Estimados
cabezones:
"Solidaridad ante el sismo" (cartón de Rocha, La Jornada, 20 de septiembre) |
Como todos
sabemos, hace dos semanas un fuerte terremoto sacudió el México
central; se sumó a los daños que solo unos días antes otro sismo
había provocado en el sur, y dejó un rastro de escombros en la
ciudad de México y muchos otros lugares. Vivo en el Perú desde hace
16 años, pero esto que ha sucedido en mi ciudad natal me ha marcado
nuevamente, ahora con la impotencia de la distancia, el no poder
hacer nada desde tan lejos.
Las horas y días
que siguieron al terremoto vieron surgir a la sociedad civil mexicana
para salvar vidas e iniciar la reconstrucción sin el Estado, cuya
corrupción mató a decenas de personas, y sin las instituciones
“económicas”, de cuya codicia nacieron tantos escombros.
Para conmemorar a
las víctimas y celebrar el impulso de esa sociedad autoorganizada,
solidaria, entregada; ese México que así niega a la muerte, desde
fuera del estado y el gobierno, escribí esta crónica. Viví el
terremoto de 1985, luego emigré y viví el de Perú en 2007, viajé
y viví el de Santiago en 2010. Quién iba a decir que me salvaría
del de México, 2017. Pero no me he salvado. Mi corazón está allá.
Hoy aprovecho la paciencia de ustedes, compañeros en la música y
las luchas, para reproducir en el blog cabezón esta crónica
personal. Si no lo sacara aquí ahora, me sería muy difícil seguir
con reseñas musicales y ya les debo bastantes.
Saludos de
Callenep.
I
Tenía 21 años en septiembre de 1985. Estudiaba segundo año de sociología en la universidad Iberoamericana cuando aún estaba en
la colonia Campestre Churubusco, conformada
por “gallineros” de lámina y tablarroca que se instalaron
provisionalmente luego de que el sismo de 1979 tumbara los edificios
de aulas. Me preparaba para ir a clases aquel miércoles 19 de
septiembre. El espejo del botiquín del baño, entreabierto para
evitar el reflejo de la ventana, empezó su vaivén y terminó por
cerrarse. “!Temblor!”, gritó mi mamá que veía la célebre
transmisión del noticiero de Televisa, con una nerviosa Lourdes
Guerrero luchando por mantener la calma hasta que la señal se fue
por la caída de las antenas de la transmisora.
Vivíamos
en Ciudad Satélite, lejano suburbio ajeno a los estragos telúricos
por estar asentado en el terreno sólido de los llanos al noroeste de
la ciudad de México. Hasta ese día,
los temblores no me asustaban y hasta me parecían divertidos; me
daba coraje cuando no los sentía. No
tenían el efecto instantáneo que tienen hoy, el shot
de adrenalina y angustia que te vacía el pecho. El frío de miedo.
Mi
papá contaba entre risas
una anécdota sobre el temblor de 1957, aquel en el que se cayó el
Ángel: él y sus hermanos se levantaron de la cama y fueron a ver a
la abuela que, del susto,
estaba perdida entre las sábanas y no encontraba
la forma de salir de la cama.
En su disco Mi
barrio,
Chava Flores parodiaba
al funcionario corrupto de todos los tiempos con un diálogo
dramáticamente cómico situado a la mañana siguiente de aquel
temblor (cito de memoria) “¡Licenciado, licenciado! ¡Se
cayó el Ángel, licenciado!”, decía un burócrata al teléfono;
“¿Cómo que se cayó el Ángel? ¿Y de qué lado se cayó?”,
preguntaba el jefe; “¡Del lado derecho, licenciado!”, y el
funcionario se lamentaba: “¡Virgen santa! ¡Mis gladiolas!”.
