Debo haber tenido quince años la primera vez que escuché Revolution 9 en una edición usada del Álbum Blanco, de esas con las caras de los Beatles impresas como en una mala fotocopia. El disco estaba rayado, y el sonido se deslizaba con un chirrido que hacía aún más espectral la experiencia. Aquella composición me resultó aterradora, incomprensible, un monstruo que desafiaba toda lógica musical. No había melodía, ni ritmo, ni consuelo: solo un torbellino de sonidos humanos y mecánicos, una revolución sin palabras ni dirección. Años después, entendí que Revolution 9 es menos una canción que una grieta. Lennon, obsesionado con el número nueve —su fecha de nacimiento, su relación con Yoko, las apariciones del número en su vida y obra— terminó convirtiendo ese signo en un símbolo de destino: asesinado el 8 de diciembre, el 9 se vuelve el primer día de su eternidad.Por Artidoro Sotomayor
Pero Revolution 9 no nació del vacío. Su genealogía remite a la musique concrète de
Pierre Schaeffer, a los collages vocales de Luciano Berio, a las
exploraciones de Stockhausen —cuyo rostro aparece en la portada de Sgt. Pepper’s— y a la filosofía del azar de John Cage. McCartney, más versado que Lennon en esas vanguardias, había grabado antes su Carnival of Light,
pieza perdida de trece minutos donde se anticipan muchas de las ideas
que luego serían atribuidas a Lennon. Paradójicamente, fue John quien
—de la mano de Yoko— hizo de esa estética un acto de catarsis pública, y
no de experimento doméstico. La revolución sonora de 1968 no podía sino
resonar con el caos de su tiempo: los disturbios de mayo en París, la
guerra de Vietnam, las juventudes en rebelión. Revolution 9 traduce
ese clima con una fidelidad brutal: el ruido se emancipa del control
melódico y deviene mensaje, la revolución deja de ser metáfora y se
vuelve textura.
El valor histórico de Revolution 9 no reside en su belleza —si es que puede hablarse de tal cosa— sino en su libertad. Es el documento de un privilegio: el de un artista que, protegido por la maquinaria económica de los Beatles, pudo gastar tiempo y recursos infinitos en una orgía sonora que pocos disfrutarían. Pero también es el testimonio de un momento irrepetible en el que el arte popular se atrevió a desafiar a su propio público, en el que la música se volvió experimento y la industria no supo censurarla a tiempo. Lennon no inauguró con ella una nueva corriente vanguardista; lo que inauguró fue la posibilidad de fracaso total como gesto creador.
Hoy, 57 años después —yo tenía tres meses de vida— Revolution 9 sigue sonando como una profecía distorsionada del siglo XXI. Su caos anticipa la saturación de estímulos digitales, el zapping incesante, la superposición infinita de mensajes inconexos. Quizá por eso su escucha aún perturba: porque en su acumulación sin sentido resuena el eco de nuestra propia civilización, la de un capitalismo que todo lo graba, todo lo repite y todo lo mezcla, pero que ha olvidado —como Lennon en su trance— cuál era el propósito inicial del sonido.Revolution 9,
esa “revolución después de la revolución”, es la metáfora sonora de un
mundo que se graba a sí mismo hasta el delirio, una sinfonía del colapso
que convierte el azar en estructura y el ruido en memoria. Escucharla
hoy no es un acto de nostalgia, sino de resistencia: la de quienes,
entre la saturación del presente, todavía pueden reconocer en el ruido
una forma de verdad. Tengo un sueño recurrente: Lennon desciende por la calle Cumming en el Cerro Cárcel de Valparaíso, parece huir de alguien y ese alguien soy yo.


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