Antiintelectualismo, racismo, procesos de desdemocratización, financiarización de la economía, son fenómenos que se entrelazan bajo el mando del capital global y que coronan con el ascenso de las ultraderechas aquí y en el mundo. La investigadora del CONICET y la Universidad de Buenos Aires, Macarena Marey, analiza la naturaleza ideológica de estos fenómenos y sostiene que el discurso antiintelectual tiene dos objetivos interrelacionados: desactivar la crítica y desmovilizar en lo político.
Por Macarena Marey
Antes de la pregunta del para qué / quiénes lo hacemos, antes de la pregunta de quiénes lo hacen, está la pregunta de dónde y cuándo (cómo) producimos conocimiento. Claro que el acercamiento a estos problemas no es ajeno a cualquier sesgo e inconveniente que tenga cualquier investigación científica (humanística, social o de las “ciencias duras”). Pero sin esa reflexión no hay posibilidades de transformación. Para pensar seriamente sobre cualquier proceso de producción de conocimiento científico y en las posibilidades de una construcción transdiciplinaria del saber científico tenemos que poner en el centro de la reflexión las condiciones materiales inmediatas, sociales, políticas, geográficas y económicas en las que efectivamente producimos conocimiento. Lo que importa es transformar el mundo, pero si las categorías que tenemos no nos permiten comprender el mundo entonces para transformarlo también necesitamos reconfigurar nuestros conocimientos y reconceptualizar nuestras herramientas teóricas.
La academia y lo político: diagnóstico
En este presente, junto con el impulso de posturas antiigualitarias se nota también el avance y afianzamiento de un marcado antiintelectualismo que, al mismo tiempo que desprecia las ciencias llamadas “humanas y sociales”, oculta que detrás de los movimientos y fenómenos desdemocratizantes hay varias teorías, especialistas de la academia e intelectuales operando, generalmente en la forma de think-tanks pero no solo en esa forma. El antiintelectualismo es, entre otras cosas, él mismo una postura intelectual que se alimenta de producciones académicas. Este antiintelectualismo no es propiedad exclusiva de los movimientos políticos abiertamente ultranacionalistas, xenófobos y en general “regresivos”. También lo encontramos, por ejemplo, en el avance de la autoatribución de un discurso pretendidamente científico en los movimientos feministas antitrans que atacan el estatuto epistémico de rigurosos estudios trans*, militancias y activismos. Aquí se apunta contra una suerte de exceso de teoría respecto de una supuesta realidad biológica y de un inasible sentido común binario. En otro lugar del compás político, más hacia la izquierda, posturas y movimientos “progresivos” suelen atacar la idea misma de la academia al indicar la inadecuación del conocimiento allí producido respecto de la praxis concreta y de los problemas reales de las personas de carne y hueso. La teoría sería, en esta visión, un lujo innecesario y desvirtuante que las comunidades vulnerabilizadas no pueden darse y las y los intelectuales, sobre todo de la academia, personas recortadas de la realidad verdadera de lo real.
Las posturas antiintelectualistas no rechazan todo tipo de teoría y quehaceres teóricos, incluso (¡sobre todo!) no rechazan todas las teorías desarrolladas en los ámbitos de las humanidades y ciencias sociales. (El neoliberalismo, por caso, tuvo una elaboración teórica realizada especialmente desde las ciencias económicas y sociales; en su libro En las ruinas del neoliberalismo Wendy Brown analiza muy bien esa teorización del neoliberalismo en sus orígenes intelectuales).
El objetivo de un discurso antiintelectualista es doble. Por un lado, ocultar que detrás de esas posturas hay elaboraciones teóricas muy concretas que sostienen teorías muy específicas. Con el ocultamiento de esas teorías o, antes bien, del carácter de elaboración teórica de sus visiones del mundo, se pretende desactivar la crítica. Por el otro, y para afianzar esta intención, se intenta desautorizar epistémicamente a personas y colectivos determinados con el fin de desmovilizarlos en lo político. La intención principal de todo este movimiento de desposesión es negar el estatuto de conocimiento, de Episteme con mayúscula, a cualquier espacio y colectivo que pueda ejercer la crítica, que siempre es teórica y práctica al mismo tiempo.