Mi
mamá, por su lado, destacaba orgullosa que el único edificio de la
Ibero que no había colapsado en marzo de 1979 (yo
tenía 14 años entonces; la misma edad que tiene hoy mi hijo mayor),
la biblioteca (falso: tampoco se vino abajo el de laboratorios, que
se convertiría en oficinas de los departamentos académicos,
mientras la biblioteca incólume le daba hospedaje a la rectoría),
había sido construido por el consorcio de ingenieros para el que
trabajaba como secretaria y recepcionista. Su oficina estaba en
Reforma, justo frente al cine Roble, ese enorme bloque de concreto y
cristal que después de aquel temblor quedaría condenado para
siempre al silencio. Su acera, acordonada, fue durante años símbolo
—uno
que quizá nadie quiso ver con claridad—del
riesgo sísmico de la ciudad de México: “no camines por ahí”,
me decía mi mamá, cuando, para
hacer tiempo en lo que daba su
hora de salida, yo paseaba por aquellas calles de las colonias
Juárez, Tabacalera y
San Rafael que se habían
convertido un poco en mi barrio.
Pero, contra todo pronóstico, el cine Roble, con su marquesina rota
y silente, se mantuvo en esa verticalidad precaria después de 1985;
muchos años más tarde sería
finalmente demolido para albergar a otro símbolo de nuestra
destrucción: el Senado de la República.
Salí
de casa sin sospechar la magnitud del daño. Frívolo, banal, no
encendí el radio de mi viejo VolksWagen. Fue el tráfico mucho más
pesado que de costumbre, lo que me dio indicios de que algo andaba
mal. A medio camino recogí a Marco, mi compañero, que traía
noticias frescas. Opinaba que no deberíamos seguir hasta Churubusco,
que había que ir a Tlatelolco a empezar a levantar piedras y
escombros como ya tantos de nosotros estaban haciendo. Yo quise
seguir hasta la universidad pensando en que ahí podríamos organizar
un albergue y centro de acopio. Otros de mis compañeros habían
pensado lo mismo y, cuando
llegamos a la universidad nos encontramos con que las autoridades se
habían negado a abrir sus puertas para canalizar nuestra
solidaridad. En el forcejeo tumbamos la malla ciclónica que rodeaba
al edificio, pero nada de eso parecía estar ayudando a vivir a las
víctimas, así que volvimos a abordar el VW y nos fuimos hacia el
centro.
En
los alrededores del edificio Nuevo León, una enfermera voluntaria
nos aplicó la vacuna contra el tétano, nos dio tapabocas —y
el consejo de remojar un algodón en vinagre y meterlo dentro como
ayuda desinfectante—, y
nos puso en la fila de los relevos para sacar escombros a mano. Ahí
estuvimos hasta la tarde; luego, intentando aproximarnos nuevamente a
Churubusco, fuimos a la avenida Chapultepec, donde pudimos colaborar
en la búsqueda de más sobrevivientes. Ya anochecía cuando llegamos
nuevamente a la Ibero a comprobar que nuestra escuela no se decidía
a hacer algo por la ciudad; representantes estudiantiles y
autoridades perdían el tiempo en discusiones mientras la ciudad
derrumbada
empezaba a renacer de las cenizas de su épica solidaridad.
Decidimos
ir a la Cruz Roja de Polanco y ahí pasamos los siguientes días sin
descansar ni un segundo. Me tocó apoyar el acopio y
clasificación de
medicamentos, para lo que recibí una capacitación instantánea de
una farmacéutica: los medicamentos caducos, allá; los antibióticos
acá, los analgésicos aquí, y así. En minutos sabía distinguir
medicinas y lo que hacían; recitar
posologías, advertir reacciones secundarias y armar
botiquines de emergencia para
despacharlos o llevarlos a
donde hacían falta según
los avisos de quienes iban y venían trayendo noticias. No había
teléfonos móviles y,
por supuesto, no había redes sociales que apoyaran la difusión de
la información. Pusimos
el VW al servicio de la ciudad. Con una cruz roja
pintada con
plumón sobre cartulina
blanca lo disfrazamos de vehículo para la asistencia y llevamos
botiquines, bidones de Electropura
(aún no se imponía el agua embotellada) y tortas a
las calles de López, en el centro; a la colonia Morelos, a Tepito y
a Peralvillo, a Tlateloco y a la Roma. El más terrible de aquellos
viajes fue el traslado de un paquete de bolsas negras para cadáveres
que se necesitaba en el estadio de béisbol del Seguro Social,
entonces convertido en improvisada y masiva morgue. No olvidaré
jamás el olor de la muerte que nos penetró, cruzando tapabocas y
vinagres, al ingresar al túnel de aquel lugar, hoy convertido en un
nuevo templo del consumo.
