Hasta ahora, toda sociedad conocida ha tenido pobres. Y -permítaseme repetirlo- no es cosa de extrañarse: la imposición de cualquier modelo de orden es un acto discriminatorio y descalificador, que condena a ciertos fragmentos de la sociedad a la condición de inadaptados o disfuncionales, ya que elevar un modo de ser cualquiera al estatus de norma implica, al mismo tiempo, que otras formas quedan, automáticamente, por debajo del nivel adecuado y pasan a ser "anormales". Los pobres, desde siempre, fueron y son el paradigma y prototipo de todo lo "inadaptado" y "anormal". Cada sociedad adoptó y adopta, hacia sus pobres, una actitud ambivalente que le es característica: una mezcla incómoda de temor y repulsión, por un lado; y misericordia y compasión, por el otro. Todos estos ingredientes resultan igualmente indispensables. Los primeros permiten tratar a los pobres con la dureza necesaria para garantizar la defensa del orden; los segundos destacan el lamentable destino de quienes caen por debajo del estándar establecido, y sirven para empalidecer o hacer parecer insignificantes las penurias padecidas por quienes se esfuerzan en cumplir con las normas. De este modo, oblicuo e indirecto, se les encontró siempre a los pobres, a pesar de todo, una función útil en la defensa y la reproducción del orden social y en el esfuerzo por preservar la obediencia de la norma. Sin embargo, de acuerdo con el modelo de orden y de norma que tuviera, cada sociedad moldeó a sus pobres a su propia imagen, explicó su presencia de forma diferente y les dio una diferente función, adoptando estrategias distintas frente al problema de la pobreza.
"En el pasado tenía sentido —tanto en lo político como en lo económico— educar a los pobres para convertirlos en los obreros del mañana. Esto ha dejado de ser cierto en nuestra sociedad «posmoderna» y, ante todo, de consumo"
Zygmunt Bauman
La Europa premoderna estuvo más cerca que su sucesora en el intento de hallar una función importante para sus pobres. Estos, al igual que todas las personas y las cosas en la Europa cristiana premoderna, eran hijos de Dios y constituían un eslabón indispensable en la «divina cadena del ser»; como parte de la creación divina —y como el resto del mundo antes de su desacralización por la moderna sociedad racionalista— estaban saturados de significado y propósito divinos. Sufrían, es cierto; pero su dolor encarnaba el arrepentimiento colectivo por el pecado original y garantizaba su redención. Quedaba en manos de los más afortunados la tarea de socorrer y aliviar a quienes sufrían y, de este modo, practicar la caridad y obtener — ellos también— su parte de salvación. La presencia de los pobres era, por lo tanto, un regalo de Dios para todos los demás: una oportunidad para practicar el sacrificio, para vivir una vida virtuosa, arrepentirse de los pecados y ganar la bendición celestial. Se podría decir que una sociedad que buscara el sentido de la vida en la vida después de la muerte habría necesitado, de no contar con los pobres, inventar otro camino para la salvación personal de los más acomodados.
Así eran las cosas en el mundo premoderno, «desencantado», donde nada de lo existente gozaba el derecho de ser por el solo hecho de estar allí, y donde todo lo que era debía demostrar su derecho a la existencia con pruebas legítimas y razonables. Más importante resulta que, a diferencia de aquella Europa premoderna, el nuevo mundo feliz de la modernidad fijó sus propias reglas y no dio nada por sentado, sometiendo todo lo existente al análisis incisivo de la razón, sin reconocer límites a su propia autoridad y, sobre todo, rechazando «el poder de los muertos sobre los vivos», la autoridad de la tradición, de la sabiduría tradicional y las costumbres heredadas. Los proyectos de orden y de norma reemplazaron la visión de una cadena divina del ser. A diferencia de aquella visión, el orden y la norma fueron creaciones humanas, proyectos que debían ser implementados mediante la acción humana: cosas por hacer, no realidades creadas por Dios que deben ser acatadas. Si la realidad heredada ya no se adecuaba al orden proyectado por los nuevos hombres, mucho peor para aquella realidad.
