Un disco fabuloso que se coloca en el cruce de caminos entre el canon clásico y la forma de tocar de la tradición jazzística. Jarrett, pianista central del jazz desde los años 70, toca a Shostakovich, compositor central de la revolución musical soviética del siglo XX.
Artista: Dimitri Shostakovich / Keith Jarrett
Álbum: 24 Preludes and Fugues op. 87
Año: 1992
Género: Clásica, siglo XX
Duración: 2:15:11 (2 cds)
Nacionalidad: Rusia / EUA
En la frontera entre la más rígida tradición clásica y la libertad del jazz, Keith Jarrett interpreta la serie de 24 Preludios y Fugas de Dimitri Shostakovich (op. 87), en uno más de los visionarios proyectos del productor de ECM, Manfred Eicher. No es una versión jazzística de esas obras académicas sino una interpretación en toda regla, una versión: el intérprete produce lo que el compositor escribió. Jarrett le da a Shostakovich una profundidad imprevista, como si en su interpretación le fuera infundida a esa música el alma del jazz.
El Clavecín bien temperado
Quienes se hayan creído el meme que circula por ahí sobre cómo los nazis impusieron los 440 Hz para afinar un la, quitándole riqueza a la música, que solía estar afinada en cualquier otra frecuencia, se equivocan. Efectivamente, en 1936, los nazis dominaban toda Europa, eran la potencia global, y se habían quedado con el liderazgo de la ya inútil Sociedad de las Naciones, de la que dependía entonces lo que hoy hace la Organización Internacional de Normalización (ISO). Pero la adopción de un estándar de afinación, similar a la convención que estableció, por ejemplo, el sistema métrico decimal —y ya sabemos quiénes nunca convinieron— no fue una malintencionada imposición del totalitarismo nazi, ni los 440 Hz tienen un significado diabólico (ni cualquier otra frecuencia lo tiene divino). 440 Hz —en sí mismo una especie de promedio cualitativo de cualquier cantidad de afinaciones utilizadas en la historia— es una sugerencia que se cumple donde existe tecnología que lo pueda medir. En la ejecución musical uno se afina con los demás y ahí queda la cosa, un herzio más arriba, un herzio más abajo; nunca 440. Incluso en las sinfónicas, todo depende del oboísta, que hoy día se lleva el afinador digital a la sala de conciertos, pero cuando eso no era posible, la orquesta se afinaba de su ronco pecho. ¿Y si se la había pegado la noche anterior y le faltaba el aire y le bajaba un cuartito de tono al la, digamos unos 4 Hz? ¿Quién se iba a dar cuenta? ¿Y será cierto que la línea del teléfono en los años 70 y 80 era un la 440? Ahí andábamos todos pidiéndole oráculo afinatorio al auricular...
En tiempos de Bach no había teléfono y este problema obsesionaba a los músicos, sobre todo a los viajantes, que en cada iglesia tenían que tocar la misma misa en otro tono. Wikipedia cuenta que los órganos se afinaban dándoles golpes a los tubos para abombarlos o mermarlos; es decir, hacía falta un hojalatero con oído absoluto, y que además, cuando se gastaban y se rompían, el párroco mandaba rasurar todos los tubos, lo que subía de tono a la iglesia entera. Las orquestas competían por el público tratando de sonar cada vez más brillantes y esto lo lograban afinándose más arriba, aunque se quejaran los violinistas porque se les rompían todo el tiempo las cuerdas (pronto vendría el acero para reemplazar a la tripa de gato y resolver este problema). Fueron los cantantes quienes se levantaron contra estas injusticias (tenían que cantar esas arias imposibles uno o dos tonos más arriba y se desgañitaban) y consiguieron en Francia una ley que establecía un estándar de afinación por primera vez.
