Entender el fascismo requiere comprender los poderes económicos: se avanza hacia una forma de "democracia digital hueca". Bajo el velo de innovación y progreso, el control sobre los datos personales por parte de los nuevos magnates tecnológicos erosiona los pilares de la libertad individual, transformando a los ciudadanos en sujetos de un experimento social global. En este marco, outsiders políticos como Trump y Milei vienen a trasladar al primer nivel de la política nacional el máximo deseo de la nueva élite: el retiro del Estado de la escena económica y la desregulación total.
La tecnoplutocracia es un nuevo régimen en el cual los magnates de la tecnología junto a los tecnócratas y los “outsiders” devenidos en políticos ejercen un control significativo en el ámbito económico, político y en la vida cotidiana, al consolidar su influencia sobre la información, la comunicación y el comportamiento humano.
Figuras como Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y Larry Page están transformando el capitalismo tradicional en un orden donde la acumulación de datos y el acceso al comportamiento digital refuerzan su posición de poder, en estrecha colaboración con funcionales “outsiders” de la política que irrumpen nuestro mundo y llegan a ser presidentes de países, como Donald Trump y Javier Milei.
Nuevas elites
En el contexto actual, Thomas Piketty (2014) amplía esta perspectiva en Capital in the Twenty-First Century, documentando cómo la concentración de riqueza en las elites ha intensificado las desigualdades, un fenómeno que se refleja en la aparición de magnates tecnológicos.
Estas figuras representan una nueva plutocracia que no solo domina los mercados tradicionales, sino también los entornos digitales globales, donde las barreras entre poder económico y político se desdibujan. Joseph Stiglitz (2012), en The Price of Inequality, advierte que este fenómeno amenaza las bases de las democracias modernas, ya que las elites económicas adquieren una influencia desproporcionada sobre las políticas públicas.
Capitalismo de vigilancia
El término “capitalismo de vigilancia” fue acuñado por Shoshana Zuboff, socióloga, profesora emérita en la Harvard Business School y escritora estadounidense en The Age of Surveillance Capitalism (2019), quien argumenta que las plataformas tecnológicas no solo extraen valor económico de los datos, sino que también moldean el comportamiento humano a través de la vigilancia masiva.
Según Zuboff, estas prácticas representan un cambio paradigmático en el capitalismo. Los datos personales se convierten en el principal insumo de un modelo económico que prioriza la predicción y modificación de las acciones humanas.
Nick Srnicek (2017), en Platform Capitalism, analiza cómo Google, Amazon y Facebook han reconfigurado la economía digital, creando estructuras monopólicas que concentran riqueza y poder. Este modelo, basado en la acumulación de datos y el control de los flujos de información, otorga a estas plataformas una influencia que supera la de muchos Estados nacionales.
Control social
La tecnología como herramienta de poder ha sido ampliamente batallada por Michel Foucault (1975) en Surveiller et punir, donde introduce el concepto de “panoptismo” como un mecanismo de control social. En el contexto digital, este panoptismo se amplifica, ya que las plataformas tecnológicas no solo observan el comportamiento humano, sino que lo modelan a través de algoritmos diseñados para maximizar la rentabilidad.
Manuel Castells (1996), en The Rise of the Network Society, destaca cómo las redes digitales han transformado las relaciones de poder, creando nuevas jerarquías basadas en el acceso y control de la información. Las plataformas tecnológicas actúan como nodos centrales en estas redes, concentrando la capacidad de decidir qué información se distribuye y cómo se utiliza.
Por su parte, Jaron Lanier (2013), en Who Owns the Future?, critica el modelo actual de las plataformas tecnológicas, argumentando que la acumulación de datos y riqueza en estas empresas crea desigualdades estructurales que socavan la cohesión social y la democracia.
