Muchos laboratorios pueden presumir de mejorar vidas —con la creación de terapias de genes que alivian la agonía de la anemia falciforme o nuevos tratamientos para combatir el cáncer—, pero quizá ninguno haya cambiado vidas de manera tan fundamental como el Banco Nacional de Datos Genéticos de Argentina. Durante casi cuatro décadas, el BNDG ha sido un custodio constante de pruebas científicas y de una justicia largamente esperada al trabajar en restablecer las identidades de los cientos de niños robados por los militares durante la dictadura argentina más reciente y reunirlos con sus familias de sangre. Ahora que la investigación científica experimenta recortes drásticos en la financiación y ataques cínicos —en Argentina, Estados Unidos y otros países—, el futuro del BNDG está en duda. Esta amenaza debería inquietar a cualquiera que valore el papel de la ciencia en el descubrimiento de la verdad y la rectificación de errores pasados, pero es especialmente alarmante para las abuelas que tanto lucharon por crear el banco genético y para los nietos que este ayudó a encontrar. Una nota de Haley Cohen Gilliland, directora de la Iniciativa Periodística de Yale y autora del libro "A Flower Traveled in My Blood", que está por ser publicado.
Por Haley Cohen Gilliland
Uno de ellos se llama Daniel.
En abril de 2023,
un hombre de 46 años llamado Daniel Enrique González entró en el Banco
Nacional de Datos Genéticos, en el centro de Buenos Aires. Estaba ahí
para investigar un crimen, un crimen de 46 años en el que sospechaba que
él podría ser la víctima. Se sentó en una silla azul con apoyabrazos
pronunciados y se arremangó la camisa para que lo atendiera un
flebotomista. Cuando la aguja le atravesó la piel, se sintió emocionado.
A
Daniel siempre le habían dicho que había nacido el 24 de marzo de 1977,
exactamente un año después de que una junta militar brutal tomara el
poder en Argentina. Fue criado en la provincia de Buenos Aires por un
agente de policía y su esposa. Su padre trataba su revólver como una
extensión de sí mismo, y solo se lo quitaba para comer, cuando lo dejaba
cargado junto al plato. Su madre era 20 años mayor que las madres de
sus amigos: tenía 50 cuando él era un niño pequeño. Pero Daniel nunca
pensó mucho en estas cosas. ¿No era la familia de todos un poco
peculiar?
Entonces, cuando Daniel era un
veinteañero, su madre murió, lo que inspiró a su hermana adoptiva, mucho
mayor que él, a hacer una sorprendente confesión: sospechaba que Daniel
tampoco era hijo biológico de sus padres. Un día, explicó, en plena
dictadura, simplemente apareció, como si lo hubiera traído una cigüeña.
El
24 de marzo de 1976, las fuerzas armadas tomaron el poder en Argentina y
prometieron detener la violencia política que había asolado el país
durante años. Pero en la búsqueda del orden, el gobierno militar pisoteó
la ley. Los Ford Falcon sin matrícula llenaron las calles, conducidos
por agentes vestidos de civil que sacaban a gente de sus casas,
oficinas, iglesias y hospitales y los metían en centros clandestinos,
donde la mayoría eran torturados y asesinados.
Sus
objetivos no solo incluían a los argentinos que participaban en
movimientos revolucionarios de izquierda que las fuerzas de seguridad
pretendían aniquilar, sino también a periodistas, artistas, abogados,
monjas, sacerdotes que atendían a los pobres y a cualquier otra persona
considerada con “ideas contrarias a la civilización occidental y
cristiana”. Los grupos de derechos humanos calculan que las fuerzas
armadas argentinas desaparecieron por la fuerza a unas 30.000 personas
en los casi ocho años que gobernaron el país.
El
acto más atroz de los militares argentinos fue la desaparición de al
menos 358 mujeres embarazadas. Las retuvieron en centros de detención
clandestinos hasta que dieron a luz, las separaron de sus hijos y se los
llevaron, y no se las volvió a ver más. Sus bebés fueron entregados a
otras familias, muchas de ellas encabezadas por militares y policías.