La otra parte del problema estaba en que los datos de la experiencia (por ejemplo los armónicos que producen los instrumentos de viento o los tubos de un órgano) no cuadraban con el mandato divino de la afinación pura y exacta, como en las rayitas del pentagrama. Todos sabemos que entre cantantes se entienden y se emparejan; igual que entre los instrumentos del cuarteto de cuerdas (o en un trío de rock guitarra-bajo-batería porque ¿a quién le importa en qué tono están los toms?), pero afinar un clavecín o un piano (¡o un órgano a martillazos!) siguiendo la regla dorada termina por dar combinaciones sonoras que el oído siente desafinadas, como cuando en la guitarra “desoctavada” el armónico de 12o. traste suena más alto o más bajo que la cuerda pisada ahí mismo. Para resolver este problema se desarrolló un método de afinación para instrumentos como el clavecín (y luego para la construcción de instrumentos de cuerda con trastes y de viento con huecos y pistones) basado en el temperamento (la relación del conjunto de sonidos entre sí de modo que suene “afinado” al oído aunque la suma de herzios no cuadre). En parte para demostrar sus virtudes, pero también como una obra total de exploración de la tonalidad, Bach escribió su Clavecín bien temperado. Relata Wilfrid Mellers, autor del primero de dos artículos incluidos en las notas de este disco, que Bach comenzó con once preludios-fugas que luego completó para tener 24, uno por cada nota de la escala cromática, en ambos modos, mayor y menor. El éxito del conjunto, por derecho propio tanto como por su utilidad en la enseñanza, lo llevó a completar un segundo libro con otros 24 preludios-fugas, de los que el primero, en do mayor, es ejemplo de libro para entender la forma musical de la que se habla, el papel del preludio como planteamiento del tema (una señal de modernidad, algo inspirada), y la fuga (heredada de la tradición) para el desarrollo de los “sujetos” (figuras, melodías) que se despliegan en contrapunto: barroco al máximo.
Durante el siglo XIX pocos compositores volvieron a la forma barroca preludio-fuga. El uso de diapasones y otras técnicas relegó al método temperado y el experimento de Bach de variar la afinación en función del tema cahyó en desuso. En cuanto a la forma, los románticos independizaron al preludio, lo convirtieron en una obra total, una especie de sonata reducida, y se sacudieron el corsé de la fuga y el contrapunto (la necesidad de que todas las melodías o sujetos tengan su oportunidad de aparecer y concluir). Claro que el Clavecín bien temperado se seguía usando en las academias, pero los compositores románticos, arrastrados por una loca necesidad de expresar cosas que estaban más allá de la música, dejaron de escribir bajo su influencia, si bien tanto Chopin como el posromántico Rachmaninov, entre otros, harían sus 24 preludios sin fuga u otros experimentos de tonalidad.
La versión de Shostakovich
Mellers dice que para la creatividad de Shostakovich, el redescubrimiento del Clavecín bien temperado fue “una cascada de agua fresca” que tendría efecto en su obra posterior (vendrían las fabulosas sinfonías 10 y 11, y sonatas y cuartetos extraordinarios). Sucedió, narra el reseñista, en el festival por los 200 años de la muerte de Bach, en Lepzig, en 1950. Siendo jurado de la competencia de piano, Shostakovich quedó sobrecogido por la interpretación de un joven pianista de “los 48” (los dos libros de preludios y fugas del gran maestro). A él le dedicó su propio libro de preludios y fugas; su “piano bien temperado”, que completó menos de un año después, en 1951.