Arquitectura del poder
Como mencionamos, Nick Srnicek muestra que las plataformas tecnológicas representan una nueva arquitectura de poder económico, son corporaciones que operan como intermediarias esenciales en la economía digital, proporcionando infraestructuras críticas para actividades tan diversas como el comercio, la comunicación y el entretenimiento. Las características clave del modelo de plataforma incluyen:
- Efectos de red: A medida que más usuarios se unen a una plataforma, su valor crece exponencialmente, creando monopolios naturales difíciles de desafiar.
- Extracción de datos: Las plataformas recopilan enormes cantidades de datos sobre sus usuarios, que son utilizados para optimizar sus servicios y generar ingresos a través de la publicidad personalizada.
- Estrategias de bloqueo: Amazon y Apple emplean tácticas para mantener a los usuarios dentro de su ecosistema, limitando la competencia y aumentando su control.
Estas características han permitido a Amazon, Google, Facebook y “X” acumular un poder económico y social que trasciende las capacidades de los estados nacionales en muchos aspectos.
El control de datos personales por parte de las plataformas plantea serias preocupaciones sobre la privacidad. Según Jaron Lanier, en Who Owns the Future? (2013), los usuarios pierden el control sobre su información en un sistema que prioriza los intereses corporativos por encima de los derechos individuales.
Esta pérdida de privacidad limita la autonomía de las personas, que se ven condicionadas por algoritmos diseñados para maximizar, en principio, la rentabilidad empresarial, porque el uso de algoritmos predictivos no solo permite anticipar el comportamiento de los usuarios, sino también moldearlo.
Por ejemplo, plataformas como Facebook ajustan sus algoritmos para maximizar el tiempo de uso, influenciando las emociones y decisiones de los usuarios. Este modelado del comportamiento tiene implicaciones profundas para la libertad individual y la formación de opiniones públicas.
Erosión de la democracia
El capitalismo de vigilancia también afecta a la democracia. Según Colin Crouch, en Post-Democracy (2004), el poder concentrado en manos de unas pocas empresas socava los valores democráticos, al permitir que estas influyan en procesos electorales y en la formación de políticas públicas.
Las campañas de desinformación y la manipulación algorítmica de contenidos, como se evidenció en las elecciones de 2016 en Estados Unidos, son ejemplos claros de este fenómeno. Las plataformas tecnológicas no son actores neutrales; su influencia trasciende lo económico para abarcar lo político y lo social. Amazon, Google, “X” y Meta han demostrado su capacidad para moldear políticas públicas, ya sea a través de presiones directas o indirectas.
El gasto en lobby por parte de estas corporaciones ha crecido exponencialmente en la última década. Según informes recientes, Amazon y Google han liderado los esfuerzos de cabildeo en EE. UU, influyendo en la legislación relacionada con la privacidad de datos, la competencia y los derechos laborales.
Poder geopolítico
El control de infraestructuras digitales clave, como servicios de almacenamiento en la nube y plataformas de comunicación, otorga un poder geopolítico significativo. Amazon Web Services (AWS) maneja una parte sustancial del tráfico de internet global, mientras que Google controla más de 90% de las búsquedas en línea en muchos países.
Concretamente, se han redefinido las dinámicas de poder, consolidando la influencia de las élites tecnológicas y planteando desafíos fundamentales para la privacidad, la autonomía y la democracia. Estas plataformas, que operan como monopolios naturales, acumulan un poder que trasciende las fronteras tradicionales entre lo económico, lo social y lo político.
En este nuevo contexto, las relaciones sociales ya no se estructuran solamente en torno a los espacios físicos, sino que son construidas a través de las redes digitales, que permiten una circulación masiva de información. Las interacciones en línea se han convertido en el medio principal para la formación de opiniones y la movilización social.
Los algoritmos que ordenan los contenidos que los usuarios ven en plataformas como Google, YouTube o Facebook juegan un papel crucial en la construcción de esa realidad, determinando qué información está al alcance de las personas y cuál queda oculta o es suprimida.
Por su parte Lanier, alerta sobre el poder destructivo que tienen las grandes corporaciones tecnológicas sobre la realidad social, describe cómo las plataformas digitales no solo facilitan la comunicación, sino que, más peligrosamente, manipulan las percepciones sociales.