Las fuerzas armadas hicieron lo mismo con niños y niñas capturados junto
a sus padres en redadas. A estos niños se les entregaban certificados
de nacimiento falsificados con nuevos nombres, fechas de nacimiento y
padres, borrándose sus vínculos familiares, al igual que se había hecho
desaparecer a sus madres y padres.
Pero los
dirigentes de la dictadura no habían comprendido algo esencial: no todo
puede desaparecer. La identidad no puede extinguirse como los cuerpos,
ni tampoco el amor paterno. Ambos son inalterables, irreprimibles y
eternos.
Las abuelas de los niños robados por
los militares lo comprendieron instintivamente. En una época en la que
hacer mucho menos podía hacer que te sacaran de tu casa y te torturaran,
se movilizaron con rapidez para encontrar a sus nietos. Con la ayuda de
una renombrada científica estadounidense, fueron pioneras en métodos
genéticos que podían sacar a la luz lo que el gobierno militar deseaba
ocultar. Se dieron cuenta de que la genética les daría un arma mucho más
potente y duradera que las ametralladoras de la dictadura: la verdad.
Al comenzar la dictadura,
muy pocas cosas estaban claras para las abuelas, a quienes no les
faltaban solo sus hijos, sino también sus nietos. Pulularon por las
iglesias, los juzgados y el Ministerio del Interior, en cualquier lugar
en el que se les ocurriera buscar información. Finalmente, se
encontraron unas a otras y formaron una organización llamada Abuelas de
Plaza de Mayo, en honor a la emblemática plaza frente al palacio
presidencial de Argentina, donde cada semana protestaban con valentía.
Juntas,
las mujeres escribieron cartas a organizaciones internacionales y al
papa, y se hicieron pasar por vendedoras de artículos para bebés y
empleadas del hogar para vigilar más de cerca a los niños que creían que
podían ser de su familia. (Una abuela incluso se internó en un centro
psiquiátrico para obtener información sobre un posible nieto). “Como
hormigas, como espías”, dijo más tarde una abuela a la académica
argentina Rita Arditti. “Y nos entrenamos solitas”.
Su
valentía empezó a llamar la atención y, con ella, las denuncias
anónimas. Hombres y mujeres se acercaban a las abuelas con nerviosismo
mientras ellas protestaban en la Plaza de Mayo y les entregaban papeles
con nombres o direcciones antes de escabullirse. Estas pistas
permitieron a las abuelas localizar a varios de sus nietos, incluso
mientras la matanza militar seguía.
Entonces,
en 1983, tambaleándose tras su humillante derrota en la guerra de las
Malvinas y la creciente condena de su salvajismo, la dictadura cayó
definitivamente. Los militares, a regañadientes, permitieron la vuelta
de la democracia al país, pero no devolvieron a los nietos de las
abuelas; centenares seguían desaparecidos. A muchos se los habían
llevado cuando aún estaban en el vientre de sus madres.
Las
abuelas reunieron su propio dinero y donativos de grupos
internacionales y organizaciones religiosas para viajar por todo el
mundo, repitiendo una pregunta sencilla a cualquier científico que
quisiera escuchar: ¿puede utilizarse nuestra sangre para identificar a
nuestros nietos? Aún no se disponía de análisis de ADN, y durante años
nadie pudo darles una respuesta definitiva. Aunque las pruebas de
paternidad eran habituales, las pruebas de abuelidad —sin sangre de la
generación intermedia— eran inauditas.
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| Mary Claire King junto a Estela de Carlotto y Nélida Navajas. |
Junto con otras
personas, King ideó una ecuación llamada Índice de Abuelidad que
permitía a las abuelas demostrar su parentesco con quienes creían que
eran sus nietos. Fue la primera fórmula de este tipo y, según la propia
King, representó “la creación de la genealogía genética”, cuyo uso se
generalizaría más tarde entre las fuerzas del orden y empresas de
patrimonio familiar como Ancestry.com.