Para ser un compositor del siglo XX, Shostakovich puede parecer anticuado, conservador. Aun cuando fue (con altas y bajas en el ranking del Kremlin) portavoz de la revolución soviética y su vanguardista presencia ante el mundo, Shostakovich componía sinfonías de cuatro movimientos en un tono determinado, como los románticos, y sonatas y cuartetos de cuerda, como los románticos. Al igual que algunos de ellos, en 1933, a los 27 años, había escrito una serie de 24 preludios (sin fuga, como los románticos). Sus scores cinematográficos son interesantes pero, a diferencia de los de Prokofiev en conflagración con Einsenstein, no son lo más relevante de su obra y ciertamente no tiene nada que pudiéramos llamar “experimental”. Pero Shostakovich realmente experimentaba dentro de los límites que le imponía la política y los que se imponía a sí mismo. Lo que su obra ha aportado a la armonía moderna (su descomposición en posibilidades expresivas ambivalentes, más allá de lo “natural”), su uso del tiempo como protagonista principal de la música (el primer movimiento de la 7a sinfonía, de más de 25 minutos), sus innovaciones en instrumentación (las campanas tubulares, la sátira musical) y, sobre todo, a la voluntad expresiva del sonido a través de una estridente polifonía, es inigualable.
Soviético convencido, leal, acató la censura que varias veces le fue impuesta por el partido comunista y prestó (a diferencia de Stravinsky) para representar al totalitarismo ante el “mundo libre”, como ha narrado dramáticamente Julian Barnes en The Noise of Time. Si su trabajo era acusado de ser arte burgués, de elite, fuera del alcance del pueblo, él se ceñía a la forma que el partido imponía y desde allí revolucionaba la música, como muestra su grandiosa sinfonía No. 5 y especialmente la No. 7, “Leningrado”, rodeada de leyenda al haber sido escrita durante el sitio nazi a esa ciudad.
Así, la opus 87 de Shostakovich, esta serie de 24 preludios y fugas para piano escrita entre 1950 y 1951, en un momento de renacimiento creativo de un compositor ya consagrado dentro y fuera de la Unión Soviética, es una muestra más de la maestría con que abordaba formas establecidas de la tradición musical para revolucionarlas desde dentro, como en un proceso de desensamblaje (odio el concepto de deconstrucción porque está muy devaluado) de todo lo que sabemos de armonía, tiempo y contrapunto. Las 24 piezas tienen, además, la marca de autor en cuanto a su capacidad expresiva. Quizás sea esta la característica más importante de la música de Shostakovich, su poderosa expresividad, su pasional arrebato interno, como señal del conflicto que era el hombre mismo.
En las manos de Keith Jarrett
Y es eso mismo lo que hace aún más relevante esta grabación: toca Keith Jarrett. No es la primera vez que Eicher graba a Jarrett tocando clásicos. La serie se inició en 1980 con los Himnos sagrados de Gurdjieff y continuó con Tabula rasa de Arvo Pärt en 1983, el Libro I del Clavecín bien temperado en 1987, las Variaciones Goldberg en 1989 y el Libro II del Clavecín en 1990 (los dos últimos en clavicordio), entre otros discos, casi todos para ECM, y continuaría después con obras de Händel y Mozart. Pero este disco doble de 1992 reúne lo que hemos comentado sobre Shostakovich con la trayectoria de uno de los pianistas más interesantes del jazz de la segunda mitad del siglo XX, creador que se inició con Art Blakey, tocó con Miles Davis (Bitches Brew Live, por ejemplo) y ha construido, aparte de su amplio legado solista, una obra fabulosa con músicos como Charlie Haden, Jan Garbarek y Jack DeJohnette, casi siempre en el mítico catálogo de ECM.
Jarrett, niño prodigio, poseedor de oído absoluto, se formó tempranamente en la tradición clásica y ha continuado acercándose a ella a lo largo de su vida, especialmente desde los 70, la época en la que encontraba el enorme filón de creatividad y mercado que sería la improvisación al piano solo (sus últimos conciertos grabados de improvisaciones al piano dejan ver la influencia de las formas clásicas). Aunque lo más importante de su prolífica carrera se ha desarrollado en el ámbito del jazz, y no siempre desde un punto de vista vanguardista o experimental (sus discos de standards pueden llegar a ser aburridos, quizás muy cool), ha trabajado como un clásico paralelamente: componiendo obras de corte académico e interpretando autores de la tradición.
