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La Mesa Beatle: Anochecer de un día agitado

Muy buenos días desde La Barra Beatles. Hoy totalmente emocionada recordando uno de los himnos del Siglo XX: “A hard day’s night”, traducida por acá como “Anochecer de un día agitado”. Lennon tenía esta música en el bocho pero no la letra, la fue armando en el mismo estudio, mientras buscaba una frase que lo arranque todo. Entonces recordó que Ringo, al rememorar anécdotas del pasado en común, siempre comenzaba exclamando: “¡qué noche la de aquel día!”, “la noche de un día duro”. Un juego de palabras universal. Precisamente eso significa “A hard day’s night”.


Por Jorge Garacotche

El relato viaja hacia una mañana de invierno, pasadas las diez. La nuestra era una pieza grande, fría, que luchó sin cuartel contra una de las últimas noches del agosto helado de 1964. Iba a la escuela primaria de tarde, de manera que no había que madrugar. Entre las frazadas reinaba una temperatura que daba para remolonear. Mi vieja me despertaba para tomar la leche al tiempo que encendía la radio para despabilarme. En la radio, la voz de Cacho Fontana y sus dos vivaces locutoras le ponían dinámica a mi lentitud. Tiempos aquellos del “Fontana show”, el programa más escuchado por esa época de la emisora que decía ser la número uno, “El Mundo”. Cacho Fontana significaba por esos días la voz que estaba en los negocios, las fábricas, los hogares, los colectivos, las publicidades, entreteniendo a la gente de trabajo, pasajeros, público, clientes, es decir, casi todo el país lo estaba escuchando.

En casa no había tocadiscos ni televisor, nos gustaba mucho la música pero ésta llegaba solo a través de la radio. Los electrodomésticos venían a paso lento hacia el barrio, aterrizaban acompañados del aguinaldo, algún extra o por un golpe de suerte en la quiniela. Los hechos del país y del mundo que conocía llegaban a mí por mérito de esos programas, además del tango que ya era historia, el hitero folclore y esas canciones que decían ser para la juventud.

Esa mañana sucedió algo que cambió mi vida apacible, monótona, como la de cualquier pibe de barrio de aquellos años. No es exagerado lo que digo, calculo que con el transcurso del relato cualquiera que se ponga en mi lugar entenderá de qué estoy hablando.

Conocí a Los Beatles por escucharlos en la radio, por un vecino que tenía algún disco y, principalmente, por una fonola en la heladería Bruno, de la avenida Corrientes entre Humboldt y las vías del Ferrocarril San Martín, en Villa Crespo. La verdad que concurríamos a escuchar discos simples más que a tomar helado. Las fichas eran muy baratas, apenas moneditas, íbamos varios pibes y pasábamos un buen rato como para ponernos al tanto de lo que sonaba e ir despertando algunos fanatismos. Yo ponía mucho los temas “Twist y gritos” y “Hay un lugar”, las sensaciones que llegaban desde la fonola no eran algo conocido por mí, parecían una aventura robada.

Pero lo que voy a recordar que transcurrió aquella mañana abrió una puerta hacia un mundo incógnito. En medio de su intervención, Fontana nombra a Los Beatles, lo cual despertó mi concentración infantil, miré hacia el mueble como si el tipo estuviera parado ahí adentro. Dijo que iba a presentar el nuevo long play, que al escucharlo le había parecido maravilloso y que por esos días estaría en las disquerías de todo el país, remarcó un par de veces la palabra “exclusividad”. Claro, el tipo estaba canchero en eso de saber cómo impostar para generar una atención diferente y yo entré como por un tubo. No fue muy extensa la presentación, digamos que lo suficiente como para quedarse quieto, no hacer ruido y disfrutar. Lo primero que se oyó fue una explosión afinada que se quedó colgando del mueble en donde estaba apoyada la radio, hasta el viejo ropero pareció conmoverse. Se prolongó un poquito, no sonaba nada mal, no fue un ruido común pero yo desconocía que era un acorde y menos uno que lo arman entre varios instrumentos. Creo que no tuve tiempo de pensar nada cuando salió una voz que parecía chocar contra las cuatro paredes de la pieza, sin olvidar ningún rincón, venir hacia mí y envolverme para sentarme en la cama. En esa posición seguí escuchando. Percibí que la manera de cantar traía una frescura alarmante, sonaba demasiado poderosa dando la impresión de contener una queja. Qué cagada esto de los idiomas, pero debo reconocer que a veces la música se las rebusca bastante bien como para que uno conecte. El cantante me zamarrea, sacude la modorra matinal y al toque creo que alguien le empieza a pegar a una botella o algo así marcando el ritmo. Presenciaba un desfile de irrupciones fantásticas que traían las certezas de la vibración, palabra que faltaba mucho para conocer.

