Aguafuerte. Los golpes del tamborón dibujan unos palos en cruz. La voz de ella aparece apuntalándose en esos golpes como la existencia solitaria de Cristo. Y abajo (recién ahí entra la guitarra), abajo la patria. La patria se hizo a caballo, pero también a guitarra, dice Juan Falú. Un Cristo solo, colgado allá arriba, con la patria en los pies que ya no tienen su suelo. Rodeado de viento. Envuelto en esa nada fresca que se mueve y lo roza, de a ráfagas, informándole la ausencia de todo lo demás. Un hombre en su absoluta soledad. Cristo paraguayo. Su patria lo hace ser quien es. Él existe por su patria de pecadores, para salvarla, para religarla. Esa es su única razón. Él no existe, vive dentro de sí.
Cuando todavía la iglesia no se había adueñado del mundo, pero ya tenía ese afán, representaba al Cristo resucitado, ya convertido en Dios, Cristo Rey, entronizado, gran amo del universo sentado en un sillón enorme. Era para el lumpenaje la muerte en la cruz, para delincuentes, baja estofa. El giro hacia la imagen del Cristo crucificado preanuncia el humanismo renacentista, pone en valor la vida pedestre, su pasión, ese pedazo de tierra que el ser humano recorre mientras baja la arena de su reloj (y mañana vemos). Ese Cristo que siente, sufre, recibe los golpes por el error ajeno, chivo expiatorio, es el espejo en el que organizó su propia imagen el hombre común de los tiempos modernos: sujeto -a palos- en cruz. Sujeto a palos. Pero la cruz también lo ubicó alto en la torre, aislado y elevado. La cruz es un pararrayos, la pobre antena del poeta, del cantor. Su estaca, condenado a mirar en soledad, y al mismo tiempo a condensar en sí toda la sensibilidad de su patria. “Y cantando he de llegar al pie del Eterno Padre”, dice Fierro.Chipi Chipi. Liliana graba a Charly en otro tiempo, eso acerca la canción a otras tradiciones musicales y a la vez, abre los espacios entre las palabras. “Estoy donde nunca estoy, donde nunca fui”, dice. Fuera de lugar. Al margen de los cánones y de las etiquetas. Un lugar que siempre es otro. A cada paso “yo es otro”. No hay retorno. El reflejo del espejo no tiene a donde volver. Volver, ese motivo gastado y nunca vencido de nuestro país herido, es un imposible, una quimera. No es sobre el pasado la nostalgia, sino sobre su promesa, sueño lejano y bello. No existe volver (de existir, no sería deseable, pero además no existe), solo queda seguir. Hay cosas que cambian y otras que permanecen, pero el lugar que pisamos todavía no se dibujó en el mapa. Desconocer para fundar algo que todavía no existe, con todo el sedimento que el río arrastra. Ella canta desde ahí, desde esa conciencia, desde esa inconsciencia, desde esa intuición. La lágrima le habla, pena desvelada.
La soledad recorre el disco, la de todos, también la del ser humano que canta sus penas más íntimas y al hacerlo religa a los hijos de esa lengua de la que hace uso y goce para darse al mundo. La canción es “santo entendimiento”, canta sobre el susurro de las cuerdas de Pedro Rossi, nuestro poema épico. Como recordado apenas en la embriaguez de la ensoñación, como si el cuerpo que reúne y ordena los versos en sus filas se hubiera ido y las palabras hubieran quedado flotando en el aire. Martín, de Edgardo Cardozo. Pena extraordinaria, ave solitaria.
Somos uno, al principio y al final, una cifra suelta: La cosa madre nos recibe, la tierra nos aloja y nos va hundiendo de a poco, hasta que finalmente nos tapa. Y ya está, acá no pasó nada. Pero en el medio, el enjambre infinito y diverso (disperso) que nos conforma. Algo sí pasó: los ojos en los que nos miramos, nos reconocimos y por fin fuimos alguien. “Si en unos ojos me he de ver, velay, que sean los tuyos”, dice en Por seguir, de Carnota y Marrodán. “El amor sirve para abrir las puertas del destino”. Los nombres con los que jugamos a escribir un destino. Destino común, “esquina que confluye hacia el sur”. “En tu nombre”. Canta Asilo en tu corazón, de Spinetta, acompañada por Lidia Borda, como si esas palabras tan difíciles de pronunciar se amortiguaran al lado de una voz amiga, “yo te grito sin poderte gritar”. El nombre: “En el fondo del abismo, ni una voz para nombrarlo”, El Alazán, de Yupanqui, “Crin revuelta en llamaradas, te estoy nombrando”.
En su voz suenan los años, cansada de ausencias, el camino recorrido. Sobria y desbordante. Conmovida y abierta. Belleza perforada. Parada en el medio de todos los vacíos canta Compostaje, de Mochi, compositor uruguayo. Una canción esdrújula es el ritual escéptico que sostiene la llama en este presente árido. “De la patria sentirnos pájaros”. Mientras todo en el aire nos llama a desertar del interés por la vida compartida, nueva normalidad, ella invita a Susy Shock, “poeta de la barbarie”, para decir “que otros sean lo normal”. No se hunde en un lamento, sostiene. Ejercicio, también de Mochi: “Nunca será mi casa un ataúd”. Los legados son pasados y presentes, conversación interminable. El legado es la comunidad. Es lo mismo. Estamos hechos los unos de los otros. Vihuela solitaria, lengua común. “Nos hace a todos mucho más libres sabernos parte de una comunidad”, dice Horacio.
El grito de amor de unos sapos que se llaman en la noche oscura, sin verse (poema de René Char), abre el disco. Y nos acordamos del rococo y su cultura coral, esos sapos que al decir del Cuchi inventaron la chacarera. ¿Qué es lo que quiebra ese grito que rompe el silencio de la noche? La cifra suelta, la existencia individual. La soledad del Cristo. No dejan de estar solos esos sapos, pero se buscan, se llaman eternamente, obstinadamente, en una canción sin fin.


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