A medida
que se disponía de análisis de ADN, las abuelas incorporaron métodos
genéticos aún más poderosos. A finales de la década de 1980, King les
ayudó a implementar las pruebas de ADN mitocondrial. A diferencia del
ADN nuclear, que se hereda de ambos progenitores, el ADN mitocondrial lo
transmiten exclusivamente las madres, permaneciendo prácticamente
inalterado de generación en generación. Como tal, demostró ser una
herramienta poderosa para vincular a las abuelas con sus nietos, incluso
en ausencia de otros parientes.
A menudo, King
ha bromeado con que la existencia del ADN mitocondrial demostraba que
Dios era una mujer, que lo puso en la Tierra específicamente para las
abuelas. Sin embargo, las propias abuelas siempre habían sido muy
conscientes de su propia mortalidad. Muchas tenían entre 50 y 60 años
cuando se llevaron a sus nietos. Casi tan pronto como empezaron a
trabajar juntas, reconocieron la necesidad de garantizar que su misión
les sobreviviera.En 1987, tras años de furiosa
presión, las abuelas convencieron al gobierno argentino de que creara
un banco nacional para archivar su información genética, de modo que,
aunque ellas murieran, se pudiera encontrar a sus nietos. Desde
entonces, los datos genéticos de las abuelas se conservan en el BNDG —el
primer biobanco de este tipo— a la espera de una coincidencia.
El
actual presidente de Argentina, Javier Milei, ha planteado dudas sobre
el destino del biobanco. Milei, un libertario excéntrico con el
cabellera rebelde y una manada de mastines ingleses clonados, se ha
enfrentado constantemente con grupos como las Abuelas de Plaza de Mayo
durante el año y medio que lleva en el poder. Ha intentado reescribir la
historia de la dictadura, presentándola como una “guerra” justificada y
no como un periodo de terrorismo de Estado.
El
año pasado, como parte de su agresiva campaña para pasarle la
“motosierra” al gasto público —una campaña que ayudó a inspirar la
iniciativa del Departamento de Eficiencia Gubernamental de Elon Musk en
Estados Unidos—, Milei desmanteló la unidad de investigación de un
organismo gubernamental que trabaja estrechamente con las abuelas para
encontrar a sus nietos robados y suprimió las subvenciones que las
abuelas recibían del gobierno desde hacía tiempo, haciéndolas más
dependientes de las donaciones para sostener su trabajo. Mientras que el
Estado argentino se llevó a los nietos de las abuelas, el gobierno de
Milei parece considerar que encontrarlos es un gasto innecesario.
Ahora
Milei se enfoca en la institución que ha impulsado y protegido la
misión de las abuelas durante décadas: el BNDG. El 22 de mayo, Milei
promulgó un decreto para reestructurar el banco genético. Aunque su
ministro de desregulación lo calificó de cuestión de sentido común para
combatir la sobrecarga burocrática, la medida ha generado pánico entre
las abuelas, que lo consideran una “intervención de facto” por parte del
gobierno. Han solicitado al poder judicial que rechace el decreto y
garantice que todos los datos genéticos contenidos en el BNDG se copien y
resguarden. El mes pasado, un tribunal respondió que cualquier cambio
que Milei pretenda introducir en el BNDG deberá pasar primero por el
poder judicial.
Mientras tanto, el trabajo del
BNDG continúa sobre una base endeble. El gobierno de Milei no ha
actualizado el presupuesto del país desde 2023, dejando que la inflación
erosione la capacidad de gasto de instituciones como el banco genético.