El
viernes 21, la más fuerte de las réplicas del sismo nos encontró
en el
estacionamiento que la Cruz Roja había habilitado como centro de
acopio. El pánico fue instantáneo; todos corrimos hacia cualquier
lugar, como el enjambre de avispas que
se desmembra al ser destruido
el panal. Pero muchos volvimos de inmediato; la tarea no estaba
completa y seguimos trabajando.
Aunque
éramos estudiantes de sociología, no podíamos ver todavía lo que
estaba pasando, Sabíamos que la ciudad respiraba gracias a quienes
habían desatado sus fuerzas en el voluntariado y el brigadeo;
sabíamos que el gobierno no alcanzaba a reaccionar aunque para el
viernes 21 los militares ya patrullaban la ciudad (e
impedían el paso de las ayudas ciudadanas).
La reacción del sistema político fue muy
lenta, como sabemos, y al
menos en su primera etapa no se orientó al alivio de la tragedia
sino a impedir que quienes nos habíamos apropiado de las calles nos
apropiáramos también de una voluntad transformadora que cabalgara
sobre la crisis hacia la libertad.
A
la semana siguiente, la Ibero por fin pareció despertar. Las
autoridades no permitieron que se instalara un albergue para
damnificados pero sí dejaron que los estudiantes organizaran un
centro de acopio. Como
experto en medicamentos, a
partir del lunes 24 me sumé a la sección de botiquines del centro
de acopio de la Ibero y ahí me quedé durante las tres semanas
siguientes. Poco a poco las cosas fueron retornando a la “normalidad”
(¿qué puede ser normal después de eso?). Nuestros maestros
empezaron a explicar el espontáneo surgimiento de ese impulso de
vida que fuimos los jóvenes de 1985, pero nosotros, algunos de
nosotros, seguimos en la brigada por semanas. No parecía que
retrocediera la necesidad de nuestras manos. Para
desactivar nuestras acciones, la universidad ofreció que el tiempo
que habíamos dedicado valiera como servicio social. Nos negamos y
seguimos ahí por algunos días más.
Trabajábamos
día y noche. Tomábamos descansos de una o dos horas, por lo general
dormidos en el asiento trasero del VW, y volvíamos al trabajo.
Hacíamos rápidas visitas a casa de algún compañero para darnos un
baño y volver al centro de acopio. Recuerdo que en algún momento se
sumó como voluntaria una chica del barrio que no era estudiante de
la universidad. Recuerdo que trabajamos mano con mano, hombro con
hombro en la sección de medicamentos y que, al paso de los días, al
hacerse menos imperiosa la prisa y la necesidad, tomamos algún
receso nocturno juntos,
abrazados. Nunca nos dijimos nuestros nombres y un buen día ella ya
no apareció. Había sido un fantasma del amor desbordado que
brotaba de la ciudad de México.
Casi
un mes después del terremoto, con los precarios planes de
reconstrucción del gobierno a media marcha y la presencia amenazante
de los militares en las calles; con los teléfonos públicos que
seguirían dando servicio gratuito por años y con una experiencia de
vida y muerte que se volvería indeleble, como
lo
serían los cientos de edificios marcados que ya nadie volvería a
habitar pero que permanecerían ahí como mensajeros del desastre
—como
el viejo cine Roble—,
volvimos a las aulas y a la
rutina. Olvidé
instantáneamente todo lo que sabía de farmacéutica; hoy no sabría
decir para qué sirve una aspirina.
Y aprendí que
éramos la sociedad civil (sus jóvenes) y que, por un momento, por
unos días, frente al dolor de la muerte, habíamos sido el verdadero
Estado.
