En la Argentina, que tiene la capacidad para alimentar a 400 millones de personas, resulta insultante que haya quienes carezcan de alimentos o tengan inseguridad alimentaria, en un país de 44 millones de habitantes. El hambre estructural trae también la desnutrición, en especial de los niños a quienes la falta de ingesta de calorías y proteínas de manera crónica dificulta el desarrollo físico e intelectual y los condiciona gravemente, haciéndolos propensos a enfermedades.
Por Miguel Julio Rodriguez Villafane
Miguel Julio Rodriguez Villafane - Ex juez federal, Abogado Constitucionalista
En este aspecto hay que tener presente que el derecho a la alimentación fue reconocido en 1948, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 25), como parte del derecho a un nivel de vida adecuado. Luego fue reiterado en 1966, en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (art. 11), que establece expresamente que hay que garantizar “el derecho fundamental de toda persona a estar protegida contra el hambre”. Ambos instrumentos internacionales tienen jerarquía constitucional en la Argentina (art. 75, inc. 22).
En ese contexto produce un grave dolor social advertir que el tema no ha estado centralmente trabajado en la política del Estado. Aún más, resulta un insulto a la problemática ver que se usan alimentos como el maíz para hacer biocombustibles, porque es más rentable.
Ante el problema, se actúa incluso con una hipocresía inaceptable, como cuando el presidente Mauricio Macri sostuvo que “me angustia que los chicos no tengan para comer» pero “igualmente ese chico, por suerte en algunos casos con 5.000 cuadras construidas, puede salir al colegio porque ahora tiene pavimento. Antes había calles de barro y no podía salir cuando llovía lo que evita que a los niños se les ensucien las zapatillas con barro”. Según ese razonamiento, los menores pueden morir de hambre pero con las zapatillas limpias.
El hambre disciplina
Por otro lado, no puede dejar de señalarse que las lógicas neoliberales tienen en claro que el hambre disciplina, ya que obliga a que no se pueda pensar por más de un día, porque al siguiente, si no hay una solución de fondo, se vuelve a producir la necesidad de comer y a tener la dependencia de la dádiva.
En esa línea de pensamiento sostuvo la ministra Patricia Bullrich: “En la Argentina no hay personas que no puedan comer ya que tienen comedores (comunitarios) y una cantidad de lugares adonde ir y no pasar hambre”.
Dichas afirmaciones, inaceptables y crueles, en el fondo esconden el efecto de disciplinar, ya que no se cuestionan las causas del hambre. La clave radica en dar salidas laborales para que cada persona pueda dignificarse teniendo un empleo que les dé sustento a sí mismos y su familia y no dependa de comedores circunstanciales. Pero para ciertas políticas esa dependencia alimentaria conviene, porque si hay hombres y mujeres que tengan garantizado desde el trabajo su sustento y superen la necesidad diaria de depender de que les den la comida, podrían pensar más allá y exigir educación, salud, vivienda, justicia y demás derechos postergados a tantos grupos humanos. Y el sistema no quiere gastar más en los pobres y débiles.
Por ello la ley recientemente aprobada de emergencia alimentaria es buena para la coyuntura, pero necesita luego ir a las causas para dar oportunidades y no dejar entrampados a tantos desde el problema del hambre cotidiano.
Aporofobias
A lo dicho, hay que agregar, la existencia de la “aporofobia”, término que significa odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado y el débil. Es el criterio utilitario y especulativo por el que se considera que aquellos sujetos que están en situación de vulnerabilidad económica no tienen nada que aportar al mercado, por lo que se los discrimina y se los trata como descartes sociales.
Esta mentalidad es fomentada por algunos medios sociales y políticos que exaltan sólo los valores meritocráticos e individualistas y que consideran que los pobres son una carga para la sociedad. Un ejemplo reciente de ello fue la campaña oficial que realizó el Ministerio de Producción que publicó en febrero de este año una imagen que muestra a la clase social más alta, rubios y bien vestidos, sosteniendo a los que consideran vagos, morochos y marginales.
Además, en un país en el que su integración ascendente se ha debido a la educación pública, gratuita y de calidad, la gobernadora de la provincia de Buenos Aires María Eugenia Vidal, dijo el 30 de mayo de 2018 que «nadie que nace en la pobreza llega a la universidad”.
El mismo Macri sostuvo en octubre de 2002 que “los cartoneros tienen una actitud delictiva porque se roban la basura… Al ciruja me lo llevo preso”. Y entendió que la ciudad de Buenos Aires está inundada de miles de delincuentes que todos los días “se roban la basura” que la gente saca a la vereda. Razonamiento ilegítimo, ya que cuando uno saca la basura se desapodera de la misma, por lo que mal puede haber hurto y menos robo. Y prometió: “Los vamos a sacar de la calle”, en referencia a los cartoneros que tienen en la recolección su única fuente de sustento. En la misma línea, este año 2019 el ministro de Espacio Público de la CABA, Eduardo Macchiavelli, dijo que el gobierno porteño prueba contenedores inteligentes de basura, que requieren de una tarjeta magnética para abrirlos y lo justificó diciendo: «Esto es para evitar que se la gente se meta y saque basura”.
Desde la misma perspectiva se alimenta el rechazo a inmigrantes y refugiados. No se los rechaza por extranjeros, sino por pobres.
Resulta de particular importancia superar estas graves discriminaciones y lograr una sociedad inclusiva, desde la responsabilidad social en la que cada ser humano tiene un importante valor y dignidad. No hay ningún ser humano que no tenga nada valioso que ofrecer y todos tenemos responsabilidad común para darles y darnos dignidad y el hambre nos debe afectar como herida social a superar.
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