Así fue como la presencia de los pobres se transformó en un problema (un «problema» es algo que causa incomodidad y provoca la necesidad de ser resuelto, remediado o eliminado). Los pobres representaron, desde entonces, una amenaza y un obstáculo para el orden; además, desafiaron la norma.
Y fueron doblemente peligrosos: si su pobreza ya no era una decisión de la Providencia, ya no tenían razones para aceptarla con humildad y gratitud. Por el contrario, encontraron todo tipo de razones para quejarse y rebelarse contra los más afortunados, a los cuales empezaron a culpar por sus privaciones. La antigua ética de la caridad cristiana pareció ya una carga intolerable, una sangría para la riqueza de la nación. El deber de compartir la buena suerte propia con quienes no lograban los favores de la fortuna había sido, en otro tiempo, una sensata inversión para la vida después de la muerte, pero ya «no resistía el menor razonamiento»; sobre todo, el razonamiento de una vida de negocios, aquí y ahora, bien sobre la tierra.
Se agregó, muy pronto, una nueva amenaza: los pobres que aceptaban mansamente su desgracia como decisión divina y no hacían esfuerzo alguno por liberarse de la miseria eran también inmunes a las tentaciones del trabajo en las fábricas y se rehusaban a vender su mano de obra una vez satisfechas las escasas necesidades que consideraban, por costumbre milenaria, «naturales». La permanente escasez de fuerza de trabajo fue obsesión durante las primeras décadas de la sociedad industrial. Los pobres, incomprensiblemente satisfechos y resignados a su suerte, fueron la pesadilla de los nuevos empresarios industriales: inmunes al incentivo de un salario regular, no encontraban razón para seguir sufriendo largas horas de trabajo una vez conseguido el pan necesario para pasar el día. Se formó un círculo vicioso: los pobres que objetaban su miseria generaban rebelión o revolución; los pobres resignados a su suerte frenaban el progreso de la empresa industrial. Forzarlos al trabajo interminable en los talleres parecía una forma milagrosa de romper el círculo.
Así, los pobres de la era industrial quedaron redefínidos como el ejército de reserva de las fábricas. El empleo regular, el que ya no dejaba lugar para la malicia, pasó a ser la norma; y la pobreza quedó identificada con el desempleo, fue una violación a la norma, una forma de vida al margen de la normalidad. En tales circunstancias, la receta para curar la pobreza y cortar de raíz las amenazas a la prosperidad fue inducir a los pobres —obligarlos, en caso necesario— a aceptar su destino de obreros. El medio más obvio para conseguirlo fue, desde luego, privarlos de cualquier otra fuente de sustento: o aceptaban las condiciones ofrecidas, sin fijarse en lo repulsivas que fueran, o renunciaba a toda ayuda por parte de los demás. En esa situación «sin alternativa», la prédica del deber ético habría sido superflua; la necesidad de llevar a los pobres a la fábrica no necesitaba de impulsos morales. Y, sin embargo, la ética del trabajo siguió siendo considerada casi universalmente como el remedio eficaz e indispensable frente a la triple amenaza de la pobreza, la escasez de mano de obra y la revolución. Se esperaba que actuara como cobertura para ocultar la falta de sabor de la torta ofrecida. La elevación de la pesada rutina del trabajo a la noble categoría de deber moral tendría que endulzar los ánimos de quienes quedaran sometidos a ella, al mismo tiempo que calmar la conciencia moral de quienes los sometían. La opción por la ética del trabajo se vio notablemente facilitada —y hasta llegó a resultar natural— por el hecho de que las clases medias de la época ya se habían convertido a ella y juzgaban su propia vida a la luz de esa ética.
La opinión ilustrada del momento se encontraba dividida. Pero, en lo que se refería a la ética del trabajo, no había desacuerdo entre quienes veían a los pobres como bestias salvajes y obstinadas que era preciso domar, y aquellos cuyo pensamiento se guiaba por la ética, la conciencia y la compasión. Por un lado, John Locke concibió un programa integral para erradicar la «pereza» y el «libertinaje» a que los pobres se entregaban, recluyendo a sus hijos en escuelas para indigentes que los formaran en el trabajo regular y a los padres en asilos para pobres cuya severa disciplina, un sustento mínimo, el trabajo forzado y los castigos corporales fueran la regla. Por el otro, Josiah Child, que lamentaba el destino «triste, desgraciado, impotente, inútil y plagado de enfermedades» de los pobres, entendía —tanto como Locke— que «poner a trabajar a los pobres» era «un deber del hombre hacia Dios y la Naturaleza ».
