Advierte el crítico alemán Hans Magnus Enzensberger en un célebre artículo que su aplicación a estos dos ámbitos contrapuestos suele generar algunos equívocos de proporciones.
“Experimentum quiere decir ‘lo experimentado’. En las lenguas modernas, esta voz latina designa un procedimiento científico para verificar teorías o hipótesis por la observación metódica de fenómenos naturales. Es preciso que el fenómeno por dilucidar pueda ser aislado. Un experimento sólo tiene sentido si las variables del caso son conocidas y pueden ser delimitadas. A estos requisitos se añade el de que el experimento debe ser verificable, y todas las veces que sea repetido dar el mismo, inequívoco, resultado. Se sigue de ello que un experimento tiene éxito o fracasa por anticipado con respecto a un objetivo exactamente definido. Presupone reflexión e implica una experiencia. De ningún modo puede ser un fin en sí mismo. Su valor intrínseco es cero. Es de señalar, asimismo, que el auténtico experimento no tiene nada de audaz; es un procedimiento muy simple y previsible para investigar fenómenos regidos por leyes.” [1]
Como procedimiento científico, entonces, el experimento constituye en primera instancia un estudio de las relaciones entre causa y efecto. Implica la manipulación deliberada de una variable mientras trata de mantener constantes a las demás. Exige un control estricto de las variables y está sujeto a la verificación empírica. No sólo puede, sino que debe ser replicado, dado que de un caso aislado jamás se lograría derivar una ley causal.
Este carácter experimental es, para Enzensberger, la antítesis del que reivindica la vanguardia. En ella, el experimento funciona como una suerte de “inmunidad moral” mediante la cual el artista trata de sustraerse a las consecuencias de sus acciones, desplazando la responsabilidad al destinatario. Cuando la avant-garde corteja al método científico, se dirige sin remedio en la dirección opuesta: se aleja de la experiencia y renuncia a la intencionalidad.
Un razonamiento que muestra a Enzensberger como un discípulo entre díscolo y aplicado del gran crítico modernista Theodor Adorno. Aunque ambos desconfíen de las contaminaciones ideológicas a las que, en nombre de una doctrinaria libertad, se prestan los cantos de sirena del culto de lo nuevo. Puesto que por entonces el arte debía sustraerse a dos amenazas complementarias de tendencias contrarias: su apropiación política como propaganda por ciertos regímenes totalitarios y su acelerada conversión en mercancía por medio de la cultura de masas del capitalismo monopolista.
El análisis de Enzensberger tenía sus méritos. Nos volvía conscientes de la acepción inicialmente militar del término, de sus connotaciones políticas en la teoría de Lenin del partido comunista como vanguardia del proletariado, de la historicidad de las artes y del inevitable carácter a posteriori de toda definición vanguardista (el avant del avant-garde solo podía discernirse a futuro y, como tal, implicaba la muerte del fenómeno así etiquetado)[2] Pero no carecía de contradicciones. A la liquidación del concepto histórico de vanguardia (“Toda vanguardia es hoy repetición, engaño o autoengaño. El movimiento como grupo entendido doctrinariamente no ha sobrevivido a las condiciones históricas que lo engendraron...Una vanguardia que se deja fomentar por el Estado ya no tiene razón de ser.”), terminaba oponiendo una dudosa generalización del modernismo (“¡Que otros cifren sus esperanzas en el fin del modernismo, en conversiones y restauraciones!”) que la agresiva política cultural norteamericana, en el marco característico de la pugna ideológica de la Guerra Fría, había transformado en un arma institucional cargada de futuro.
La proverbial bilis de su prosa iba en realidad dirigida contra una serie de movimientos supuestamente “neovanguardistas”: el tachismo, el art informel, la pintura monocroma, el action painting, el serialismo, la música electrónica, la poesía concreta y la literatura beat. Lista ésta que contenía varios items que más que encajar en la definición de vanguardia, eran representantes por excelencia del high modernism (altomodernismo): el expresionismo abstracto, el serialismo integral, la música electroacústica. Una vanguardia consciente y segura de sí misma, apoyada por agencias estatales y corporaciones privadas, esgrimida frente al aborrecible enemigo soviético como ejemplo exitoso de democracia cultural en el mundo libre.[3] Una vanguardia, en fin, arropada por los calientes brazos del establishment y que, como tal, despertó la justa indignación de Enzensberger. Que carecía del espíritu oposicional de sus antecesoras históricas de la década del ’20 y se sentía amenazada por los desarrollos experimentales que anunciaban la música de Cage y las estéticas posteriores del pop y los happenings, los gestos sencillos de Fluxus o los comienzos de la improvisación europea. Si el diagnóstico de Enzensberger era correcto, la identidad del paciente era confusa. Se trataba, en última instancia, de un modernismo disfrazado de vanguardia, celebrando confiando su triunfo sin saber que ese apogeo llevaba ya inscripto en la frente su fecha de caducidad.[4]
[1] Las cursivas son mías. Debo a Abel Gilbert que llamara mi atención acerca de este texto de Enzensberger (de 1962 en su versión original alemana) que yo había leído (y consecuentemente olvidado) casi dos décadas atrás. Se trata de “Las aporías de la vanguardia”, aparecido en castellano en el nº 285 de la revista Sur, de noviembre/ diciembre de 1963. También sobre otro de Leonard Meyer que desconocía y que mencionaré más adelante. No obstante, Enzensberger convierte a lo experimental en sinónimo de vanguardista y descarga sus temibles dardos contra ambos. En nuestro marco, lo vanguardista y lo experimental constituyen dos tradiciones musicales muy diferentes entre sí.