Por
unos días, por unos minutos quizá,
nos habíamos hecho
con el poder.
II
Estaba
a un mes de cumplir 35 años en junio de 1999. Acababa
de haber sido rechazada mi solicitud de beca al Fonca para escribir
una novela y trabajaba
como editor y
reportero de
la página en internet del Gobierno del Distrito Federal, en el piso
11 de un edificio de 14 en Izazaga, centro,
justo frente al Claustro de Sor Juana. Tenía pánico a los temblores
pero eso no había
sido obstáculo
para ofrecerme como voluntario de protección civil de nuestro piso.
Nos capacitaron en primeros auxilios y como facilitadores de
evacuación; nos dieron un chaleco anaranjado, un casco, un silbato y
una linterna que colgaban de la mampara que separaba mi “caballeriza”
de las otras.
La
alarma sísmica sonó oportuna; me puse casco y chaleco, hice sonar
el silbato y corrí a abrir la puerta de las escaleras de emergencia
mientras, tratando de aparentar una calma que en realidad no tenía,
llamaba a mis compañeras y compañeros a salir en calma pero
rapidito. Excepto por algún burócrata testarudo que se negó a
hacerlo y cuyo destino hubiera sido mi responsabilidad de haber sido
fatal, la evacuación de mi piso (ya habíamos hecho simulacros) fue
rápida y efectiva. Cuando llegamos al suelo ¿firme? el
temblor, que afectó duramente a la ciudad de Puebla, estaba
en su momento más fuerte. Estábamos
a salvo. Lo
habíamos logrado.
Por
fortuna no sucedió nada que lamentar. Después
de presentar un rápido informe de la evacuación (con denuncia del
burócrata suicida incluida), me enteré por Icq, el programa de
mensajería que se usaba en el internet de aquel entonces, de que mis
seres queridos estaban bien; mi amiga (y vecina) Patricia, me dijo
por ahí que nuestro viejo edificio en el borde entre la Condesa y la
Roma, en la avenida Veracruz, casi esquina con Mazatlán, había
resistido y que mi perra Lua había ladrado un poco pero ya estaba
tranquila. Me fui a
casa a pie rememorando
los lugares donde 1985 había dejado su marca terrible.
III
A los pocos meses de haber emigrado,
en diciembre de 2001, Lima me contó sus temblores. Eran distintos a
los de la ciudad de México. Aquí parecían ser más breves pero
daban a la palabra “trepidatorio” un sentido mucho más claro:
como si la tierra saltara, como si se encendiera un vibrador gigante
en sus entrañas.
Tenía
43 años en agosto de 2007 y dos hijos de tres y cuatro años de
edad. Vivíamos en un edificio de dos pisos en Miraflores, frente al
mar. Pasadas las seis y media de la tarde (en
pleno invierno austral, totalmente de noche) comenzó
el temblor más fuerte que había sentido en mi vida; más que el de
1985. Ahora les tenía pánico a los sismos,
pero era un chilango sobreviviente del 85; sabía qué hacer. En el
momento en que comenzó el movimiento, mis hijos jugaban frente a la
computadora. Tomé uno en cada brazo, le chiflé a Lua y le grité a
Magaly,
la
mamá de mis hijos, para que salieran conmigo, y evacuamos
el edificio. No
paré hasta estar en el parquecito de a
la
vuelta y evité por intuición acercarme a los jardines del malecón;
siempre me han dado nervios sus acantilados arcillosos porque temo
que un
día se
desmoronarán.
Aún temblaba cuando llegamos a la calle y, al chocar, las varillas
del edificio en construcción de enfrente sacaban unos chispazos
horribles. También pude ver ese
destello de energía que se produce con los sismos en las ciudades.
Fuimos los primeros en ponernos a
salvo en el parque. Poco a poco fueron saliendo los vecinos y ya no
nos sentimos solos. Pasó sin pasar a mayores en Miraflores. La
televisión e internet trajeron las noticias de la devastación en
Pisco e Ica (y de los daños en la Lima pobre, la de las casonas de
quincha y adobe). Mi fuero interno se preocupó de inmediato por la
organización del apoyo, pero estaba solo en eso; nadie, al menos en
Miraflores, se organizaría para acopiar, refugiar, alimentar,
consolar.
