El director Alan Parker llevó a la pantalla el torturado mundo interior de Pink, la estrella de rock creada por Roger Waters y encarnada por Bob Geldof. Y aunque con los años han surgido críticas al film -incluso en el seno de la banda-, sigue metiendo el dedo en la llaga, aún con sus resignificaciones a cuestas y sus influjos transitorios.
Por Cristian Vitale
The Wall fue, para muchos, un disco de iniciación: un mazazo para abrir la cabeza a la realidad de la vida. Para otros funcionó a modo de ópera farsesca, que le devolvía al mundo una mueca de amargura autoindulgente . El gran mérito de The Wall, capaz de elevarse de su condición de clásico a la categoría de “tendencia permanente” fue haberle dado a cada cual según sus necesidades. Logró conciliar el entusiasmo de hippies coloridos y darks nihilistas, idealistas y cínicos, lúmpenes y yuppies.
El propio Roger Waters, autor intelectual y material del disco, debió adaptarse a la ambivalencia avasallante de su criatura: esa “pared” que había concebido como una barrera entre su paranoia de súper estrella y la voracidad de su público, adquirió de pronto resonancias más amplias, incluso contradictorias entre sí; lo cierto es que aquella primitiva autopercepción de megalomanía fascista derivó –según quién la escuche-- en un desesperado grito de libertad.
Cuando en 2010 el crítico de cine Roger Ebert refrendó lo que había dicho sobre la película The Wall casi treinta años antes, cristalizó una mirada recurrente. Lideró, por así decirlo, ese perpetuo bloque de millones y millones de habitantes del orbe mundano que la consideran, sin más, una obra maestra. La dijo entonces como la mejor de todas las ficciones serias dedicadas al rock. E incluso le pareció más “atrevida” que cuando la había visto parir en el festival de Cannes de mayo de 1982, aquella jornada en que el audio a decibeles altísimos terminó haciendo saltar la pintura de las paredes. “Por primera vez, la estrella de rock no es sólo un narcisista mimado sino una imagen real y sufriente de toda la desesperación de esta era nuclear”, había dicho Ebert entonces. El círculo temporal cerraba perfecto y redondo para el gran especialista, al igual que para otros de su estirpe.
Visión uno, pues: The Wall, la película -de cuyo estreno se cumplen hoy 40 años- es, fue, y será un suceso extraordinario, único. Una manera de captar en imágenes, músicas e ilustraciones en movimiento, a qué nivel de destrucción y autodestrucción recíproca puede llegar el ser humano, si las cosas del mundo siguen su curso.
Avala la posición de apólogos del muro el tratamiento que dio su creador al mundo del rock. La alienación corporizada en “lo rockstar”, por caso, vale para ayer, hoy y siempre, a la vez que produce una de las primeras autocríticas serias del rock, en términos estéticos y artísticos. Y hecha desde sus entrañas, más allá de la exageración de intentar comparar a la industria del rock con “lo nazi”, o con algo nazi, como muestra la escena de los dos mil skinheads poblando el Royal Horticultural Hall, para ensalzar al metamorfoseado Pink. Ubicar la lupa en tales secuencias, colocan al film en un aura realización extraordinaria, al menos en términos de conjunción entre cine y rock. A escala criolla, en tanto, otro pasaje que pegó fortísimo durante su estreno aquí, con Malvinas a la vuelta de la esquina, es la de la bandera inglesa que se transforma en una cruz de sangre, y se pierde en una alcantarilla.
Brillante imagen. Brillante e inolvidable.
Pero como a The Wall le caben las generales de la ley, igual que a cualquier obra artística de gran trascendencia, no tardaron en surgir críticas que fueron modificando el estado de la cuestión. Danny Peary, otro bicho de sala cinematográfica, la consideró “repetitiva”, algo que el director Alan Parker y el mismísimo Roger Waters -en carácter de guionista- habían reconocido al quitar “Hey You” de la banda sonora, precisamente por sus imágenes recurrentes. A la autocrítica del director y del músico- creador, que además se quejaba a menudo de no poder conectarse con ella como público, se le sumaron otras desde el riñón de la banda. A Rick Wright, que al momento del estreno ya había dejado de ser parte de Pink Floyd, no le interesó en absoluto, al punto de no asistir ni siquiera al estreno para el público del 14 de julio en el Teatro Empire Leicester Square. David Gilmour también fue algo duro con ella. Dijo que distaba bastante del disco y de los shows en vivo -que no fueron muchos, al cabo-, en los que también se levantaba un muro entra banda y gente.
Como fuere, lo que surge como definición a cuatro décadas de este hito cinematográfico-musical es que sigue interpelando. De alguna manera, por las malas o por las buenas, The Wall sigue metiendo el dedo en la llaga, aún con sus resignificaciones a cuestas y sus influjos transitorios, claro, bajo el peligro que conlleva leerla fuera de contexto. Irrefutable es que en ciertos pasajes ha quedado, sino vieja, al menos fuera de foco temporal. No es posible sostener hoy la mirada que en ella hay sobre la educación, por caso.
Si se toma nuevamente aquella Argentina recién escapada de la dictadura cívico-militar del '82’-'83, no solo la escena de la cinta transportadora trasladando niños hacia el abismo cual picadora de carne, sino también la represión del maestro sobre el pibe-poeta, y luego ese mismo maestro siendo humillado por su mujer en casa, era de altísimo impacto liberador. Catártico. Enamoraba entonces saber que alguien se estaba ocupando con tanta agudeza de la represión escolar o de la educación como colonizadora de mentes, al punto que hasta el mismísimo Arturo Jauretche -que casi tres décadas atrás había escrito La colonización pedagógica- le hubiese sacado punta nacional y popular a la secuencia.