Atrás de esa voz hay uno que empieza a enloquecerme, para colmo nada parece detenerlo, está todo el tiempo incitando y no puedo contra todo eso: es el baterista. Todavía no sabía qué era eso del control ni el descontrol, la alegría que contagiaron fue demasiada y no tenía con quien repartirla, pero es cierto que fue mucho para mí, desbordaba llevando una energía diferente a las venas que de inmediato se convencieron que la sangre ya no viajaba sola. ¿Qué es esto que se metió en mi cuerpo? ¿Cómo siendo algo tan hermoso nunca vino? Lo único que empiezo a rogar es que no se vaya nunca, recién lo conozco y ya sé que es imprescindible porque sin esto no voy a resistir, necesito llevarme esta sensación para regalármela todo el tiempo.

Hasta ese día, lo más vibrante que podía vivir era gritar un gol de Independiente, rodeado de miles de personas enloquecidas que por unos segundos se transformaban. Un gol resultaba algo incomparable, difícil de comprender para quien no iba a la cancha. En la infancia están ausentes las minas, entonces el fútbol debe ocupar todo el espacio, lo cual es una salvación por todo lo que enseña.

Yo sabía los nombres de los cuatro beatles pero no el del que cantaba. Tenía visto los flequillos, los trajes y las corbatitas. La música ya era importante para mí, me gustaban ciertos giros melódicos que pescaba pero esto era tan novedoso; fueron inventando la fascinación. La voz sonaba tan agradable como muchas que escuchaba, pero la forma de cantar no era la misma, también había ahí un cacho de agresividad, sin duda que al tipo le pasaba algo que le dolía y lo mezclaba con lo que le gustaba, ahí convivía algo original. Se ve que deambulaba por la calle yendo a laburar pero no estaba conforme, necesitaba algo que no tenía todo el día, como si la felicidad fuera solo un suspiro nada más. 

“Ha sido la noche de un día duro, y estuve trabajando como un perro, ha sido la noche de un día duro, y debería estar durmiendo como un tronco, pero cuando llego a casa con vos, encuentro que las cosas que haces, me harán sentir bien…” Un comentario que se lee en muchas canciones populares sobre el alivio, la enorme alegría, que cualquier trabajador disfruta al llegar a su casa, luego de una durísima rutina que jamás lo tuvo en cuenta. Tanto la expresión “working like a dog”, como “sleeping like a log”, son metáforas que ilustran la intensidad del esfuerzo diario y el deseo de descanso, luego de una jornada de explotación. El amor en la vida de la clase trabajadora. Son imágenes que yo veía en mi casa. Mi viejo tenía dos trabajos y llegaba a casa muerto, mi vieja salía a recibirlo y se daban un beso distinto, mi viejo sonreía y parecía aliviado.

Llegó el estribillo y apareció otra voz, más aguda, dulce pero hasta ahí, el tema no lograba salir de la bronca agradable. Lástima que uno es pobre, entonces está condenado a escuchar con mal sonido. En medio de la bola del pequeño parlante alcancé a distinguir un cencerro, eso que le escuchaba a los cumbieros, pero este parecía diferente, golpeado con otra fuerza, que con el correr de los segundos hizo que el golpe cada vez fuera más salvaje.

¡Qué no termine nunca, por favor que no termine nunca…! Yo hago fuerza entre las colchas queriendo estirarlo todo, si esto es eso que dicen en las películas que es la felicidad, que siga y no termine más. ¿Esos que se besan en el cine piensan que la felicidad es solo para ellos? No, otros iremos llegando de algún modo, lo vamos a conseguir con una pequeña ayudita de nuestros amigos.

Aparece un piano que salió de la nada, se lo nota nervioso, ¿qué les pasa a estos tipos, por qué están todos así? Alguien le pega con todo a las teclas, ¿lo tocará a las piñas? Parece que sí, no porque fuera un bruto sino porque le pone más ganas que nadie. El batero, que sé que se llama Ringo, que tiene una cara de bueno a más no poder, levanta la temperatura de todo revoleando el invierno a la mierda. No salgo del asombro cuando aparece otra vez la voz más dulzona, termina y le sale por un costado la voz del que cantaba al principio, estos me quieren volver loco.

