiento racional, sino que se necesita para ello de una “mente liberada”. Y es precisamente en este punto, donde me parecen muy pertinentes las palabras de Llorenç Barber, cuando expresaba:
Zaj intentará provoar la iluminación (SATORI) del individuo mediante la propuesta de un etcétera (KOAM)  que le ponga ante un enigma o dilema que tendrá que “resolver” por sí mismo (19).
Kiko Faxas - Madrid, febrero de 2012




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