Debo haber tenido quince años la primera vez que escuché Revolution 9 en una edición usada del Álbum Blanco, de esas con las caras de los Beatles impresas como en una mala fotocopia. El disco estaba rayado, y el sonido se deslizaba con un chirrido que hacía aún más espectral la experiencia. Aquella composición me resultó aterradora, incomprensible, un monstruo que desafiaba toda lógica musical. No había melodía, ni ritmo, ni consuelo: solo un torbellino de sonidos humanos y mecánicos, una revolución sin palabras ni dirección. Años después, entendí que Revolution 9 es menos una canción que una grieta. Lennon, obsesionado con el número nueve —su fecha de nacimiento, su relación con Yoko, las apariciones del número en su vida y obra— terminó convirtiendo ese signo en un símbolo de destino: asesinado el 8 de diciembre, el 9 se vuelve el primer día de su eternidad. Por Artidoro Sotomayor En su origen material, Revolution 9 fue un collage de ocho minutos y quince se...