Felizmente, no es esa una mirada sobre la educación que se pueda tener hoy, dado un estado pedagógico más bien caracterizado por tendencias freirianas, lógicamente más abiertas, democráticas e inclusivas, cuando la mirada sobre el tópico que establece el film es más bien hacia atrás. Era lo que “Pink Waters” había sufrido cuando niño durante la inmediata posguerra, lo cual sumerge a este pasaje narrativo en el limbo lógico y personal del creador más que en un hallazgo sociológico.
Y la madre. ¿Serán las madres judeocristianas de hoy como la que Waters tuvo e intentó exorcizar en The Wall?
¿Manda Freud? ¿Manda Roger? ¿Mandan los arquetipos de Jung? ¿Son las
madres las causantes de los problemas? ¿Tienen ese rostro frío,
inquisidor?, ¿Es un universal? ¿Cuál es el nombre de la rosa? ¿O el de
la planta carnívora que se devora a Pink? ¿Es un ladrillo o son
millones? Preguntas que seguramente se siguen haciendo ciertos jóvenes
-que los hay- que engrosan año a año las huestes floydianas.
Otro punto: la represión tras un concierto que rock que detona en “In the Flesh?” -la versión cantada por Bob Geldof- da más para una cátedra de historia del siglo XX que para describir la actualidad de un fenómeno como los megaconciertos de rock, más parecidos hoy a un pelotero con salones Vip que a las ásperas rebeldías de antaño, aquellas que solían implicar, explicar o enfrentar violencias, malestares culturales o afrentas al borde de la ley.
Hasta acá, las polillas bien descubiertas.
Lo que resulta difícil, eso sí, es digerir el veredicto por la negativa de Gilmour sobre la película. A su favor gravita que él es él, claro. Y es a quien el mundo le debe uno de los mejores temas del mundo como “Comfortably Numb”, más “Run Like Hell” y otro de muy buena factura como “Young Lust”, que no estaban en la maqueta inicial del disco. Pero la música del film, contrario a lo que sostiene el guitarrista, es sencillamente conmovedora. Suma respecto de la del disco, publicado dos años antes, y el contraargumento pasa por varios aspectos a enumerar: la incorporación de “When the Tigers Broke Free” es un hallazgo que imprime un abismal dramatismo al relato, tanto como la versión completamente reformada de “Mother”, con sus latidos de corazón en tensión, una especie de cajita de música con sonido a fiebre infantil, y una impronta acústica más austera y melancólica que original.
Otro “pequeño detalle” es la mutación recíproca entre “Empty Spaces” y “What Shall We Do Now?”, con las plantas de Gerald Scarfe copulando, que por supuesto suman espesura a la narración, al igual que la belleza de “Young Lust” -cuyo rostro es el de la inolvidable Jenny Wright-, los teclados apagados, abismales, de “Don't Leave Me Now”, y su desesperado pedido de ayuda; la profundidad acústica de “Hey You Is There” y la regrabación de uno de los temas cortos más hermosos de historia: “Stop”.
En fin, en ese vaivén de miradas encontradas resultaThe Wall. En esas paradojas. En esa tensión que siempre preocupa a los historiadores de la rama que fuere: la tirantez entre lo universal permanente y lo coyuntural estricto. Entre lo perdurable y lo cambiante. Lo que pertenece a una época y no a otra. O bien a todas. Y de las dos tiene The Wall, claro.
Lo demás es empiria, racconto, historia fáctica. Empezó con Waters y su idea de construir el muro para distanciarse de su público. Algo hastiado, dribleando un colapso mental y consciente de haber dado grupalmente todo a través de la maravillosa tríada Dark Side of the Moon - Wish You Were Here - Animals, el músico se empezó a cortar solo aquella noche de 1977, durante una de las presentaciones de Animals, en el estadio olímpico de Montreal. Fue la noche del escupitajo al fan que, algo puesto en sustancias, pedía insistentemente que la banda toque “Careful with That, Eugene”, tema emblema del Floyd psicodélico de fines de los '60. De hecho, la primera idea a filmar había sido la de los Floyd tocando en vivo y bombardeando al público con fuegos de artificio.
El problema fue que el estudio MGM la rechazó y fue Alan Parker quien tuvo que insistir desde otro lugar, para que el sello EMI acepte. Fue él quien se empeñó en reorientar -al menos en las formas- el mundo personal, complejo, tormentoso y obsesivo del artista, todo lo deseado para sublimar en una gran obra de arte.
Y entonces se pudieron concebir imágenes en movimiento sobre la estructura de capas que representaban la desolación, la claustrofobia, y la paranoia de Pink. De su universo mental y afectivo, un continente apto de traducir en algo parecido al apocalipsis, en momentos en que Pink Floyd ya no era Pink Floyd sino un líder altamente inspirado más un guitarrista brillante, pero poco comprometido con la obra; un Nick Mason más interesado en las millas de Le Mans que en la obra cumbre de su amigo Roger, y Rick Wright, el extecladista contratado entonces como músico de sesión, a quien le importaba un carajo The Wall.
Pink Floyd había tocado en vivo por última vez con su formación clásica en junio de 1981, tres meses antes de que el film empezara a rodar en locaciones como el campo de batalla de Saunton Sands, donde luego se colgarían las camas de A Momentary Lapse of Reason, o la plaza desolada en la que el niño espera a un padre que nunca regresa… “Vera”, otra imagen de enorme y triste belleza. Y entonces emergía otra poderosa paradoja: buscando alejarse de su público, Roger Waters terminó alejándose de los músicos de la banda, con quienes recién volvería a juntarse casi veinte años después, en Live 8. Otro bemol entre mil.
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