El sello de la dictadura. Cuarenta y cinco años después de aquel otoño cruento del 76, todavía hoy hay que hacer las cuentas con las secuelas socioeconómicas de ese modelo de miseria planificada. No existe un nunca más cuando se siguen sin reconocer los trazos de aquel plan firmado por Martínez de Hoz en los más de 18 millones de pobres de este presente pandémico. En el que la endemia más demoledora y sostenida en el tiempo es la de 8 millones y medio de niñas y niños pobres o indigentes.
Hay fotografías perversas que los retratan. Que los ubican en blanco y negro en el lugar mismo de la invisibilidad.
De un lado de la esquina, se amontonan los colchones y los restos de muebles abandonados. Un televisor que no funciona y se enchufa a la nada está en la cima de un par de trastos. Y hay cuatro o cinco cuerpos humanos que parecen dormir mientras aún no llega la noche. Botellas de birra y fernandito, pasaportes para algún tipo de anestesia, siguen ahí, como recuerditos de una vida de olvidos. Del otro lado de la esquina dos nenas y un chiquito se ríen e imaginan que es posible volar mientras se turnan para saltar desde una vieja lata de aceite. Con ellos, una madre y un padre jóvenes que se aferran a sí mismos y sueñan que algún mágico día llueva a cántaros la buena suerte. Pero no.
Ellas y ellos son de este país. El de hoy. El que se repite sin azar con una sistematicidad perversa desde hace casi cuatro décadas. Las de la democracia que no supo, no quiso o no pudo esquivar ese proyecto socioeconómico que se impuso hace 45 años y para el que fue necesario devorar y desaparecer a 30 veces mil mujeres y hombres que soñaron otra historia.
La sensibilidad aflora con mayor énfasis en estos días otoñales de marzo 24 con historias de tragedia, de resiliencia, de dolor que demuele y de cicatrices que nunca cierran ni cerrarán. Pero hay un punto exacto en el que se hiere a fondo la incomprensión. La venda sistémica sobre los ojos impide ver la raíz profunda y la razón real de aquel golpe feroz del poder económico de la mano del brazo armado del estado.
Una tras otra las citas económicas que vuelca Carlos del Frade en el libro “45 x 45. 45 números y frases a 45 años del golpe de 1976” permiten develar los intereses detrás del golpe: 20 mil fábricas fueron cerradas en esos días; 35 mil millones de dólares aumentó la deuda externa entre 1975 y 1983; 600 empresas transfirieron su deuda privada al estado en julio de 1982; 40 por ciento fue la devaluación del salario real en el primer año de la dictadura; 25 por ciento terminó siendo la participación del salario en el PBI cuando en 1975 era del 43 por ciento; 37,4 por ciento fue el índice de la pobreza en el país luego de que en 1974 solamente alcanzara al 5,8 por ciento de los habitantes; 517 mil por ciento fue la inflación acumulada entre 1976 y 1983; 700 millones de dólares costó el Mundial 1978; 160 por ciento fue la inflación del año del Mundial.
Cada uno de esos ítems económicos da cuenta del modelo que se impuso cuando apenas 46 años atrás existía otro país. Aquel con un desempleo del 2,7 por ciento y una tasa de informalidad laboral del 10 por ciento.
En 1974, en un tiempo en que la población era de 25.462.000 argentinos la tasa de pobreza involucraba a menos de un millón y medio de personas. Las últimas estadísticas del Indec, en el año 37 desde la recuperación de la democracia (septiembre 2020), contemplan a un 40,9 por ciento de pobres en un número que se traduce en 18 millones y medio. 4.800.000 son indigentes.
Las cifras de la UCA definen que de los 13 millones de chicas, chicos y adolescentes con menos de 17 años, “el 64,1 por ciento vive en hogares pobres”. Son unos 8 millones y medio en total pero hay más de dos millones que pasan hambre y otros dos millones y medio que no alcanzan a recibir las cuatro comidas diarias.
“En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”, escribió Rodolfo Walsh en su carta abierta a las juntas publicada el 24 de marzo de 1977. Una planificación que aún hoy no se reconoce en su completa perfección. Que se evidencia aún más cuando a casi cuatro décadas de recuperación de la constitucionalidad la indigencia y la pobreza siguen reinando las vidas de los márgenes.
En todo ese tiempo la infancia fue un verdadero laboratorio social, tal como define Sandra Carli en “Notas para pensar la infancia en la Argentina (1983-2001): figuras de la historia reciente”. “Decimos laboratorio social porque los niños nacidos en la Argentina durante los años 80, y más aún en los años 90, crecieron en un escenario en profunda mutación convirtiéndose en testigos y en muchos casos en víctimas de la desaparición de formas de vida, pautas de socialización, políticas de crianza”.
La Argentina veterana del proceso socioeconómico pergeñado por José Alfredo Martínez de Hoz en el que todo valió para imponer un modelo duradero en el tiempo más allá de la permanencia o no de los militares en el poder, es la que dejó al desnudo un país arrasado.
“La niñez en la calle encarnó la continuidad e irreversibilidad de la expulsión social de amplios sectores y el consumo infantil las aspiraciones de las clases medias-altas en el nuevo escenario socioeconómico de los años 90, aunque permeando un imaginario de acceso al consumo del conjunto de los sectores sociales”, escribe Carli.
El éxito arrasador de aquella tragedia que tiene fecha de bautismo el 24 de marzo de 1976 está hoy en esa infancia en las calles o en cada uno de los rincones de las cárceles a cielo abierto.
Sujetos de derechos en los papeles pero no de una realidad que les contrapone, como una amarga cachetada, la falta de techo o de comida. Niñas y niños a los que se cría para la obediencia pero no para la transformación.
Cuando el dolor se parece a un país, escribía Gelman, se parece a mi país. Y sigue aún más: un niño raya con la uña lluvias que no cesan.
Esas lluvias nunca han cesado para esas niñeces. Año tras año desde entonces. Con un karma construido a fuerza de entregas y olvidos, se ha optado por martirizar primero a 30.000 en la construcción de un modelo sacrificial que se sostiene todavía hoy con las vidas en los márgenes de millones.
Claudia Rafael
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