Las tecnologías actuales, mediante el seguimiento de nuestros comportamientos en línea, crean burbujas de información que refuerzan nuestras creencias preexistentes, limitando nuestra capacidad de acceder a una visión más diversa de la realidad. Este control sobre la información, al ser digital, no está necesariamente centralizado en una única fuente de poder visible, sino que se dispersa en múltiples actores (empresas tecnológicas, gobiernos, hackers, etc.), lo que hace que el control social sea más fragmentado, pero igualmente eficaz.
Además, la capacidad de manipulación es mayor, pues los algoritmos pueden alterar de forma casi invisible nuestras decisiones y creencias, sin que los usuarios se den cuenta de ello.
Tecnócratas latinoamericanos
El concepto de technopols, introducido por Jorge Domínguez en Technopols: Leaders in Freeing Politics and Markets in Latin America in the 1990s (1997), describe a líderes tecnocráticos que combinaron habilidades técnicas con poder político para implementar reformas neoliberales en América Latina.
Ejemplos como Domingo Cavallo en Argentina y Fernando Henrique Cardoso en Brasil muestran cómo estas figuras actuaron como intermediarios entre las élites económicas y los sistemas políticos. Actualmente, Federico Sturzenegger, repetido technopol argentino, está intentando seducir a Elon Musk, proponiéndole “sacar al Estado” en lugar de hacerlo más eficiente.
Históricamente, en América Latina, las élites tecnocráticas han tenido un rol decisivo en la gestión de los recursos económicos y políticos, a menudo actuando como intermediarios entre los intereses internacionales y las estructuras de poder locales.
Figuras como Cavallo y Sturzenegger ejemplifican este tipo de liderazgo tecnocrático, que se caracteriza por su enfoque en la economía de mercado y su capacidad para implementar políticas neoliberales, muchas veces despojadas de contexto social y humano.
Cavallo, como ministro de Economía, implementó reformas que favorecieron a las grandes corporaciones y a los capitales internacionales, buscando la estabilización económica a través de la privatización de recursos estratégicos, el control de la inflación, y la dolarización de la economía.
Hoy, en la era digital, la figura del tecnócrata ha evolucionado hacia una nueva clase de élite que no solo controla los recursos financieros, sino que también domina la información y las tecnologías. La comparación entre los tecnócratas de los años noventa y las élites tecnológicas actuales revela que, aunque el control sigue estando en manos de una minoría, la base de poder ha cambiado radicalmente.
Impacto
Insistimos en establecer el término tecnoplutocracia que describe el dominio de la tecnología y los recursos digitales por parte de una élite financiera y empresarial, tiene efectos profundos en las instituciones democráticas y los valores fundamentales que las sostienen.
Para Colin Crouch, la democracia ha sido transformada en una fachada que enmascara un sistema en el que las decisiones políticas son tomadas cada vez más por los intereses corporativos, dejando de lado la participación activa de los ciudadanos.
En este contexto, la tecnoplutocracia amplifica la erosión de los valores democráticos, pues las grandes empresas tecnológicas como Google, Facebook, “X” y Amazon, no solo controlan vastas cantidades de datos personales y preferencias políticas, sino que también han adquirido una influencia decisiva sobre las políticas públicas, la educación y la cultura.
La concentración de poder en manos de unos pocos actores del mercado crea un “despacho virtual” donde las decisiones políticas son dictadas por algoritmos y lobbies corporativos y “outsiders” políticos, relegando a los ciudadanos a un rol pasivo.
En paralelo, Enzo Traverso, en su análisis del presente político en La izquierda en tiempos de cólera (2019), destaca cómo la erosión de la democracia se manifiesta no solo en el plano económico, sino también en el plano cultural y político, especialmente con la emergencia de nuevas formas de autoritarismo.