En un sentido indirecto, la concepción del trabajo como «deber del hombre hacia Dios» venía a bendecir la perpetuación de la pobreza. La opinión compartida era que, puesto que los pobres se arreglaban con poco y se negaban a esforzarse para conseguir más, los salarios debían mantenerse en un nivel de subsistencia mínima; sólo así, cuando tuvieran empleo, los pobres se verían igualmente obligados a vivir al día y a estar siempre ocupados para poder sobrevivir. Como dice Arthur Young, «todos, salvo los idiotas, saben que se debe mantener pobres a las clases bajas; si no, jamás trabajarán». Los expertos economistas de la época se apresuraron a calcular que, cuando los salarios son bajos, «los pobres trabajan más y realmente viven mejor» que si reciben salarios más altos, puesto que entonces se entregan al ocio y los disturbios.
Jeremy Bentham, el gran reformador que resumió la sabiduría de los tiempos modernos mejor que cualquier otro pensador de su tiempo (su proyecto fue elogiado en forma casi unánime por la opinión ilustrada como «eminentemente racional y luminoso»), avanzó un paso más. Concluyó que los incentivos económicos de cualquier tipo no eran fiables para obtener los efectos deseados; la coacción pura, en cambio, resultaría más efectiva que cualquier apelación a la inteligencia —por cierto inconstante y hasta inexistente— de los pobres. Propuso la construcción de 500 hogares, cada uno de los cuales albergaría a dos mil de los pobres que representaran «una carga más pesada» para la sociedad, manteniéndolos allí bajo la vigilancia constante y la autoridad absoluta e indiscutida de un alcaide: Según este esquema, «los despojos, la escoria de la humanidad», los adultos y los niños sin medios de sustento, los mendigos, las madres solteras, los aprendices rebeldes y otras gentes de su calaña debían ser detenidos y llevados por la fuerza a esos hogares de trabajo forzado administrados en forma privada, donde «la escoria se transformaría en metal de buena ley». A sus escasos críticos liberales, Bentham respondió airado: «Se objeta la violación de la libertad; se pide, en cambio, la libertad de actuar contra la sociedad». Entendía que los pobres, por el solo hecho de serlo, habían demostrado no tener más capacidad para ejercer su libertad que los niños revoltosos. No estaban en condiciones de dirigir su propia vida; había que hacerlo por ellos.
Corrió mucha agua bajo los puentes desde que gente como Locke, Young o Bentham, con el ardor desafiante de quienes exploran tierras nuevas y vírgenes, proclamaran esas ideas que, con el tiempo, se afirmarían como una opinión moderna y universalmente aceptada sobre los pobres. Sin embargo, pocos se atreverían a sostener hoy esos principios con arrogancia y franqueza similares; si lo hicieran, sólo provocarían indignación. Pero buena parte de esa filosofía ha vuelto a ser, en gran medida, la base de políticas oficiales frente a quienes, por una u otra razón, no son capaces de llegar a fin de mes y de ganarse la vida sin ayuda pública. Hoy resuena el eco de aquellos pensadores en cada campaña contra los «parásitos», los «tramposos» o los «dependientes de subsidios de desempleo», y en cada advertencia, repetida una y otra vez, de que pedir aumentos salariales es poner en riesgo «la fuente de trabajo». Donde el impacto de aquella filosofía vuelve a sentirse con mayor fuerza es en la reiterada afirmación —a pesar de las irrefutables pruebas en su contra— de que negarse a «trabajar para vivir» es hoy, como lo fue antes, la causa principal de la pobreza, y que el único remedio contra ella es reinsertar a los desocupados en el mercado laboral. En el folclore de las políticas oficiales, sólo como una mercancía podría la fuerza de trabajo reclamar su derecho a medios de supervivencia que están igualmente mercantilizados.