Cuando escuchamos a Jarrett tocar a Bach o a Shostakovich, no estamos ante una versión jazzística de esas obras académicas sino ante una ejecución en toda regla: el intérprete lee lo que el compositor escribió y lo traduce (en música esto es dar vida) permitiéndose solo aquellas libertades que deja lo que no está escrito en el papel. La responsabilidad del intérprete está en hasta dónde llevar esas libertades. Depende de su lealtad a la música escrita, de su interpretación subjetiva de lo que lee (lo que carga a su vez, inconscientemente, con la historia de la música y con su propia historia como músico) y de su capacidad expresiva como ejecutante. Y esa capacidad expresiva es a la vez un problema técnico (ser capaz de tocar las notas escritas) y de estilo (darles un tiempo, una intensidad, una duración, un sentido particular en función de una personal hipótesis sobre “cómo debe sonar esto”). Y lo que entrega Jarrett es increíble, no solo porque su voluntad expresiva excede lo escrito sino por su esfuerzo, como pianista improvisativo, de constreñirse a la nota escrita.
La serie, además de contener un modo, el mayor o menor de cada nota, en cada pieza, tiene un mundo de características propias del universo de Shostakovich: tiempo, polifonía, ambivalencia armónica; ese bordear los límites sin romperlos. En manos de Jarrett (en la red hay versiones de otros pianistas clásicos para comparar) Shostakovich encuentra una profundidad imprevista. La voluntad de Jarrett se antepone a las notas escritas de tal modo que a veces extrañamos esos gemidos que suele lanzar cuando improvisa (la fuga del No. 12 es para rugir). Si el preludio-fuga es dulce o melancólico (el 4 o el 6) o triunfal (el 19 y el 24), en las manos de Jarrett se convierten igualmente en una fuerza expresiva. Algunos son técnicamente muy demandantes (el 5, el 11) y Jarrett los resuelve con naturalidad, y donde la dinámica se presta para el juego de intensidad, tan jazzístico, Jarrett lo devuelve multiplicado (como en el 9, en que los extremos grave y agudo del piano dialogan en contrapunto).
Como explica Meller con serios comentarios en las notas del disco, Shostakovich rompe en cada escala con el sentido solían tener en el barroco: lo que allá era oscuro, aquí es luminoso; si el barroco veía a Dios en la mayor, esta escala tiende aquí hacia sus declinaciones menores, y así en adelante. El resultado es, dice el otro reseñista de las notas del disco, Hans-Klaus Jungheinrich, "conciliar el orden con la libertad". No quisiera seguir aburriéndoles, cabezonxs, con comentarios extra. La música, como dice el Mago Alberto, habla por sí sola, y en este caso es Jarrett, así que ¡no se lo pierdan!
Lista de Temas:
CD1:
1. Prelude and Fugue No. 1 in C major
2. Prelude and Fugue No. 2 in A minor
3. Prelude and Fugue No. 3 in G major
4. Prelude and Fugue No. 4 in E minor
5. Prelude and Fugue No. 5 in D major
6. Prelude and Fugue No. 6 in B minor
7. Prelude and Fugue No. 7 in A major
8. Prelude and Fugue No. 8 in F-sharp minor
9. Prelude and Fugue No. 9 in E major
10. Prelude and Fugue No. 10 in C-sharp minor
11. Prelude and Fugue No. 11 in B major
12. Prelude and Fugue No. 12 in G-sharp minor
CD2:
1. Prelude and Fugue No.13 in F sharp major
2. Prelude and Fugue No.14 in E flat minor
3. Prelude and Fugue No.15 in D flat major
4. Prelude and Fugue No.16 in B flat minor
5. Prelude and Fugue No.17 in A flat major
6. Prelude and Fugue No.18 in F minor
7. Prelude and Fugue No.19 in E flat major
8. Prelude and Fugue No.20 in C minor
9. Prelude and Fugue No.21 in B flat major
10. Prelude and Fugue No.22 in G minor
11. Prelude and Fugue No.23 in F major
12. Prelude and Fugue No.24 in D minor
Alineación:
- Keith Jarrett / Piano
- Dimitri Shostakovich / Autor, 1950-1951
Artista: Dimitri Shostakovich / Keith Jarrett
Álbum: 24 Preludes and Fugues op. 87
Año: 1992
Género: Clásica, siglo XX
Duración: 2:15:11 (2 cds)
Nacionalidad: Rusia / EUA
En la frontera entre la más rígida tradición clásica y la libertad del jazz, Keith Jarrett interpreta la serie de 24 Preludios y Fugas de Dimitri Shostakovich (op. 87), en uno más de los visionarios proyectos del productor de ECM, Manfred Eicher. No es una versión jazzística de esas obras académicas sino una interpretación en toda regla, una versión: el intérprete produce lo que el compositor escribió. Jarrett le da a Shostakovich una profundidad imprevista, como si en su interpretación le fuera infundida a esa música el alma del jazz.