Traverso sugiere que la creciente concentración de poder en los tecnócratas y las élites económicas configura un sistema en el que las libertades individuales y la capacidad de los ciudadanos para influir en la toma de decisiones políticas se ven severamente reducidas. En este sentido, la tecnoplutocracia no solo cambia la distribución del poder económico, sino que también contribuye a la supresión de las instituciones democráticas en favor de un modelo autoritario de gestión de las relaciones sociales y políticas.
La tecnoplutocracia puede verse como una nueva agrupación de “outsiders” devenidos políticos, eternos “technopols” y magnates de las plataformas tecnológicas. Si bien los dos primeros antes operaban principalmente en el ámbito económico, las élites tecnológicas actuales tienen un poder mucho más amplio que abarca el control de la información, las redes sociales, las elecciones democráticas y la creación de nuevas formas de autoridad digital.
Así como los tecnócratas de los '90 influyeron en las políticas económicas y sociales, los actuales actores tecnológicos están redefiniendo el espacio democrático, dictando las reglas de la información y condicionando las percepciones sociales.
Conclusión
La tecnoplutocracia y su impacto en la democracia contemporánea representan una de las mayores amenazas a los valores democráticos tradicionales. Las nuevas formas de autoritarismo digital, que operan a través de la manipulación de la información y la vigilancia constante, socavan las libertades individuales y la participación política.
A través de la concentración de poder en manos de unos pocos magnates tecnológicos, el control sobre los datos y las decisiones políticas se convierte en una herramienta de dominación que sustituye a las instituciones democráticas. Los paralelismos con los technopols de los años '90, quienes también concentraban poder económico y político, muestran cómo la estructura de poder en la actualidad se ha trasladado al campo digital, creando un nuevo tipo de autoritarismo camuflado.
Este análisis revela que, en lugar de avanzar hacia una sociedad más democrática, la creciente influencia de las élites tecnológicas podría estar empujándonos hacia una forma de “democracia digital” hueca, donde la participación real de los ciudadanos es cada vez más limitada por la tecnología y el control corporativo.
La tecnoplutocracia no sólo consolida el poder económico y político en manos de unas pocas élites tecnológicas, sino que inaugura una nueva era de subordinación digital. Bajo el velo de innovación y progreso, esta estructura erosiona los pilares de la libertad individual, transformando a los ciudadanos en sujetos de un experimento social global, donde las decisiones humanas ya no son autónomas, sino meros reflejos de algoritmos diseñados para maximizar ganancias y perpetuar el dominio político.
Pablo Tigani - Director de Fundación Esperanza. Máster en Política Económica Internacional y Doctor en Ciencia Política. Autor de seis libros.
En la comedia de los Hermanos Marx Duck Soup (1933), un hombre fuerte es nombrado presidente del país ficticio de Freedonia. Se desata el caos, que culmina en una guerra con el país vecino de Sylvania. La película satiriza la política y la guerra al mejor estilo de los Hermanos Marx. El contexto histórico de la historia era, por supuesto, el ascenso del fascismo en Europa: Benito Mussolini llevaba una década en el poder y Adolf Hitler había tomado posesión ese mismo año.
La película presenta a su líder, parecido a Mussolini, como un payaso, lo que refleja una desconfianza hacia el fascismo que distaba mucho de la opinión predominante en Estados Unidos. En aquella época, el fascismo seguía siendo ambiguo para muchos estadounidenses; figuras como Ezra Pound comparaban a Mussolini con Thomas Jefferson, mientras que otros calificaban a Franklin Delano Roosevelt de fascista.
«Hubo una época en la que cualquiera podía mantenerse en contacto con la historia del mundo», bromeaba Robert Benchley en «A Brief Course in World Politics». Antes de la Primera Guerra Mundial, argumentaba, la historia era sencilla: «O el rey podía hacer decapitar a algunas personas, o algunas personas podían hacer decapitar al rey». Sin embargo, el siglo XX trajo consigo una oleada de complejidad política. «Cuando hay veinticuatro partidos, todos empezando por W, de cada uno de los cuales depende la futura paz de Europa, entonces lo siento pero tendré que dejar que Europa lo resuelva por sí misma y me avise cuando vaya a tener otra guerra», escribió.
