El capitalismo como sistema hegemónico a nivel mundial no cuenta más que con algunos siglos de historia. Poco si lo comparamos con el milenio del feudalismo en Europa y otras variantes de organización social alrededor del planeta. La mayor parte de su existencia se impuso a sangre y fuego, mediante la violencia y formas de gobierno autoritarias en sus múltiples variantes. Asimismo, independientemente del desarrollo inigualable de las fuerzas productivas, ha demostrado escasa o nula capacidad para garantizar sociedades más igualitarias. El Estado de Bienestar no fue más que una acotada experiencia histórica reducida a un puñado de países; la democracia y las libertades políticas una horizonte que se cae a pedazos. La crisis de un sistema que no ofrece salidas y la tibieza de proyectos alternativos.
En 1991, en una entrevista con Beatriz Pages, Fidel Castro lo resumía con una frase simple y contundente: “Se habla del fracaso del socialismo y ¿dónde está el éxito del capitalismo en África, en Asia, en América Latina?”. “El capitalismo ha fracasado en más de 100 países que están viviendo en una situación realmente desesperada (…) El capitalismo ha arruinado al mundo, ha envenenado los ríos, los mares, la atmósfera, está destruyendo la capa de ozono y está cambiando desastrosamente el clima del mundo”, añadía.
Eran tiempos de victoria moral para el capitalismo en su etapa neoliberal. Tiempos de promesas de un futuro mejor, donde el desarrollo era cuestión de dejarse llevar por el libre mercado.
En América Latina las -diversas- transiciones democráticas entroncaban muy bien con esa gramática histórica. Ya no había lugar para los autoritarismos de izquierda y derecha, ya no había lugar para las ideologías, era el tiempo de la racionalidad, de los tecnócratas y de la libertad.
Sin embargo, rápidamente y por su propia lógica interna, el capital desacopló su relato de la realidad. Sin el contrapeso del bloque comunista en términos estatales, pero también con la derrota ideológica, política y material que infringió a los movimientos emancipatorios a nivel mundial, liberó su voracidad expansiva. Profundizó la miseria, la desigualdad y la explotación en la periferia.
Allí las burguesías autóctonas que jamás constituyeron una clase social con proyectos soberanos (ni lo podrán hacer), cumplieron su misión histórica dependiente: ser furgón de cola del imperialismo, tal como advirtió hace más de medio siglo, en su mensaje al Tricontinental, Ernesto Guevara.
Esta dinámica, tenía el camino allanado pero sufrió un traspié: América Latina. Pueblos que habían sufrido la injerencia estadounidense en su versión más cruel, reactualizaron sus formas de lucha y de disputa de poder. Primero de forma reactiva, con importantes estallidos sociales, movilizaciones y gérmenes organizativos de nuevas herramientas que, con el correr de los años, habilitaron distintos gobiernos que impugnaron el neoliberalismo.
La democracia representativa que, como señala Álvaro García Linera, “ayuda a reproducir el régimen estatal capitalista”, se manifestó también como una posibilidad porque “consagra los derechos sociales, unifica colectividades de clase y, lo que es más importante, es un terreno fértil para despertar posibilidades democráticas que van más allá de ella”.
Sobre ese intersticio operó lo que devino en una oleada progresista y revolucionaria que vivió la región a comienzos del siglo XXI que, sin embargo, fue una excepción a nivel mundial.
En ese marco, si bien hubo una importante confrontación política con el neoliberalismo, como se vio en el “no al ALCA” de 2005 y en diversas políticas redistributivas internas, supuso en la mayoría de los casos una continuidad respecto a la inserción de esas economías en el mercado mundial (como en los modelos neodesarrollistas de Argentina y Brasil). Pero aún incluso en los procesos más radicalizados como los de Venezuela y Bolivia, no se logró ir más allá de una confrontación parcial que nunca dejó de depender en gran medida del rol asignado a Latinoamérica en la división internacional del trabajo.
Los límites propios de los procesos latinoamericanos que no lograron avanzar y consolidar iniciativas soberanas conjuntas (como el Banco del Sur o el ALBA) que permitieran generar resortes contra las crisis económica mundial, terminaron siendo el campo fértil sobre el que se dio la ofensiva conservadora.
La democracia representativa fue sin dudas una conquista popular pero también una nueva forma de dominación del capital. Su pérdida de eficacia para cumplir esta última tarea -en el siglo XXI pero también en repetidas ocasiones a lo largo del siglo XX- no le generó ningún prurito a las clases dominantes para violentarla.