El Clavecín bien temperado
Quienes se hayan creído el meme que circula por ahí sobre cómo los nazis impusieron los 440 Hz para afinar un la, quitándole riqueza a la música, que solía estar afinada en cualquier otra frecuencia, se equivocan. Efectivamente, en 1936, los nazis dominaban toda Europa, eran la potencia global, y se habían quedado con el liderazgo de la ya inútil Sociedad de las Naciones, de la que dependía entonces lo que hoy hace la Organización Internacional de Normalización (ISO). Pero la adopción de un estándar de afinación, similar a la convención que estableció, por ejemplo, el sistema métrico decimal —y ya sabemos quiénes nunca convinieron— no fue una malintencionada imposición del totalitarismo nazi, ni los 440 Hz tienen un significado diabólico (ni cualquier otra frecuencia lo tiene divino). 440 Hz —en sí mismo una especie de promedio cualitativo de cualquier cantidad de afinaciones utilizadas en la historia— es una sugerencia que se cumple donde existe tecnología que lo pueda medir. En la ejecución musical uno se afina con los demás y ahí queda la cosa, un herzio más arriba, un herzio más abajo; nunca 440. Incluso en las sinfónicas, todo depende del oboísta, que hoy día se lleva el afinador digital a la sala de conciertos, pero cuando eso no era posible, la orquesta se afinaba de su ronco pecho. ¿Y si se la había pegado la noche anterior y le faltaba el aire y le bajaba un cuartito de tono al la, digamos unos 4 Hz? ¿Quién se iba a dar cuenta? ¿Y será cierto que la línea del teléfono en los años 70 y 80 era un la 440? Ahí andábamos todos pidiéndole oráculo afinatorio al auricular...
En tiempos de Bach no había teléfono y este problema obsesionaba a los músicos, sobre todo a los viajantes, que en cada iglesia tenían que tocar la misma misa en otro tono. Wikipedia cuenta que los órganos se afinaban dándoles golpes a los tubos para abombarlos o mermarlos; es decir, hacía falta un hojalatero con oído absoluto, y que además, cuando se gastaban y se rompían, el párroco mandaba rasurar todos los tubos, lo que subía de tono a la iglesia entera. Las orquestas competían por el público tratando de sonar cada vez más brillantes y esto lo lograban afinándose más arriba, aunque se quejaran los violinistas porque se les rompían todo el tiempo las cuerdas (pronto vendría el acero para reemplazar a la tripa de gato y resolver este problema). Fueron los cantantes quienes se levantaron contra estas injusticias (tenían que cantar esas arias imposibles uno o dos tonos más arriba y se desgañitaban) y consiguieron en Francia una ley que establecía un estándar de afinación por primera vez.