Para quienes trabajamos en la investigación y la docencia universitaria, la actitud adecuada frente a estos ataques antiacademia, antiintelectuales y antiteóricos que tenemos desde el frente de los contramovimientos antiigualitarios, incluyendo aquí a los feminismos antitrans, y desde el frente de movimientos con intenciones transformativas con los que sí compartimos objetivos y en muchos de los cuales nos insertamos no puede ser desestimar sin más estas voces. Esto no solo porque muchas de estas puestas en cuestión de nuestra tarea por parte de algunas comunidades, colectivos y movimientos son muy pertinentes. Aunque decidamos que no se puede dialogar con posiciones antiigualitarias (yo creo que no se puede), sí tenemos que pensar por qué les resulta tan fácil ese ataque, por qué ese ataque resuena tanto en tantos lugares de nuestras sociedades. Y como sí tenemos que entablar conversaciones para la producción conjunta de conocimiento con la comunidad de la que somos parte, no podemos mirar para otro lado cuando se nos dice que la academia está alejada de la praxis -aunque de hecho sabemos que no lo está, sobre todo cuando más parece alejarse de la “realidad”-.
Teorizar es una práctica
En un texto de 1991 que salió publicado en una revista de la Universidad de Yale y que luego fue replicado en Teaching to trangress, (“La teoría como práctica emancipadora”), bell hooks propuso una reconfiguración del viejo tópico “teoría y praxis”. Esta reconfiguración tiene, tal como la leo yo, cuatro ejes.
En primer lugar, el carácter sanador de la teoría (a la que ella llegó motivada por el dolor), basado principalmente en su carácter de intervención crítica en el status quo.
En segundo lugar, la indicación de que la teoría no es en sí misma “sanadora, liberadora o revolucionaria. Cumple esta función solo cuando le pedimos que lo haga y dirigimos nuestro teorizar hacia ese fin”.
En tercer lugar, una práctica determinada no está garantizada tan solo porque se tenga su concepto. Se puede vivir y actuar de manera feminista, ejemplifica hooks, sin tener el término “feminista” y, resalto, se puede teorizar (académica o mediáticamente) un concepto de “feminismo” (o de “colonialidad”, por ejemplo) sin tener una práctica feminista (ni decolonial).
De hecho, suele suceder que el lugar de enunciación desde el que se produce ese conocimiento eminentemente tenido por “Teoría” es un ámbito en el que se amplifican voces racionalizadoras y se silencian esas voces críticas que permitirían abrir los conceptos a la modificación que necesitan para ser sensibles a la riqueza de los diferentes contextos prácticos y sus problemas normativos. No es arriesgado pensar que la teoría académica suele ser conceptualmente más conservadora que “las prácticas” porque la academia tiene esa estructura que ya conocemos: llena de sesgos de prestigio, sesgos de género, cisnormativos, racistas, capacitistas, llena de asimetrías Norte-Sur. La filosofía no llega tarde porque necesite esperar el despliegue de la idea; antes bien, la filosofía suele llegar cuando el concepto ya dejó de ser disruptivo y contestatario.
Sin embargo, en esto la academia no es ajena al mundo que habita: las injusticias estructurales tienen una condición acuática, atraviesan, corren a través, inundan todos los espacios. Por esto es que en rigor, y con esto enumero el punto cuarto, no hay un hiato entre teoría y práctica, dice hooks.
Pienso que la compartimentalización teoría / práctica es una ilusión producto de reducir la “teoría” a la producción académica de conocimiento en manos de ciertas subjetividades y corporalidades localizadas en determinados lugares. La fabricación de este hiato tiene dos efectos principales: (1) que la episteme, en manos de una elite, parece no dar cuenta de la vida y la experiencia de millones de seres humanos, lo que lleva (2) al desprecio por la teoría.