Lo que parece cómico en la evaluación histórica de Benchley y en Duck Soup —es decir, la negativa a enfrentarse a lo que es realmente el fascismo— persiste hoy en algunos círculos académicos. En Fascism Comes to America: A Century of Obsession in Politics and Culture, Bruce Kuklick sostiene que «no existe un fascismo elemental ni mucho contenido empírico». Daniel Steinmetz-Jenkins llega a la misma conclusión en su introducción a Did it Happen Here? Perspectives on Fascism and America, insistiendo en que «el camino a seguir es poner fin al debate sobre el fascismo». Ambos analizan las décadas de debates en torno al fascismo, su definición y su relevancia en el presente, y ambos concluyen definitivamente que el mundo simplemente tendrá que resolverlo por sí mismo.En contraste, los comunistas abordaron el fascismo desde una perspectiva materialista, basando su análisis en las dinámicas económicas y de clase. Después de un periodo de denuncias precipitadas de «fascismo social», para 1935 la Internacional Comunista definió el fascismo no como un fenómeno psicológico o exclusivamente cultural, sino como una forma represiva de dictadura al servicio de los intereses de una fracción de las élites económicas reaccionarias e imperialistas. Este enfoque vinculó el fascismo directamente a las fuerzas de explotación económica y poder de clase, y por eso es esencial para comprender y combatir el fascismo en la actualidad.
Primeros debates
Al principio era fácil alegar demencia sobre la naturaleza del fascismo. La palabra «fascismo» deriva del italiano «fascio» y del latín «fasces», un manojo de varas que simboliza la fuerza a través de la unidad, representando el manojo de ideologías que conforman el fascismo. Generalmente se entendía que un dictador fascista ejercía el poder del Estado para crear una economía que beneficiaba a los monopolios mientras aplastaba a los trabajadores y reprimía al «otro» racial, pero la dinámica subyacente —las fuerzas que apoyan a un dictador de este tipo— sigue siendo mucho más polémica e incomprendida. El propio Mussolini no definió el fascismo hasta 1932, calificándolo de «revolución de la reacción». Esta ambigüedad en la definición por parte de uno de sus principales exponentes pone aún más de relieve la cuestión: ¿es el fascismo tan complejo que no se puede precisar? ¿Realmente no existe un «fascismo elemental»?
Uno puede imaginarse a las grandes mentes del siglo XX, testigos del ascenso de Mussolini, Hitler y Franco, lidiando con la sensación de que estos movimientos estaban conectados de algún modo, vinculados por alguna esencia compartida. Y así llegamos, como vemos en los libros que resumen estos debates, a la definición de León Trotsky que hace hincapié en la clase media reaccionaria, a las catorce propiedades generales del fascismo de Umberto Eco y a La personalidad autoritaria de Theodor Adorno. Estos pensadores parecen decir a los cínicos confundidos que hay un hilo conductor, que tiene que haberlo.
A lo largo de las obras recopiladas en Did it Happen Here?, el lector encuentra tanto esos debates del siglo XX como otros contemporáneos. Comenzando con ensayos de Trotsky, Hannah Arendt y Eco, llegamos finalmente a artículos que debaten el carácter del Partido Republicano de Donald Trump. Jan-Werner Müller argumenta en «Is it Fascism?» que hoy en día nada puede «llamarse plausiblemente fascismo», excepto «las versiones más recientes del putinismo». En «What is Fascism?» Ruth Ben-Ghiat replica que ocultar la transformación del fascismo en lugares como la actual Hungría e Italia —ambas controladas por supuestos partidos «neofascistas»— diluye su significado y ayuda a su potencial resurgimiento.
A pesar de su enmarañada historia y sus variadas interpretaciones, los persistentes esfuerzos por definir el fascismo revelan una convicción fundamental: comprender el fascismo, por complejo que sea, sigue siendo urgente y necesario.