La otra parte del problema estaba en que los datos de la experiencia (por ejemplo los armónicos que producen los instrumentos de viento o los tubos de un órgano) no cuadraban con el mandato divino de la afinación pura y exacta, como en las rayitas del pentagrama. Todos sabemos que entre cantantes se entienden y se emparejan; igual que entre los instrumentos del cuarteto de cuerdas (o en un trío de rock guitarra-bajo-batería porque ¿a quién le importa en qué tono están los toms?), pero afinar un clavecín o un piano (¡o un órgano a martillazos!) siguiendo la regla dorada termina por dar combinaciones sonoras que el oído siente desafinadas, como cuando en la guitarra “desoctavada” el armónico de 12o. traste suena más alto o más bajo que la cuerda pisada ahí mismo. Para resolver este problema se desarrolló un método de afinación para instrumentos como el clavecín (y luego para la construcción de instrumentos de cuerda con trastes y de viento con huecos y pistones) basado en el temperamento (la relación del conjunto de sonidos entre sí de modo que suene “afinado” al oído aunque la suma de herzios no cuadre). En parte para demostrar sus virtudes, pero también como una obra total de exploración de la tonalidad, Bach escribió su Clavecín bien temperado. Relata Wilfrid Mellers, autor del primero de dos artículos incluidos en las notas de este disco, que Bach comenzó con once preludios-fugas que luego completó para tener 24, uno por cada nota de la escala cromática, en ambos modos, mayor y menor. El éxito del conjunto, por derecho propio tanto como por su utilidad en la enseñanza, lo llevó a completar un segundo libro con otros 24 preludios-fugas, de los que el primero, en do mayor, es ejemplo de libro para entender la forma musical de la que se habla, el papel del preludio como planteamiento del tema (una señal de modernidad, algo inspirada), y la fuga (heredada de la tradición) para el desarrollo de los “sujetos” (figuras, melodías) que se despliegan en contrapunto: barroco al máximo.
Durante el siglo XIX pocos compositores volvieron a la forma barroca preludio-fuga. El uso de diapasones y otras técnicas relegó al método temperado y el experimento de Bach de variar la afinación en función del tema cahyó en desuso. En cuanto a la forma, los románticos independizaron al preludio, lo convirtieron en una obra total, una especie de sonata reducida, y se sacudieron el corsé de la fuga y el contrapunto (la necesidad de que todas las melodías o sujetos tengan su oportunidad de aparecer y concluir). Claro que el Clavecín bien temperado se seguía usando en las academias, pero los compositores románticos, arrastrados por una loca necesidad de expresar cosas que estaban más allá de la música, dejaron de escribir bajo su influencia, si bien tanto Chopin como el posromántico Rachmaninov, entre otros, harían sus 24 preludios sin fuga u otros experimentos de tonalidad.
La versión de Shostakovich
Mellers dice que para la creatividad de Shostakovich, el redescubrimiento del Clavecín bien temperado fue “una cascada de agua fresca” que tendría efecto en su obra posterior (vendrían las fabulosas sinfonías 10 y 11, y sonatas y cuartetos extraordinarios). Sucedió, narra el reseñista, en el festival por los 200 años de la muerte de Bach, en Lepzig, en 1950. Siendo jurado de la competencia de piano, Shostakovich quedó sobrecogido por la interpretación de un joven pianista de “los 48” (los dos libros de preludios y fugas del gran maestro). A él le dedicó su propio libro de preludios y fugas; su “piano bien temperado”, que completó menos de un año después, en 1951.
Para ser un compositor del siglo XX, Shostakovich puede parecer anticuado, conservador. Aun cuando fue (con altas y bajas en el ranking del Kremlin) portavoz de la revolución soviética y su vanguardista presencia ante el mundo, Shostakovich componía sinfonías de cuatro movimientos en un tono determinado, como los románticos, y sonatas y cuartetos de cuerda, como los románticos. Al igual que algunos de ellos, en 1933, a los 27 años, había escrito una serie de 24 preludios (sin fuga, como los románticos). Sus scores cinematográficos son interesantes pero, a diferencia de los de Prokofiev en conflagración con Einsenstein, no son lo más relevante de su obra y ciertamente no tiene nada que pudiéramos llamar “experimental”. Pero Shostakovich realmente experimentaba dentro de los límites que le imponía la política y los que se imponía a sí mismo. Lo que su obra ha aportado a la armonía moderna (su descomposición en posibilidades expresivas ambivalentes, más allá de lo “natural”), su uso del tiempo como protagonista principal de la música (el primer movimiento de la 7a sinfonía, de más de 25 minutos), sus innovaciones en instrumentación (las campanas tubulares, la sátira musical) y, sobre todo, a la voluntad expresiva del sonido a través de una estridente polifonía, es inigualable.