El sabor de lo irracional es tan inquietante, cuando uno no tiene a mano una terminología que abarque lo que sorprende, ni siquiera una respuesta que ronde lo conocido, ve cómo la sinrazón tira una alfombra para que nos deslicemos y está bien dejarse ir ninguneando la sofisticación, al carajo con los espejos, ya llegará el tiempo de la cobardía.

¡Que no termine nunca, por favor que no termine nunca…! No quiero ir más al colegio, no me interesa llegar a séptimo grado, yo quiero ser un beatle. Tardé, pero acabo de descubrir la alegría y no pienso soltarla más. Se me mueve todo el cuerpo y no puedo parar. ¿Me estaré volviendo loco? Y si me volví loco, me importa un carajo. ¿Qué estará diciendo el tipo en la letra? No entiendo nada de lo que dice, nada, pero a la vez entiendo todo, me pasan demasiadas cosas y todas a la vez. En todo el barrio no hay nadie que sepa inglés, ¿a quién carajo le pregunto?

Hay momentos en que cantan dos a la vez, uno más agudo, entonces parece un estallido fabricado para mí y que no sale de mi pieza. Quiero cantar así, quiero tocar así, quiero ser así. ¡Que no termine nunca, por favor que no termine nunca…! Esta última parte el tipo la canta algo cansado, como diciéndome que ya no puede más porque fue dejando todo por el camino. Tengo que averiguar qué dice la letra porque parece que me está hablando a mí y lo que está diciendo seguro que es importante. El ritmo que marcan es increíble, nunca me llevaron a esa velocidad, el cuerpo se fue atrás de esas marcaciones y lo perdí, ya no es mío y está bien, aprendí algo nuevo.

Un detalle que supe muchos años después: ¿cómo está hecho ese acorde de la intro? Es un Sol9/4/D, Paul en el bajo toca un Re, George y John, en sus respectivas guitarras de 12 y 6 cuerdas, un Fa9, George Martín en el piano hace un Re 7/4. Una de las ideas más originales que escuché en mi vida, quizá en ese “golpe” se representa lo que fueron los 60’s.

Se ve que van terminando porque noto que el cantante repite tres veces la misma frase, o al menos eso me parece. ¿Y eso? Ah, las guitarras se quedaron solas y se despiden. Nooooooooo, no quería que se vayan, esto tiene que durar, ¿por qué terminó el tema, la puta madre? Fueron solo dos minutos y treinta segundos.

Cuando los domingos Independiente gana salimos del estadio con mi viejo y la gente va cantando por la calle, se habla a los gritos, las risas salen más fácil, hacemos esa cola larguísima para tomar el colectivo y todos estamos igual sabiendo que el partido terminó pero la alegría continuará. Subimos, estamos apretados como sardinas, ni siquiera se puede sacar boleto, ¿pero quién es el boludo que le puede cobrar algo a los felices? El dinero es el documento de los amargos. Todos vamos alucinados mientras el colectivero, que labura un domingo, tiene su rato de diversión.

Pero ahora acá estoy solo, yo viví todo esto y nadie me vio. Mi vieja estuvo todo el tiempo en la cocina. Ni se enteró, o sea que esto es asunto mío, lo tengo que buscar yo, lo tengo que encontrar yo. Soy hijo único, para jugar siempre tuve que salir a la calle, la diversión está en la calle, entonces habrá que pasarse la vida en la calle contando semejante experiencia, compartirla. Uno puede escuchar cosas en la casa, pero cuando son buenas de verdad, estas aconsejan salir a la calle: acá adentro ya no va a pasar nada. Mi viejo me lo dice, lo relata a través de letras de los tangos.

Suelo mirar con envidia a los que van en moto. Siempre atrás llevan a una chica que los abraza, se aprieta contra ellos, hasta apoya la cabeza sobre sus hombros, o sea que si me compro una moto una chica me va a abrazar, entonces voy a trabajar, juntar plata para comprarme una. Y las motos, las chicas, están en la calle, todo está en la calle. Quiero ser un beatle, estar todo el día en la calle y después llevar a una chica en mi moto.

Nunca había pensado en estas cosas, escuché esa canción y ahora parece que hubiera crecido de golpe. Los Beatles tienen razón en todo lo que dicen, les voy a hacer caso, no sé si dijeron algo de la moto, pero seguro que los cuatro tienen motos y las chicas los abrazan.

