Lo que está aconteciendo hoy a escala planetaria es ciertamente el fin de un mundo. Pero no —como para aquellos que buscan gobernarlo según sus propios intereses— en el sentido de un tránsito hacia un mundo más acorde con las nuevas necesidades del consorcio humano. La era de las democracias burguesas, con sus derechos, sus constituciones y sus parlamentos, está llegando a su fin; pero, más allá de la corteza jurídica, ciertamente no irrelevante, lo que se acaba es ante todo el mundo que comenzó con la Revolución Industrial y creció hasta las dos —o tres— guerras mundiales y los totalitarismos —tiránicos o democráticos— que las acompañaron.
En las sociedades laicas, la ciencia destronó la autoridad de Dios. Pero la continuidad del singular es engañosa. A diferencia del monoteísmo, el conocimiento científico es una deidad de muchas cabezas, avanza con una división interminable de temas y habilidades. Enfrentamos entonces, como advirtió Max Weber, una paradoja desgarradora: el avance del saber de las sociedades es concomitante al aumento de la ignorancia de sus miembros. A la luz de la historia de la medicina o el transporte, poco importa la fragmentación, alcanza con celebrar a las ciencias como herramientas técnicas para el progreso de la humanidad. Pero comparar la ciencia con Dios y abrazar uno de los múltiples realismos científicos en disputa puede llevar al desastre. Si una ciencia pretende monopolizar la verdad y tomar a la sociedad y la naturaleza como materiales maleables, el conocimiento humano puede causar efectos destructivos e irreversibles.
Mariana Heredia, investigadora del CONICET
Sobre el Tiempo que Viene
Si las potencias que gobiernan el mundo han sentido que tenían que recurrir a medidas y dispositivos tan extremos como la bioseguridad y el terror sanitario, que han instigado en todas partes y sin reservas, pero que ahora amenazan con salirse de las manos, es porque temían a todas luces que no tenían otra elección que la de sobrevivir. Y si la gente ha aceptado las medidas despóticas y las limitaciones sin precedentes a las que se ha visto sometida sin ninguna garantía, no es sólo por miedo a la pandemia, sino presumiblemente porque, más o menos inconscientemente, sabía que el mundo en el que había vivido hasta entonces no podía continuar, era demasiado injusto e inhumano. No hace falta decir que los gobiernos están preparando un mundo aún más inhumano, aún más injusto; pero en cualquier caso, de un lado y del otro, de alguna manera se presagiaba que el mundo anterior —como ahora estamos empezando a llamarlo— no podría continuar. Ciertamente hay en esto, como en todo presentimiento oscuro, un elemento religioso. La salud ha sustituido a la salvación, la vida biológica ha tomado el lugar de la vida eterna y la Iglesia, acostumbrada desde hace tiempo a comprometerse con las exigencias mundanas, ha consentido más o menos explícitamente esta sustitución.
No nos lamentamos de este mundo que se acaba, no tenemos nostalgia de la idea de lo humano y lo divino que las implacables olas del tiempo están borrando como un rostro de arena en la orilla de la historia. Pero con igual decisión rechazamos la nuda vida muda y sin rostro y la religión de la salud que los gobiernos nos proponen. No esperamos un nuevo dios ni un nuevo hombre, sino que buscamos aquí y ahora, entre las ruinas que nos rodean, una forma de vida humilde y más sencilla, que no es un espejismo, porque tenemos memoria y experiencia de ella, aunque, dentro y fuera de nosotros, las potencias adversas la rechacen cada vez en el olvido.
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