Los ensayos fueron disímiles y se fueron actualizando: el fascismo en la Europa post primera guerra mundial; los golpes de Estado clásicos en casi toda la periferia capitalista; la proscripción política; las sanciones económicas (con el bloqueo a Cuba como máxima expresión); y ya más entrado el siglo XXI las guerras híbridas que incluyen la intervención del Poder Judicial, los medios de comunicación, el Poder Legislativo y, eventualmente también, las Fuerzas Armadas.
Esta constatación plantea una contradicción a las fuerzas progresistas y de izquierda. El relato posmoderno que autonomizó en exceso la esfera de la política, que la constituyó en un espacio de disputa prioritario mediante el cual se podía realizar cualquier transformación (en una versión aggiornada del reformismo socialdemócrata de principios del siglo XX) se chocó de frente contra la materialidad concreta de clases sociales dominantes que no entregaron ni entregarán el poder por perder unas elecciones.
Se trata de una relectura ingenua de Antonio Gramsci heredada del eurocomunismo y el postmarxismo que surgió y construyó su teoría bajo la hegemonía ideológica de una presunta pax democrática neoliberal que resultó falaz.
“Gramsci tiene razón cuando dice que las clases trabajadoras deben dirigir y convencer a la mayor parte de las clases sociales en torno a un proyecto revolucionario de Estado, economía y sociedad. Aunque Lenin también está en lo cierto, cuando afirma que el proyecto dominante debe ser derrotado”, destaca Linera y ahí está la clave.
Hoy la pelea por la democracia se reactualiza una vez más. La defensa de esa conquista popular no se puede acotar a restablecer o, en el mejor de los casos, celebrar la “normalidad institucional” heredada de la salida de las dictaduras.
Tampoco a esperar que una burguesía local interconectada y dependiente del capital transnacional impulse proyectos autónomos. Experiencias recientes dan cuenta que fueron estas las que rompieron las alianzas con la clase trabajadora (en Argentina, Brasil, Ecuador) ante la imposibilidad de seguir obteniendo ganancias extraordinarias en el mercado interno y volcándose al rentismo. O directamente fueron oposición abierta y golpista a gobiernos populares como los de Bolivia y Venezuela.
La defensa de este sistema político debe ir acompañada de una socialización cada vez mayor del poder; de desmonopolizar y descentrar al Estado entendido como relación social donde se cristalizan correlaciones de fuerza; de generar las instancias en las que las clases subalternas conquisten posiciones pero también trastoquen el sentido común neoliebral que tenemos marcado a fuego en las mentes y los cuerpos. En definitiva, de un fomento de la organización y movilización popular que, en última instancia, es la retaguardia estratégica de cualquier proceso de transformación.
Santiago Mayor
Por Santiago Mayor
“Las libertades políticas y la democracia representativa son, en gran medida, resultado de las propias luchas populares; son su derecho de ciudadanía y forman parte de su acervo, de la memoria colectiva y de su experiencia política. Es cierto que la democracia representativa ayuda a reproducir el régimen estatal capitalista, pero también consagra los derechos sociales, unifica colectividades de clase y, lo que es más importante, es un terreno fértil para despertar posibilidades democráticas que van más allá de ella”Álvaro García Linera
En 1991, en una entrevista con Beatriz Pages, Fidel Castro lo resumía con una frase simple y contundente: “Se habla del fracaso del socialismo y ¿dónde está el éxito del capitalismo en África, en Asia, en América Latina?”. “El capitalismo ha fracasado en más de 100 países que están viviendo en una situación realmente desesperada (…) El capitalismo ha arruinado al mundo, ha envenenado los ríos, los mares, la atmósfera, está destruyendo la capa de ozono y está cambiando desastrosamente el clima del mundo”, añadía.
Eran tiempos de victoria moral para el capitalismo en su etapa neoliberal. Tiempos de promesas de un futuro mejor, donde el desarrollo era cuestión de dejarse llevar por el libre mercado.
En América Latina las -diversas- transiciones democráticas entroncaban muy bien con esa gramática histórica. Ya no había lugar para los autoritarismos de izquierda y derecha, ya no había lugar para las ideologías, era el tiempo de la racionalidad, de los tecnócratas y de la libertad.
El libertinaje latinoamericano
Allí las burguesías autóctonas que jamás constituyeron una clase social con proyectos soberanos (ni lo podrán hacer), cumplieron su misión histórica dependiente: ser furgón de cola del imperialismo, tal como advirtió hace más de medio siglo, en su mensaje al Tricontinental, Ernesto Guevara.