Más
tarde, días después, algunos de mis alumnos en la universidad —otra
vez, jesuita— participarían en algunas acciones de ayuda en Pisco
y Chincha coordinadas desde
arriba
por agencias católicas de caridad con espíritu misionero. Del mismo
modo en que, año tras año, el Perú recurre a la caridad de sus
católicos para enfrentar los estragos del “friaje” en el
invierno serrano (el envío de mantas, ropa y alimentos), en lugar de
trabajar para que las poblaciones locales estén preparadas para
enfrentar un fenómeno tan recurrente que no se puede suponer que no
sucederá. No hubo más espacio de participación que el donativo a
una cuenta. Hoy, los habitantes de esos lugares, que ya eran
damnificados antes del terremoto de 2007, siguen siendo damnificados
permanentes.
IV
Tenía
45 años en febrero de 2010 (apenas
un mes después del terremoto que devastó Haití)
y el destino o la casualidad quisieron que estuviera en Santiago de
Chile el día del terremoto; esta vez sí, el más fuerte que he
sentido en mi vida (el octavo más fuerte registrado por la
humanidad, según Wikipedia). Había ido allá como coordinador del
pequeño contingente de escritores, escritoras y agentes de animación
a la lectura peruanos que asistía a un congreso de literatura
infantil y juvenil organizado por la editorial española para la que
trabajaba entonces. Habíamos llegado el día anterior; el encuentro
se había inaugurado, y aquel sábado lo habíamos pasado entre
conferencias y talleres. A medio día todos los asistentes al
congreso, quizá doscientas personas o más, nos habíamos tomado una
foto de grupo en las escalinatas del hermoso Museo de Arte
Contemporáneo de Santiago. Por la noche, los editores de las
distintas filiales latinoamericanas de la editorial nos habíamos ido
a tomar un trago a algún lugar de la
ciudad,
así que me acosté cerca de la media noche con un par de vinos en el
cuerpo, sin
preocuparme por el grupo peruano del que era responsable.
En
la habitación del tercer piso del hotel San
Francisco,
desperté
sin razón alguna un par de minutos antes de que comenzara el sismo:
me
agarró despierto; tuve
esa suerte.
Había
encendido un
cigarro que apagué
casi sin fumar en
cuanto comenzó el movimiento. Las botellas promocionales de vino que
estaban sobre una mesa se cayeron, los cuadros se vinieron abajo, los
cajones fueron escupidos por el armario, las
lámparas de los burós fueron a dar una a la cama, la otra al suelo.
Me puse rápidamente
un
pantalón, salí de
la habitación, descalzo,
tropezando
y chocando contra las paredes por la fuerza con que el movimiento me
lanzaba contra ellas.
Escuché
un estruendo y
alcancé a ver de reojo cómo caía el plafón del baño sobre la
tina.
El
pasillo estaba lleno de lo que me pareció que era humo. Pensé que
esta vez no la iba a contar. A mi paso salió de su habitación una
de las funcionarias españolas de la editorial, en camisón, en
pánico,
corriendo hacia el lado opuesto de la escalera. Tuve que retroceder
para alcanzarla, tomarla de la mano e indicarle que teníamos que
bajar por el lugar de donde parecía provenir el humo. Avanzamos
hacia allá; otras dos personas se nos unieron. Cuando terminamos de
bajar los tres pisos, el movimiento parecía amainar. Guié a las
personas que me acompañaban hasta el camellón de la avenida
O’Higgins. Lo que me había parecido humo era solo polvo de
concreto que se había desprendido al moverse asimétricamente los
dos cuerpos independientes pero pegados del edificio.
Algunas personas habían llegado a
la calle antes que nosotros; poco a poco se sumaban los demás. En
parte porque el contingente mexicano del congreso era de los más
grandes, la mayoría de quienes salieron primero eran mexicanos. Pero
todos sabemos también por qué.