Si afinamos el oído, escucharemos el punto central de las actitudes de desprecio a la teoría: son críticas a las prácticas teóricas, no al carácter teórico de las teorías en sí mismas. A lo que voy: teorizar y hacer teorías son prácticas que involucran acciones concretas, procesos concretos y condiciones materiales determinadas. Como prácticas, se insertan en contextos determinados que las moldean y que son a su vez moldeados por ellas, con lo cual ocurre una reconfiguración teórica y práctica constante. Estas afirmaciones parecen triviales, obviedades de las que nadie se está enterando en este momento gracias a mí, pero suelen ser pasadas por alto cuando se aborda la famosa cuestión de la relación entre teoría y praxis.
También es evidente que la imagen del académico (el masculino es a propósito) como un ser incorpóreo que habita en una torre de marfil y cuya distancia con lo terrenal le permitiría discernir la verdad oculta en el mundanal ruido, i. e. el ideal mismo de imparcialidad y objetividad del punto de vista de ningún lugar, es un producto ideológico que se corresponde con un modo específico de distribución de autoridad epistémica. No me interesa ahora criticar este modelo, que ya nadie defiende seriamente, del teórico neutral que solo intenta entender una realidad que no lo afecta y producir modelos para mejorarla, independientemente de qué piensen las personas que la habitan. Tampoco la imagen del intelectual comprometido (o del divulgador) que desciende a la praxis impura desde la altura del saber inmaculado para guiar a quienes están en la fragua de las luchas emancipatorias es más adecuada. En ambos casos se suponen una serie de hipótesis falsas sobre la teoría y su relación con la práctica: la teoría sería intrínsecamente capaz de guiar la acción desde arriba precisamente por su distancia ideal con la praxis, entendida por su parte como el territorio de lo imperfecto cuyos problemas se deben a que todavía no llega a ser como el modelo idealizado de la teoría.
Creo que es por culpa de este prisma distorsivo, tematizado por filósofos críticos como el jamaiquino Charles Mills en términos de “teoría ideal”, que se llegó a pensar que hay un hiato natural y necesario entre la teoría y la práctica. La idea de este salto, que permitió a los antiguos separar el ideal del sabio contemplativo del ideal del sabio phronismos, produce la negación de agencia epistémica y política a determinadas subjetividades, negación diseñada para desmovilizarlas con el fin de obstaculizar la transformación social que podrían emprender. Con este concepto trunco, se niega el estatuto de “teoría” a las teorizaciones que ocurren necesariamente en lo cotidiano y por fuera de determinados centros de producción de conocimiento. El concepto “Teoría” (como Episteme, también con mayúscula) queda reservado al círculo cerrado y velado de la academia. El antiintelectualismo de estos tiempos es, entre otras cosas, una reacción más o menos consciente frente a esta elitización del quehacer teórico.
Suele sostenerse que una misma teoría puede tener efectos críticos y de mejora o racionalizadores y de profundización de las injusticias dependiendo de por quién, cómo y dónde se aplique. Pero ¿son las teorías en sí mismas polivalentes ideológicamente? ¿Son los desarrollos teóricos meros instrumentos asépticos cuya practicidad está en manos de quien opera el bisturí? Antes bien, es la inseparabilidad entre la teoría y la práctica en el acto y momento mismos de teorizar lo que genera esa polivalencia aparente. Cada práctica de teorización tiene siempre una orientación política, ética e ideológica cuyo valor es inseparable de la teoría producida.
No es su distancia con la práctica lo que define el éxito/fracaso de la aplicación de una teoría. El fracaso en la aplicación de una teoría es el resultado de la orientación que tomó un proceso práctico determinado de teorización, específicamente la orientación de una práctica que concibe a la teoría como producción de modelos perfectos que deciden ignorar aspectos enteros de la misma realidad que quieren explicar y “mejorar”. Lo que no se tematiza no se problematiza y, así, se naturaliza. Una injusticia naturalizada como imperfección temporaria de lo real o simple infortunio no se repara jamás.