Esta dinámica, tenía el camino allanado pero sufrió un traspié: América Latina. Pueblos que habían sufrido la injerencia estadounidense en su versión más cruel, reactualizaron sus formas de lucha y de disputa de poder. Primero de forma reactiva, con importantes estallidos sociales, movilizaciones y gérmenes organizativos de nuevas herramientas que, con el correr de los años, habilitaron distintos gobiernos que impugnaron el neoliberalismo.
La democracia representativa que, como señala Álvaro García Linera, “ayuda a reproducir el régimen estatal capitalista”, se manifestó también como una posibilidad porque “consagra los derechos sociales, unifica colectividades de clase y, lo que es más importante, es un terreno fértil para despertar posibilidades democráticas que van más allá de ella”.
Sobre ese intersticio operó lo que devino en una oleada progresista y revolucionaria que vivió la región a comienzos del siglo XXI que, sin embargo, fue una excepción a nivel mundial.
En ese marco, si bien hubo una importante confrontación política con el neoliberalismo, como se vio en el “no al ALCA” de 2005 y en diversas políticas redistributivas internas, supuso en la mayoría de los casos una continuidad respecto a la inserción de esas economías en el mercado mundial (como en los modelos neodesarrollistas de Argentina y Brasil). Pero aún incluso en los procesos más radicalizados como los de Venezuela y Bolivia, no se logró ir más allá de una confrontación parcial que nunca dejó de depender en gran medida del rol asignado a Latinoamérica en la división internacional del trabajo.
Los límites propios de los procesos latinoamericanos que no lograron avanzar y consolidar iniciativas soberanas conjuntas (como el Banco del Sur o el ALBA) que permitieran generar resortes contra las crisis económica mundial, terminaron siendo el campo fértil sobre el que se dio la ofensiva conservadora.
La dictadura del capital
Los ensayos fueron disímiles y se fueron actualizando: el fascismo en la Europa post primera guerra mundial; los golpes de Estado clásicos en casi toda la periferia capitalista; la proscripción política; las sanciones económicas (con el bloqueo a Cuba como máxima expresión); y ya más entrado el siglo XXI las guerras híbridas que incluyen la intervención del Poder Judicial, los medios de comunicación, el Poder Legislativo y, eventualmente también, las Fuerzas Armadas.
Esta constatación plantea una contradicción a las fuerzas progresistas y de izquierda. El relato posmoderno que autonomizó en exceso la esfera de la política, que la constituyó en un espacio de disputa prioritario mediante el cual se podía realizar cualquier transformación (en una versión aggiornada del reformismo socialdemócrata de principios del siglo XX) se chocó de frente contra la materialidad concreta de clases sociales dominantes que no entregaron ni entregarán el poder por perder unas elecciones.
Se trata de una relectura ingenua de Antonio Gramsci heredada del eurocomunismo y el postmarxismo que surgió y construyó su teoría bajo la hegemonía ideológica de una presunta pax democrática neoliberal que resultó falaz.
“Gramsci tiene razón cuando dice que las clases trabajadoras deben dirigir y convencer a la mayor parte de las clases sociales en torno a un proyecto revolucionario de Estado, economía y sociedad. Aunque Lenin también está en lo cierto, cuando afirma que el proyecto dominante debe ser derrotado”, destaca Linera y ahí está la clave.
Hoy la pelea por la democracia se reactualiza una vez más. La defensa de esa conquista popular no se puede acotar a restablecer o, en el mejor de los casos, celebrar la “normalidad institucional” heredada de la salida de las dictaduras.
Tampoco a esperar que una burguesía local interconectada y dependiente del capital transnacional impulse proyectos autónomos. Experiencias recientes dan cuenta que fueron estas las que rompieron las alianzas con la clase trabajadora (en Argentina, Brasil, Ecuador) ante la imposibilidad de seguir obteniendo ganancias extraordinarias en el mercado interno y volcándose al rentismo. O directamente fueron oposición abierta y golpista a gobiernos populares como los de Bolivia y Venezuela.
La defensa de este sistema político debe ir acompañada de una socialización cada vez mayor del poder; de desmonopolizar y descentrar al Estado entendido como relación social donde se cristalizan correlaciones de fuerza; de generar las instancias en las que las clases subalternas conquisten posiciones pero también trastoquen el sentido común neoliebral que tenemos marcado a fuego en las mentes y los cuerpos. En definitiva, de un fomento de la organización y movilización popular que, en última instancia, es la retaguardia estratégica de cualquier proceso de transformación.
Santiago Mayor
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