Si bien muchas personas perdieron la
vida en Santiago, especialmente en los barrios pobres, como para
recordar que la tragedia tiene color político, la ciudad resistió
esos 8,8 grados Richter. Es una ciudad a prueba de sismos; como
debería ser México, como debería ser Lima. Tampoco aquí vi lo que
un sismo representa para un chilango. El gobierno chileno respondió
con celeridad, especialmente en las áreas del sur donde los daños
fueron mayores; de sismo y tsunami.
El aeropuerto de Santiago, afectado
por el sismo, cerró sin perspectivas de reanudar su servicio en
breve. El congreso de literatura se suspendió. No había mucho qué
hacer, no había brigadas que formar ni recursos que acopiar. Los
amigos chilenos nos atendieron hasta hacernos sentir seguros, pero
aun así, los congresistas ya no quisieron volver a sus habitaciones
y armamos un divertido campamento en el lobby del hotel.
Pasé el domingo caminando por
Santiago con Jorge Eslava, queridísimo amigo y uno de los escritores
de mi contingente peruano. Vimos cristales rotos, mamposterías
desprendidas, piedras desmoronadas, pero nada más. Excepto por las
escalinatas del Museo de Arte Contemporáneo, donde nos habíamos
tomado la foto el día anterior, que se habían venido completamente
abajo.
El
resto fue un compás de espera. No podríamos regresar en vuelo
comercial a Lima, así que fui a la terminal de autobuses a buscar
pasajes para mi contingente de seis o siete personas, pero mientras
yo estaba ahí, Jorge había establecido contacto con la embajada del
Perú —el propio Alan García, entonces presidente y amo absoluto
de la más
brutal demagogia
había aterrizado en Santiago llevando dos aviones de ayuda—, y
podríamos regresar en uno de los aviones de carga de la policía
peruana. Los argentinos emprendieron el regreso hacia Córdoba por
tierra y se llevaron a los españoles que volarían de regreso a
Europa desde Buenos Aires. Colombia y Brasil pronto enviaron medios
para repatriar a sus escritores y especialistas en lectura; los
mexicanos, encabezados por Juan Villoro, se quedaron ahí varados,
sin apoyo de nuestra nulidad de gobierno por no sé cuántos días
más. En alguna entrevista televisada, Villoro mencionó mi caso como
ejemplo de la ausencia de gobierno de nuestro país: “el único
mexicano que ha podido salir de aquí ¡vive en Perú!”. Pero
otros habían llegado a ayudar; en el aeropuerto me crucé —y
experimenté un raro sentimiento de orgullo—
con los Topos, los heroicos rescatistas mexicanos.
Aunque
Alan mandó ayuda a Chile, las noticias de Lima tenían incluso un
corte ¿humorístico?: ante la alerta de tsunami, la gente atiborró
los malecones de Miraflores para ver llegar la gran ola desde los
acantilados.
V
Tengo
53 años y sigo en Lima. El martes 19 de septiembre había pasado la
mañana trabajando en la edición de un libro de cálculo. Soy pésimo
para la matemática, así que esta labor exige el cien por ciento de
mi atención, lo que significa que desde que inició el fatídico día
me abstuve de ver la tele, oír el radio y abrir internet. Había
intercambiado temprano algunos mensajes de texto con Michelle, por
eso cuando poco después de medio día llegó su pregunta, “¿Tus
papás están bien?”, no me podía imaginar el contexto que la
envolvía, pensé, iluso,
que quería
seguir
platicando y respondí, tontamente, sobre lo bien que llevaban sus
ochenta y tantos años. Cuando me explicó lo sucedido y
empecé a leer las noticias y los tuits,
el mundo se me vino abajo y un hueco me invadió el pecho. El
hueco del dolor que se agranda con la impotencia de la distancia.