Y no se ha celebrado ningún proceso de selección para sustituir a
Mariana Herrera Piñero, cuyo mandato de 10 años como directora del BNDG
expiró recientemente; permanecerá en el cargo de forma temporal hasta
que eso ocurra. Herrera Piñero afirma que el banco contiene la
información genética de 180 familias que siguen buscando a sus
familiares robados. La suya está entre ellas. Tres primas de Herrera
Piñero desaparecieron durante la dictadura, dos de ellas mientras
esperaban un hijo.
Unos tres meses después de
que Daniel González visitara el BNDG para donar su sangre, lo citaron
en Buenos Aires y le entregaron una carpeta blanca con las palabras
“Memoria. Verdad. Justicia. Ciencia. Identidad”. Dentro había un breve
informe que describía las pruebas genéticas que el BNDG había aplicado a
su muestra.
Las probabilidades eran de
49.400.000.000.000.000.000.000.000 a 1. No era hijo de la pareja que lo
había criado, sino hijo de Cristina Silvia Navajas, que había sido
desaparecida por las fuerzas armadas en julio de 1976 cuando estaba
recién embarazada, y de Julio César de Jesús Santucho, quien había huido
del país durante la dictadura y seguía vivo; una rareza milagrosa, ya
que en la mayoría de los casos de las abuelas se trataba de dos padres
desaparecidos.
Su abuela Nélida Gómez de
Navajas había sido una integrante dedicada de las abuelas y era
especialmente activa en los esfuerzos científicos del grupo. Había
muerto en 2012, pero Daniel se enteró de que todos los años, desde el
secuestro de su hija embarazada, Nélida le había preparado un pastel de
cumpleaños en la fecha en que se sospechaba que iba a nacer, un requesón
dulce con trocitos de chocolate. Tras soplar las velas a solas, llevaba
el pastel a la sede de las abuelas para compartirla.
Pronto
Daniel conectó con uno de sus hermanos biológicos por videochat. Entre
sollozos, ahogó las palabras: “Gracias por no haber bajado los brazos,
por seguir la búsqueda y el legado de la abuela”. Poco después, cambió
su nombre por el de Daniel Santucho Navajas y se tatuó su verdadera
fecha de nacimiento —10 de enero de 1977— en el antebrazo, junto con un
pañuelo blanco, como los que las abuelas llevaban en la cabeza durante
sus protestas semanales en la Plaza de Mayo.
Daniel Santucho Navajas
era el nieto número 133 localizado por las abuelas. Desde entonces, con
el apoyo del BNDG, han identificado a más. Una de las últimas
coincidencias exitosas del biobanco fue en enero, cuando se analizó una
muestra de sangre de una mujer que coincidía con la de los familiares de
una pareja desaparecida en 1977. El personal del BNDG se reunió en la
zona del laboratorio para analizar y volver a analizar los resultados y
esperaron mucho después de la puesta de sol para analizar el ADN
mitocondrial, el ADN nuclear, los microsatélites y otros marcadores
genéticos de la mujer. Con cada método, surgía la verdad, sólida y
segura como la piedra.
Obstruir la misión del
BNDG no solo obstaculizaría la posible reunión de decenas de otros
argentinos con sus familias biológicas, sino que retrasaría aún más el
camino de Argentina hacia la sanación total. La ventana para la acción
se está cerrando. En la actualidad, las abuelas sobrevivientes tienen
edades entre los 87 y los increíbles 105 años. Muchas otras han muerto
sin tener el privilegio de abrazar a sus nietos. Los nietos que siguen
sin ser identificados se acercan ya a los 50 años, lo que deja solo unas
décadas para localizarlos.
Nieto por nieto,
las abuelas y el BNDG han obligado a Argentina a enfrentarse a su legado
más sombrío. Hasta que se revele cada identidad robada y se repare cada
linaje destrozado, ese legado no podrá convertirse realmente en
historia y seguirá atormentando el presente y el futuro de Argentina.
Haley Cohen Gilliland - Directora de la Iniciativa Periodística de Yale y autora del libro A Flower Traveled in My Blood, que está por ser publicado.







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