Si el antídoto contra la hipocresía de la imparcialidad es la omnilateralidad y la multiplicación radical de los centros de producción de conocimiento, entonces las condiciones en las que producimos conocimiento tienen que ser el punto de partida de nuestros pensamientos. Si los problemas de esas condiciones atraviesan diferentes prácticas teóricas y diferentes disciplinas, entonces esta realidad nos demanda un acercamiento transdiciplinario. Un acercamiento que atraviese las disciplinas es necesario porque los problemas que hay en nuestros procesos de producción de conocimiento científico, en las condiciones en las que ellos se desarrollan, son producto de injusticias estructurales que atraviesan todas las relaciones sociales.
Vivimos en unos tiempos en los que pensar qué tipo de práctica es y queremos que sea la ciencia es una tarea ineludible. Para esto hay que asumir primero que la ciencia es esencialmente una práctica.
Qué estamos haciendo
Quienes hacemos teoría tenemos la obligación de volver a centrar nuestra práctica en la reflexión sobre las condiciones materiales en las que producimos conocimiento. Con esto me refiero no solo a, en nuestro caso, hacer ciencia en la Argentina endeudada y empobrecida de 2022 en el marco del capitalismo global que nos enmarca como una economía colonial, me refiero también a hechos materiales muy concretos de la inmediatez en la que trabajamos: dónde estamos físicamente cuando trabajamos produciendo y transmitiendo conocimiento, dónde nos sentamos, quién paga por nuestro espacio de trabajo (en mi caso, eso sale de mi propio salario, muchas investigadoras e investigadores no disponemos de un espacio de trabajo en una institución), quién nos cocina cuando estamos trabajando (en mi caso, yo misma), cómo se cuentan nuestras horas de labor si las usamos para hacer muchas veces al mismo tiempo tareas de cuidado (incluso de cuidados especiales) y tareas investigativas y docentes, cómo pagamos por insumos para “hacer ciencia”, dónde se producen estos insumos, de dónde sale ese financiamiento en una región del mundo que el capital global (y el nacional) necesita tener como receptora y reproductora de conocimiento y no como productora de él.
La imagen de la academia como poblada de seres sin cuerpos ni necesidades no es ingenua: sirve para desmovilizar reclamos laborales en la academia y la Universidad y para desalentar el ingreso a ella de todas las personas cuyas corporalidades y realidades no se adecuan al ideal abstracto del “científico” -un varón (o, crecientemente, mujer, pero siempre cis), blanco/a, pudiente, del llamado “norte global”, que no realiza tareas de cuidado ni reproductivas de la vida (alguien las hace por él/ella), cuyos problemas particulares son considerados preguntas universales. Esa imagen de la academia es, como decía, un producto ideológico nada ingenuo. Creer en ella como lo hacen los discursos antiintelectuales que podemos llamar “fuego amigo” es antes que nada una enorme concesión a quienes quieren desarticular la crítica. Por lo tanto, se trata de una creencia peligrosa.
Solo siendo conscientes de que las condiciones materiales en las que producimos conocimiento son inseparables de cualquier proceso de producción de conocimiento podemos escuchar las teorizaciones que surgen de las diferentes prácticas en las que vivimos y dialogar con las experiencias de quienes hoy no se sienten ni son parte de las grandes teorías. ¿Somos nosotras y nosotros personas separadas de esas prácticas, inafectadas por ellas, somos en realidad protagonistas de las teorías mainstream, hablan ellas de nosotras y nosotros? La mayoría de quienes trabajamos con el conocimiento somos trabajadores intentando desarrollar nuestras tareas en condiciones de creciente precariedad y con crecientes presiones de rendimiento que no responden a necesidades concretas de nuestros contextos sino a orientaciones que desactivan la crítica, como si no tuviéramos ni cuerpos ni tareas de cuidado que realizar, como si no pasara nada más. Reconocernos de manera pública y transdiciplinaria como subjetividades y corporalidades en espacios concretos del capital es el primer paso para cualquier otra cosa.
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