[2] Una muy reciente y útil revisión del problema, inspirada en el propio Enzensberger, es la que hace Hubert F. van den Berg en “Avant-garde: Some Introductory Notes on the Politics of a Label”, incluida en Robert Adlington (Ed.) Sound Commitments: Avant-garde Music and the Sixties, Oxford University Press, Oxford, 2009. Pp. 15-33. Van der Berg recalca que Enzensberger tiene razón cuando insinúa que, al menos en el contexto de las vanguardias históricas, prácticamente nadie se asumía como “vanguardista” y que, por ende, la aplicación de la categoría de “vanguardia” tiende a ser una etiqueta póstuma.
[3] La importancia que en los años ’50 adquiriría el expresionismo abstracto, más allá de las intenciones de sus representantes artísticos, como arma diplomática en una Guerra Fría que se desplazaba con rapidez hacia el terreno cultural, está tan bien documentada que me exime de cualquier comentario al respecto. El texto canónico es de Serge Guilbaut. How New York Stole the Idea of Modern Art: Abstract Expressionism, Freedom, and the Cold War. University of Chicago Press, Chicago, 1983. (Hay trad. española) Frances Stonor Saunders, La CIA y la Guerra Fría cultural (Debate, Barcelona, 2001) explica el uso indiscriminado que la agencia de inteligencia norteamericana hizo de artistas e intelectuales que, en muchos casos, se consideraban de izquierda. El ideólogo del giro liberal hacia la izquierda reformista y de la escalada de la retórica anti-comunista a fines de la década del ’40 fue Arthur Schlesinger Jr. Su The Vital Center, aparecido originalmente en 1949, en consonancia con el despertar de la tensión entre las dos potencias, es ya un clásico de ese liberalismo americano que se asume a sí mismo como ligeramente descentrado hacia la izquierda mientras mueve el compás con decisión hacia la derecha.
La música de vanguardia debió competir con el neoclasicismo para lograr el favor de estos peculiares adalides de la libertad. Pero su insistencia, con excepciones notables como la de Luigi Nono, en su carácter eminentemente científico y apolítico, calzaba como anillo al dedo de las necesidades de los ideólogos del combate contra la URSS en todos los frentes. Puede consultarse, con el acento puesto en el debate musical francés de entonces, Mark Carroll: Music and Ideology in Cold War Europe. Cambridge University Press, Cambridge, 2006. Y en términos más generales, con numerosos ejemplos pero sin demasiadas luces, Danielle Fosler-Lussier: “American Cultural Diplomacy and the Mediation of Avant-garde Music”, en Robert Adlington (Ed.), Sound Commitments, op. cit.
[4] La tendencia a confundir modernismo, vanguardia y experimentación ha sido fuente de interminables errores. Un ejemplo insigne de esa confusión es Renato Poggioli: The Theory of the Avant-garde. Cambridge, Mass., Belknap, 1968. El libro ya clásico de Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, (Península, Barcelona, 1987) que apareció en su edición original alemana en 1974, promovió rápidamente un nuevo nivel de discusión. Bürger, básicamente otro neoadorniano inspirado en las tesis más actuales de Jürgen Habermas, sostenía que las vanguardias históricas (dadaísmo, surrealismo, etc.) habían fracasado en su programa de destruir la autonomía del arte burgués y, por consiguiente, no lograron trascender la separación entre el arte y la vida. A su vez, se mostraba muy crítico con una neovanguardia a la que consideraba en términos muy restringidos como mero diletantismo. Más allá de la inmensa polémica que generó su Theorie der Avantgarde, son muchos los que aún hoy suponen, como Bürger, que se puede hablar de “vanguardia” en singular, como si todos esos movimientos de las primeras décadas del siglo XX hubiesen tenido un programa común. Y comparten su despreciativo diagnóstico sobre una neovanguardia de los años ’60 considerada en términos igualmente homogéneos. Las considerables diferencias entre los proyectos contemporáneos del serialismo integral y la experimentación cageana, como veremos, bastan para invalidar el apresuramiento de las tesis del crítico literario germano. Mientras el primero pugna por afianzar la música en la autonomía de su esfera, la segunda (influida por dadá y muy en particular por Marcel Duchamp) busca retomar el acercamiento entre arte y vida bajo condiciones históricas tan distintas que suponerla como una continuidad devaluada de la voluntad vanguardista no le hace ninguna justicia. Para complicar todavía más el panorama, hay que decir que fue Clement Greenberg, acérrimo defensor del modernismo, uno de los primeros en utilizar conscientemente el término vanguardia en “Avant-garde and Kitsch”, su legendario artículo de 1939 para la Partisan Review.
Norberto - Esculpiendo Milagros
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