Los comunistas tenían razón
Liberales, conservadores, posmodernos, trotskistas, maoístas… todos encuentran eco de sus opiniones sobre el fascismo en los medios de comunicación actuales. Las cabezas parlantes de los principales medios de comunicación llaman fascista a cualquier persona de derecha; tanto los ultraizquierdistas como los partidarios de Trump llaman fascistas a los liberales; los académicos afirman que nada es fascista. Sin embargo, se echa dolorosamente en falta la definición que una vez fue central en gran parte del mundo, especialmente en el «Segundo Mundo» de alineación comunista. A pesar de haber sido borrada de la literatura reciente, esta interpretación del fascismo sigue siendo fundamental, aunque tácita, en los debates contemporáneos. Como el cocinero que trata de hacer más con menos ingredientes, evadir la definición comunista durante décadas simplemente ha requerido más esfuerzo que tomarla en cuenta.
En una de las escenas cruciales de la película Amsterdam (2022), de David O. Russell, se espera que el general Dillenbeck (interpretado por Robert De Niro) pronuncie un discurso en una gala de veteranos en el que llama a marchar a Washington para derrocar al presidente FDR. En lugar de ello, lee su propio discurso denunciando la tiranía y el fascismo, frustrando el complot y desenmascarando a quienes están detrás del intento de golpe: algunos de los mayores capitalistas industriales de Estados Unidos. Basada en la historia real del complot empresarial, la película presenta el fascismo como una campaña impulsada por las élites para hacerse con el poder. La narración de Amsterdam ofrece una perspectiva en gran medida borrada del discurso contemporáneo, una que dio forma a la izquierda de los años treinta y que podría ayudarnos a comprenderla hoy.
Un mes después de que los nazis tomaran el poder, el edificio del Reichstag fue incendiado. Los nazis utilizaron el incendio como pretexto para acorralar a los comunistas, a quienes culparon del incendio. Entre los acusados se encontraba un individuo que contribuiría decisivamente a definir el proyecto político del fascismo: el comunista búlgaro Georgi Dimitrov. Tras una apasionada y exitosa defensa en el juicio, Dimitrov huyó a la URSS, donde se convirtió en secretario general de la Internacional Comunista.
En 1935, Dimitrov presentó un informe al Séptimo Congreso de la Internacional Comunista, en el que articulaba una definición de fascismo que era el resultado de años de debate entre comunistas, incluidas figuras como Clara Zetkin y Antonio Gramsci. El fascismo, declaró Dimitrov, era «la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero».
En el prólogo de Lectures on Fascism de Palmiro Togliatti, Vijay Prashad subraya la importancia de una definición clara del fascismo. Escribe que «la burguesía está dividida», en referencia a las primeras etapas del fascismo, «con el sector más reaccionario empujando hacia una solución fascista a la crisis capitalista». Los comunistas de Italia y Alemania no tardaron en identificar el papel de los grandes financieros y beneficiarios en este cambio. En 1926, Gramsci observó que el fascismo no era un «régimen predemocrático» que algún día maduraría hasta convertirse en una democracia liberal, sino que era «la expresión de la fase más avanzada de desarrollo de la sociedad capitalista».
Los periodistas de la época también siguieron esta progresión. Obras como Facts and Fascism detallan cómo industriales como Fritz Thyssen y Alfred Krupp financiaron y se beneficiaron del ascenso del fascismo. Estas figuras se alinearon gradualmente con movimientos fascistas marginales, apoyándolos como baluarte contra un comunismo que, tras las revoluciones socialistas, infundía terror en los corazones de los capitalistas. Como observó Daniel Guérin en su libro de 1939 Fascism and Big Business, los partidos fascistas se formaron a partir de coaliciones de milicias armadas antiobreras que brutalizaban las huelgas y las reuniones socialistas. Aunque muchos industriales y capitalistas financieros apoyaban la «democracia burguesa», el fascismo solo necesitaba financiación de un segmento reaccionario de esa clase para hacer llegar su mensaje a una base masiva.