Me
comuniqué, después de varios intentos, con mi mamá y mis hermanas
por Whatsapp. Estaban bien, pero mi papá, de 84 años había pasado
el terremoto solo en su departamento, un sexto piso en la colonia
Condesa. Una semana atrás, cuando sintieron el sismo de Chiapas que
dejó serios daños en el Istmo y el sureste, mi papá no había
querido evacuar el edificio. Ahora no sabíamos nada de él; por su
sordera hace tiempo que dejó de contestar teléfonos. También por
Whatsapp, conté
esto
a un grupo de amigos, mis compañeros de la primaria, hermanos y
hermanas de toda la vida, literalmente. Ahí vi la primera muestra de
esa respuesta que parece caracterizar a los mexicanos ante la
catástrofe: uno de ellos,
Enrique, me
preguntó la dirección exacta y pidió
a
alguien que
fuera a
buscar a mi papá. Al mismo tiempo en que mi mamá por fin me avisaba
que los vecinos habían acudido en su ayuda, Enrique me enviaba una
foto de papá
a salvo, fuera del edificio aunque visiblemente asustado. No se sabe
aún si su edificio podrá ser salvado. Más tarde, mamá me contó
que el viejo simplemente se había arrodillado junto a una columna y
había esperado el final del sismo. O lo que tuviera que suceder. Me
envió después las fotos que había tomado: su departamento muy
afectado mostraba los muebles volteados por todas partes; ni un
cuadro permaneció en su clavo, el refrigerador “caminó” hasta
el fregadero y chocó con él. Luego, las grietas en los muros
exteriores del edificio; algunas de ellas del tipo “peligroso”.
Desde
esta distancia he acudido a la solidaridad que nuevamente han
encarnado los jóvenes mexicanos, 32 años después de aquella
experiencia que me cambió para siempre. Ya en Santiago, en 2010
había tenido la oportunidad de ver el comportamiento de las redes
sociales en un caso de desastre. Había empezado a usar Twitter un
año antes y, durante el compás de espera en Santiago, había podido
aportar información a mi timeline
que es básicamente mexicano. Esta vez, desde esta distancia, desde
esta impotencia, y al lado de otros mexicanos y mexicanas que, como
yo, optaron por la migración o el autoexilio, sólo
pude tratar
de ser hub
cuidadoso
de las informaciones y testigo
asombrado
del
milagro que nuevamente y de forma tan similar —y
a la vez tan nueva, tan mejor—
sucede
en las calles de mi ciudad, de mi barrio; en esos símbolos
personales que representan para mí “ser mexicano” (soy
radicalmente antinacionalista, así que estos sentimientos me
confunden porque no los puedo ni quiero evitar pero tampoco puedo
explicarlos). ¿Qué podría hacer? Sólo aportar, desde mi celular,
cualquier cosa que pudiera ayudar a las víctimas, pero también a
esas legiones de jóvenes que han
salido a
salvar vidas en el país que se ha hecho famoso por sus inexplicables
y violentas muertes.
Porque
esto es México y ojalá lo sea aún mañana, y la semana, el mes, el
año, la década, el siglo que vienen:
este cúmulo de diferencias que se vuelven energía de vida si la
muerte acecha. Ojalá no suelten lo que han asido. Ojalá no se dejen
quitar la solidaridad para convertirla en política por quienes
gobiernan indignamente y manejan de modo espurio una realidad —mucho
más que un pueblo, mucho más que una economía,
una nación
o una patria—
que
los excede infinitamente.
Esa que somos nosotros.
Si
algo en mi favor puedo decir, aun a riesgo de que sea mentira, de que
se trate de algo que me digo para justificar mi apatía, es que
nunca, desde el 19 de septiembre de 1985 hasta hoy, me dejé llevar
por la vida comodina y clasemediera que quizá debí haber tenido.
Que rechacé lo que me lastimaba aunque fuera lo que hubiera tenido
que hacer, lo
que correspondía.
En mi escala, pequeñísima y
marginal,
he querido seguir siendo siempre ese estudiante de sociología de 21
años de edad entregado
a reconstruir y aquilatar la vida.
Claro que me veo ridículo, con el pelo largo lleno de canas, con la
ropa desarreglada y rota sobre este cuerpo que se avejenta, aunque
se aferre a la juventud pedaleando una bicicleta o haciendo música
con sus hijos.