Muchas veces me pregunté qué hubiera sido de mí si no escuchaba esa canción. ¿Al tiempo me hubiese comprado una guitarra para rumbear mi vida? ¿Pensaría todas las cosas que pienso? ¿Sentiría por la música esta pasión? ¿Tendría esta visión del mundo y de las personas? La respuesta es no. No tuve que perder tiempo en tratar de descifrar qué quería para mi vida. Los Beatles me lo dijeron y son tan buenos que no me obligaron a hacer un test, ellos me conocen, saben lo que me gusta.

Ese día descubrí que llegaron a mi casa desde Liverpool, como brujas que vaticinan el encanto del sueño propio, como un destino huérfano que se recuesta en el umbral de nuestra puerta y no golpea porque de los dos lados nos estábamos esperando.

Tiempo después mi viejo compró un tocadiscos en cuotas, un Winconfón que me dio una gran formación, hoy diría que fue un enorme educador. Cuando la gente pregunta si recuerdo con cariño a alguna maestra o un profesor, en especial pienso en el Wincofón.

En mi casa por suerte nunca entró una religión, mis viejos sabían que eso no servía para nada, ya los habían estafado a ellos y no fueron resentidos como para prolongar la condena. No teníamos que rendirnos al imperativo de imponernos conductas, lenguajes, idiomas, comidas, ritos, que no nos gustaban, que venían del culo del mundo. Tampoco tuvimos que resignarnos a hacerlas igual y acostumbrarnos con el tiempo. No mirábamos para arriba para aprender a tener miedo, no teníamos un vigilante que nos controle, que nos siga todo el tiempo, que escuche lo que hablábamos, que controle con quién hablamos. Quizá por eso salí a buscar las sensaciones de compañía que la gente necesita, pero por otros lugares.

Cuántas veces llegaba a mi casa triste, enojado, sin ganas de nada, con la certeza que las cosas nunca iban a ser como yo quiero, pero ponía un disco de Los Beatles y mi ánimo cambiaba repentinamente. Los hombros se relajaban y de a poco comenzaba a pensar que no estaba señalado por el pelotón de fusilamiento. Las canciones de ellos no estaban escritas en un idioma difícil, se percibían y al instante uno notaba un cambio a favor. Cuando conseguí esas letras en castellano, lo primero que descubrí es que las cosas buenas, las verdaderas, se explican solas. Uno siente, se va dando cuenta solo, qué es lo que podemos hacer con eso.

Mucha gente a lo largo de estos años relató cosas parecidas a lo que me pasó cuando escuché a Los Beatles, de una forma u otra fuimos cayendo en la cuenta de que por ahí había un camino. Iba por el costado de lo que se nos suele decir que es lo que corresponde. Un camino del que desconfían los autoritarios porque no obliga a nada y eso les duele porque los desenmascara. Todo lo que obliga lo hace porque es falso, porque sabe que no se sostiene si no es por incubación del miedo, del encierro. Nos hablan, nos cuentan historias, pero siempre tienen ahí al lado lo que asusta, el palo que amenaza y castiga.

Nunca miré una foto de Los Beatles para pedirles un milagro o que me curen una enfermedad, eso es otra cosa, se resuelve en otros lugares. Como decía don Osvaldo, el del kiosko: “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. Ni siquiera me obligan a estar solo entre gente que los escucha a ellos, no nos dicen que por elegirlos o dejarnos domesticar somos superiores, elegidos, iluminados o la luz.

Cuando supe que aquella frase que repiten en el final es “sabés que me siento bien”, me quedé tranquilo, esa locura que desató en algo más de dos minutos y medio abrió una puerta que luego quedó abierta porque es así el asunto.

Muchísimos años después, la noche del 22 de octubre de 1997, en el Hospital Francés, estaba en el hall de la sala de partos esperando, empastillado al pedo porque nada iba a tranquilizarme. En un momento apareció la enfermera y me dijo “acá está la belleza”, la miré desde la bruma de la emoción, ella tenía los ojos súper abiertos porque nació por cesárea, le sonreí para darle la bienvenida y una de las primeras cosas que pude pensar es que le iba a hacer escuchar a Los Beatles, algo de lo más alegre que le podría transmitir. Volví a mirar esos ojazos bien abiertos, desde el primer momento supe que se iba a llamar Malena, como un tango, y me di cuenta que no le había llevado la tapa del álbum “A hard day’s night”.


Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires). 

 



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