Soviético convencido, leal, acató la censura que varias veces le fue impuesta por el partido comunista y prestó (a diferencia de Stravinsky) para representar al totalitarismo ante el “mundo libre”, como ha narrado dramáticamente Julian Barnes en The Noise of Time. Si su trabajo era acusado de ser arte burgués, de elite, fuera del alcance del pueblo, él se ceñía a la forma que el partido imponía y desde allí revolucionaba la música, como muestra su grandiosa sinfonía No. 5 y especialmente la No. 7, “Leningrado”, rodeada de leyenda al haber sido escrita durante el sitio nazi a esa ciudad.
Así, la opus 87 de Shostakovich, esta serie de 24 preludios y fugas para piano escrita entre 1950 y 1951, en un momento de renacimiento creativo de un compositor ya consagrado dentro y fuera de la Unión Soviética, es una muestra más de la maestría con que abordaba formas establecidas de la tradición musical para revolucionarlas desde dentro, como en un proceso de desensamblaje (odio el concepto de deconstrucción porque está muy devaluado) de todo lo que sabemos de armonía, tiempo y contrapunto. Las 24 piezas tienen, además, la marca de autor en cuanto a su capacidad expresiva. Quizás sea esta la característica más importante de la música de Shostakovich, su poderosa expresividad, su pasional arrebato interno, como señal del conflicto que era el hombre mismo.
En las manos de Keith Jarrett
Y es eso mismo lo que hace aún más relevante esta grabación: toca Keith Jarrett. No es la primera vez que Eicher graba a Jarrett tocando clásicos. La serie se inició en 1980 con los Himnos sagrados de Gurdjieff y continuó con Tabula rasa de Arvo Pärt en 1983, el Libro I del Clavecín bien temperado en 1987, las Variaciones Goldberg en 1989 y el Libro II del Clavecín en 1990 (los dos últimos en clavicordio), entre otros discos, casi todos para ECM, y continuaría después con obras de Händel y Mozart. Pero este disco doble de 1992 reúne lo que hemos comentado sobre Shostakovich con la trayectoria de uno de los pianistas más interesantes del jazz de la segunda mitad del siglo XX, creador que se inició con Art Blakey, tocó con Miles Davis (Bitches Brew Live, por ejemplo) y ha construido, aparte de su amplio legado solista, una obra fabulosa con músicos como Charlie Haden, Jan Garbarek y Jack DeJohnette, casi siempre en el mítico catálogo de ECM.
Jarrett, niño prodigio, poseedor de oído absoluto, se formó tempranamente en la tradición clásica y ha continuado acercándose a ella a lo largo de su vida, especialmente desde los 70, la época en la que encontraba el enorme filón de creatividad y mercado que sería la improvisación al piano solo (sus últimos conciertos grabados de improvisaciones al piano dejan ver la influencia de las formas clásicas). Aunque lo más importante de su prolífica carrera se ha desarrollado en el ámbito del jazz, y no siempre desde un punto de vista vanguardista o experimental (sus discos de standards pueden llegar a ser aburridos, quizás muy cool), ha trabajado como un clásico paralelamente: componiendo obras de corte académico e interpretando autores de la tradición.