Es
sólo que quiero estar con ustedes, jóvenes mexicanos; aprender de
ustedes, apoyar su gesta, ser ustedes y sentirme menos inútil.
(Publiicado originalmente en: https://calleneptuno.wordpress.com/2017/09/26/breve-semblanza-telurica-personal/)
Que hermoso texto CalleNep, eriza la piel, notable hermano como has logrado plasmar toda una parte de tu vida.
ResponderEliminarSobre el tema mexicano, quisiera copiar un texto que me ha llegado y considero que se complementa con tu nota:
"El pueblo mexicano sufre una acumulación de tragedias. Tragedias naturales que pegaron duro en las últimas semanas, tragedias naturalizadas que lo azotan desde hace rato. Un Estado ausente que llega tarde y mal cuando la tierra tiembla, un Estado omnipresente como engranaje de un sistema de violencia múltiple, sistemática y cotidiana.
Por estos días de fatalidad y caos, en medio de la conmovedora solidaridad espontánea ciudadana poniéndole el cuerpo a los rescates y a la ayuda a los damnificados, se cumplieron tres años del secuestro y desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Un aniversario marcado por la impunidad: no hay ninguna condena ni avances significativos en la investigación de aquel crimen de lesa humanidad, cometido por la corporación policial y narcocriminal, que marcó a fuego al México contemporáneo.
Ayotzinapa no fue un caso aislado, pero logró ponerle nombre a una guerra difusa y no convencional. Ayotzinapa sintetiza la hipocresía, la torpeza y la crueldad de un poder político huérfano de sensibilidad y al menos cómplice de los hechos. En estos 36 meses, el gobierno de Peña Nieto desvió la investigación, fabricó culpables, ocultó evidencias. Mintió descaradamente. Pero gracias al equipo argentino de forenses y al grupo de expertos de la CIDH se logró desmontar la versión oficial que buscaba dar vuelta la página.
Ayotzinapa no es una excepción, pero tuvo una carga simbólica especial que viralizó ante el mundo una tragedia humanitaria generalizada. Ahí están los datos –todos oficiales-, que no llaman la atención de la “comunidad internacional” y que los medios cartelizados intentan disimular. Según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, hay hoy en México 30 mil 499 personas desaparecidas; desde 2007 se reportaron 855 fosas clandestinas y 1.548 cadáveres exhumados; el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reveló que se producen más de siete femicidios por día. La espiral de violencia viene de larga data, pero explotó durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) y su “guerra contra el narcotráfico”. Aquel sexenio dejó oficialmente más de 121 mil muertes violentas, en los casi cinco años de Peña Nieto ya se registran más de 104 mil.
Múltiples factores explican el cuadro, pero hay uno esencial: México paga muy caro ser la puerta de entrada al principal consumidor de drogas y mayor vendedor de armas del mundo. No pierde vigencia la célebre frase: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.
El poder fabrica monstruos y nos los vende como sus enemigos. Los grandes cañones mediáticos repiten: “combate al terrorismo”, “guerra al narco”, ocultando que el creador y la criatura son dos caras de una misma moneda que se complementan para seguir acumulando riquezas. Mientras, los muertos son siempre del mismo lado.
Pero hay un México profundo que no quiere seguir respirando sangre. Se vio en ese tejido comunitario que afloró una vez más mientras removía escombros, se despliega en múltiples resistencias en todo el país que algún día se unificarán en alternativa política. Porque si hay algo que no pierde el pueblo mexicano es la fe. Como dice en letras rojas en uno de los muros de la normal de Ayotzinapa: “Bienvenidos a lo que no tiene inicio, bienvenidos a lo que no tiene fin, bienvenidos a la lucha eterna. Unos la llaman necedad, nosotros la llamamos ESPERANZA”.
Por Gerardo Szalkowicz
Gracias Moe! Por tus palabras y por este texto indispensable de Szalkowicz!
Eliminarhttps://www.youtube.com/watch?time_continue=8&v=Xq1Sm5l069w
Eliminar