Con el tiempo, la definición de la Comintern de 1935 —es decir, «la dictadura terrorista del capital financiero reaccionario»— provocó tanto la oposición como el distanciamiento de los teóricos que pretendían evitar la asociación con Iósif Stalin. Contrariamente a quienes, como Timothy Snyder, afirman que fueron los comunistas quienes desdibujaron la definición de fascismo con el uso excesivo de «fascismo social», el oscurecimiento actual nace directamente de las teorías anticomunistas sobre el fascismo que han dado lugar a un caos y una confusión duraderos.
Hay un viejo chiste sobre el mal funcionamiento de los sellos en la Italia fascista. Después de que Mussolini emitiera un sello con su cara, fue retirado rápidamente porque los italianos escupían en el lado equivocado. El chiste simbolizaba el odio al fascismo en aquella época, pero hoy el chiste es inverso: los historiadores y los teóricos de la cultura, reacios o incapaces de definir el fascismo, contribuyen a la oscuridad de la que se aprovechan los fascistas.
Los historiadores de la era «posmoderna», especialmente los de finales del siglo XX, han agravado este problema. En el libro de 1997 In Defence of History: Marxism and the Postmodern Agenda, Ellen Meiksins Wood criticó este giro en la década de 1990 como «un rechazo del conocimiento totalizador». En el mismo libro, John Bellamy Foster describió la historia posmoderna como «signos y significantes sin significado». En el prefacio de El fascismo tardío, Alberto Toscano omite sin rodeos «las deliberaciones de la Internacional Comunista» en favor de los debates de los años setenta de postmodernistas como Michel Foucault. Al rechazar las metanarrativas, avanzan —intencionadamente o no— las ideologías fragmentadas que conforman el fascismo.
El fascismo emplea sus propios relatos fundacionales, pero pensadores como Kuklick y Steinmetz-Jenkins no ofrecen ningún contramarco, simplemente omiten la narrativa por completo. ¿Cómo podemos entender las causas estructurales del cambio si abandonamos las propias narrativas y características «elementales» que las hacen inteligibles?
Quizá la solución sea rechazar por completo la fragmentación posmoderna. Para entender la posición anti-posmoderna, tenemos que volver a los Hermanos Marx. En Animal Crackers, los Hermanos Marx buscan un cuadro desaparecido. Al no encontrar al ladrón, llegan a la conclusión de que debe de estar en la casa de al lado. «Eso está muy bien», dice Groucho, pero «supongamos que no hay ninguna casa al lado». «Bueno», dice Chico, «entonces claro que tenemos que construir una».
La pintura perdida —o, en nuestro caso, los orígenes sistémicos perdidos y la lógica unificada de la historia— tiene que ser descubierta, según Wood y Foster, no a través de un escepticismo interminable que devenga en cinismo, sino a través del análisis material, método marxista que una vez se llamó «materialismo histórico». Con tanto oscurecimiento de una ideología como el fascismo, hay que reconstruir el análisis estructural para re-descubrirla.
Volviendo a Duck Soup, los hermanos Marx probablemente hayan entendido la base de clase del fascismo más agudamente de lo que se cree. El líder de la película, muy parecido a Mussolini, se instala después de que una viuda rica dona millones al país a cambio de su nombramiento. En lugar de esperar a la próxima guerra, como sugería Benchley, deberíamos fijarnos en quienes intentaron traducir la verdad en significado y revivir los análisis depurados de la vieja izquierda. Como sostiene Wood en Democracy Against Capitalism: Renewing Historical Materialism, «no debemos confundir el respeto por la pluralidad de la experiencia humana y las luchas sociales con una disolución completa de la causalidad histórica».
La tarea más apremiante de hoy es luchar contra las tendencias derrotistas que reproducen la sabiduría recibida de las ideologías dominantes y esforzarse por comprender —y en última instancia derrotar— al fascismo. Los comunistas proporcionaron herramientas inestimables para hacerlo. Para entender el fascismo, debemos utilizar esas herramientas y seguir el ejemplo de los Hermanos Marx para construir «la casa de al lado».
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