Cuando escuchamos a Jarrett tocar a Bach o a Shostakovich, no estamos ante una versión jazzística de esas obras académicas sino ante una ejecución en toda regla: el intérprete lee lo que el compositor escribió y lo traduce (en música esto es dar vida) permitiéndose solo aquellas libertades que deja lo que no está escrito en el papel. La responsabilidad del intérprete está en hasta dónde llevar esas libertades. Depende de su lealtad a la música escrita, de su interpretación subjetiva de lo que lee (lo que carga a su vez, inconscientemente, con la historia de la música y con su propia historia como músico) y de su capacidad expresiva como ejecutante. Y esa capacidad expresiva es a la vez un problema técnico (ser capaz de tocar las notas escritas) y de estilo (darles un tiempo, una intensidad, una duración, un sentido particular en función de una personal hipótesis sobre “cómo debe sonar esto”). Y lo que entrega Jarrett es increíble, no solo porque su voluntad expresiva excede lo escrito sino por su esfuerzo, como pianista improvisativo, de constreñirse a la nota escrita.
La serie, además de contener un modo, el mayor o menor de cada nota, en cada pieza, tiene un mundo de características propias del universo de Shostakovich: tiempo, polifonía, ambivalencia armónica; ese bordear los límites sin romperlos. En manos de Jarrett (en la red hay versiones de otros pianistas clásicos para comparar) Shostakovich encuentra una profundidad imprevista. La voluntad de Jarrett se antepone a las notas escritas de tal modo que a veces extrañamos esos gemidos que suele lanzar cuando improvisa (la fuga del No. 12 es para rugir). Si el preludio-fuga es dulce o melancólico (el 4 o el 6) o triunfal (el 19 y el 24), en las manos de Jarrett se convierten igualmente en una fuerza expresiva. Algunos son técnicamente muy demandantes (el 5, el 11) y Jarrett los resuelve con naturalidad, y donde la dinámica se presta para el juego de intensidad, tan jazzístico, Jarrett lo devuelve multiplicado (como en el 9, en que los extremos grave y agudo del piano dialogan en contrapunto).
Como explica Meller con serios comentarios en las notas del disco, Shostakovich rompe en cada escala con el sentido solían tener en el barroco: lo que allá era oscuro, aquí es luminoso; si el barroco veía a Dios en la mayor, esta escala tiende aquí hacia sus declinaciones menores, y así en adelante. El resultado es, dice el otro reseñista de las notas del disco, Hans-Klaus Jungheinrich, "conciliar el orden con la libertad". No quisiera seguir aburriéndoles, cabezonxs, con comentarios extra. La música, como dice el Mago Alberto, habla por sí sola, y en este caso es Jarrett, así que ¡no se lo pierdan!
Lista de Temas:
CD1:
1. Prelude and Fugue No. 1 in C major
2. Prelude and Fugue No. 2 in A minor
3. Prelude and Fugue No. 3 in G major
4. Prelude and Fugue No. 4 in E minor
5. Prelude and Fugue No. 5 in D major
6. Prelude and Fugue No. 6 in B minor
7. Prelude and Fugue No. 7 in A major
8. Prelude and Fugue No. 8 in F-sharp minor
9. Prelude and Fugue No. 9 in E major
10. Prelude and Fugue No. 10 in C-sharp minor
11. Prelude and Fugue No. 11 in B major
12. Prelude and Fugue No. 12 in G-sharp minor
CD2:
1. Prelude and Fugue No.13 in F sharp major
2. Prelude and Fugue No.14 in E flat minor
3. Prelude and Fugue No.15 in D flat major
4. Prelude and Fugue No.16 in B flat minor
5. Prelude and Fugue No.17 in A flat major
6. Prelude and Fugue No.18 in F minor
7. Prelude and Fugue No.19 in E flat major
8. Prelude and Fugue No.20 in C minor
9. Prelude and Fugue No.21 in B flat major
10. Prelude and Fugue No.22 in G minor
11. Prelude and Fugue No.23 in F major
12. Prelude and Fugue No.24 in D minor
Alineación:
- Keith Jarrett / Piano
- Dimitri Shostakovich / Autor, 1950-1951
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