Se crea, de este modo, la sensación de que los pobres conservan la misma función que tuvieron en los primeros tiempos de la era industrial: la de reserva de mano de obra. Al reconocerles este papel, se echa un manto de sospecha sobre la honestidad de quienes quedan fuera del «servicio activo», y se señala claramente la forma de «llamarlos al orden» y restaurar, así, el orden de las cosas, roto por quienes eluden el trabajo. Pero, en nuestros días, la filosofía que intentó capturar y articular las realidades emergentes de la era industrial ya dejó de funcionar, anulada por las nuevas realidades de estos tiempos. Después de haber servido alguna vez como eficaz agente para instaurar el orden, aquella filosofía se convirtió lenta pero inexorablemente en una espesa cortina que oscurece todo lo nuevo e imprevisible que aparece en los actuales padecimientos de los pobres. La ética del trabajo, que los reduce al papel de ejército de reserva de mano de obra, nació como una revelación; pero vive este último período como un verdadero encubrimiento.
En el pasado tenía sentido —tanto en lo político como en lo económico— educar a los pobres para convertirlos en los obreros del mañana. Esa educación para la vida productiva lubricaba los engranajes de una economía basada en la industria y cumplía la función de «integrarlos socialmente», es decir, de mantenerlos dentro del orden y la norma. Esto ha dejado de ser cierto en nuestra sociedad «posmoderna» y, ante todo, de consumo. La economía actual no necesita una fuerza laboral masiva: aprendió lo suficiente como para aumentar no sólo su rentablilidad sino también el volumen de su producción, reduciendo al mismo tiempo la mano de obra y los costos. Al mismo tiempo, la obediencia a la norma y la «disciplina social» queda asegurada por la seducción de los bienes de consumo más que por la coerción del Estado y las instituciones panópticas. Tanto en lo económico como en lo político, la comunidad de los consumidores posmodernos vive y prospera sin que el grueso de sus miembros esté obligado a cargar con la cruz de pesadas jornadas industriales. En la práctica, los pobres dejaron de ser su ejército de reserva, y las invocaciones a la ética del trabajo suenan cada vez más huecas y alejadas de la realidad.
Los integrantes de la sociedad contemporánea son, ante todo, consumidores; sólo de forma parcial y secundaria son también productores. Para ajustarse a la norma social, para ser un miembro consumado de la sociedad, es preciso responder con velocidad y sabiduría a las tentaciones del mercado de consumo: es necesario contribuir a la «demanda que agotará la oferta» y, en épocas de crisis económicas, ser parte de la «reactivación impulsada por el consumidor». Los pobres que carecen de un ingreso aceptable, que no tienen tarjetas de crédito ni la perspectiva de mejorar su situación, quedan al margen. En consecuencia, la norma que violan los pobres de hoy, la norma cuyo quebrantamiento los hace «anormales», es la que obliga a estar capacitado para consumir, no la que impone tener un empleo. En la actualidad, los pobres son ante todo «no consumidores», ya no «desempleados». Se los define, en primer lugar, como consumidores expulsados del mercado, puesto que el deber social más importante que no cumplen es el de ser compradores activos y eficaces de los bienes y servicios que el mercado les ofrece. Indudablemente, en el libro de balances de la sociedad de consumo, los pobres son parte del pasivo; en modo alguno podrían ser registrados en la columna de los activos presentes o futuros.
De ahí que, por primera vez en la historia, los pobres resultan, lisa y llanamente, una preocupación y una molestia. Carecen de méritos capaces de aliviar —menos aún, de contrarrestar— su defecto esencial. No tienen nada que ofrecer a cambio del desembolso realizado por los contribuyentes. Son una mala inversión, que muy probablemente jamás será devuelta, ni dará ganancias; un agujero negro que absorbe todo lo que se le acerque y no devuelve nada a cambio, salvo, quizás, problemas. Los miembros normales y honorables de la sociedad —los consumidores— no quieren ni esperan nada de ellos. Son totalmente inútiles. Nadie —nadie que realmente importe, que pueda hablar y hacerse oír— los necesita. Para ellos, tolerancia cero. La sociedad estaría mucho mejor si los pobres desaparecieran de la escena. ¡El mundo sería tan agradable sin ellos! No necesitamos a los pobres; por eso, no los queremos. Se los puede abandonar a su destino sin el menor remordimiento.
Comentarios
Publicar un comentario