Una de las singularidades del neoliberalismo es la potencia singular para impactar sobre la angustia existencial de los sujetos, utilizando para ello instrumentos tales como las raudas marchas y contramarchas siempre crípticas de la realpolitik. La realpolitik es, por definición, una forma de hacer política basada en principios prácticos y materiales concretos. Un pragmatismo que no es fácil subsumir en los catálogos filosófico políticos convencionales y sus valores subyacentes. Ayer pudimos constatar en la Argentina la capacidad disruptiva de un salvataje sistémico decisivo, justo en medio del marasmo mundial provocado por la declaración de guerra comercial planetaria. Hubo un momento, que no ha sido superado, en el que este país excéntrico daba cuenta, mediante hechos concretos, de la evidencia de un gobierno exhausto que habilitaba conjeturar sobre desenlaces anticipatorios de definición política. De pronto, el FMI decidió revertir esa situación mediante la confirmación de un préstamo de una robustez importante que tal vez saque a la Casa Rosada de una situación de debilidad extrema. La intervención no es un hecho menor. Transfundió a un gobierno golpeado como nunca antes una dosis de supervivencia capaz de permitirle llegar a las elecciones de octubre próximo en las mejores condiciones a las que podía aspirar. Es la segunda vez que el Fondo exhibe su poder para incidir en los resultados electorales de este país.
Es posible que décadas de cierto desamparo moral hayan sembrado grande cuotas de impudicia en nuestro sistema político y adornaron con pringosas manchas la cultura ciudadana.
Entonces no es solo que cierta corrupción desde arriba logra manejar voluntades que están en escalas por debajo y mucho menos que esto solo se logre con expresiones mediáticas que fuerzan para su conveniencia informaciones, ficciones y opinión de cierta calificación. No, la deseada realidad impera en toda nuestra comunidad nacional.
Vivimos en un orden social e institucional donde se cuecen malas habas por todos lados.
Por eso, episodios como los ocurridos durante la marcha de los jubilados no soliviantan en mayores dimensiones a los argentinos. Por eso, la vulgaridad y violencia del lenguaje presidencial, pasa como si nada. O como casi nada.
«Los buenos son los de azul y los hijos de puta que rompen autos son los malos» dice Milei, luego de afirmar que quienes marcharon con los jubilados «impulsaban un golpe de Estado».
¿Vamos a esperar que algún fanático libertario, que los hay sin duda, maté a quien considere un hijo de puta y se sienta avalado por las frases violentas del presidente?
O ¿no es posible que algún ciudadano «de bien» estime necesario matar a un «golpista»? O al menos castigarlo físicamente y lo haga por su cuenta y en virtud de que las palabras del presidente avalan esa posibilidad.
Un proyectil fue la granada de gas que le rompió la cabeza al fotógrafo y compañero Pablo Grillo, ante lo cual la diputada LLA Lemoine justificó con la rastrera frase de «para hacer un omelette es preciso romper algunos huevos». Pero también son proyectiles las palabras vulgares, peligrosas, amenazante y mentirosas que Milei y sus ministros, arrojan día a día con la irresponsabilidad de sentirse impunes. «Vinieron preparados para matar» dice Bullrich, y tranquilamente un seguidor de LLA que cree en las palabras de sus dirigentes va a defenderse de la posibilidad que lo maten, aunque para eso deba atacar físicamente a un jubilado o un militante político.
Las mentiras construyen realidades fácticas. En boca de un presidente y de una ministra, estas frases habilitan que haya argentinos que, confiando en la jerarquía de quienes afirman eso, intenten evitar supuestos asesinatos y golpes de Estado, con violencia física contra quienes se acusa de impulsarlos. Es muy peligroso el manejo burdo y mentiroso de la lengua.
Llamar asesinos y golpistas a opositores políticos es usual en dictaduras y en gobiernos autoritarios, represivos e intolerantes. En países con democracias defectuosas.
Y está ocurriendo en Argentina.
Obviamente estamos ante el peligro de un presidente violento. La vulgaridad ya es lo de menos. En la marcha de los jubilados, los que quemaron autos eran «los de azul», claro que con otra ropa.
Milei agradeció a Patricia Bullrich por sostener «los valores de la República» tras los incidentes en el Congreso. Para ellos los valores son: represión, lastimar, mentir, intolerancia, autoritarismo, inconstitucionalidad. Tristes valores para una república.
La crueldad es una constante en muchas partes del mundo. Salvo en países donde gobiernan las tiranías esa crueldad no adopta sus peores condiciones desde las cúspides del poder.
¡Salvo en nuestro país! Donde lejos de esconderse en subterfugios, la muestran y hacen gala del orgullo de practicarla. Y es la crueldad que aparece nítida en el ajuste carente de ética y sentido social que les permite celebrar el falaz superávit fiscal que es producto del hambre de laburantes, del dolor de jubilados, de las desfinanciación educativa, del desmoronamiento de la salud, de la inminente rotura masiva de rutas, embalses hidroeléctricos, infraestructura física de puentes y edificios todo debido a la suspensión imprudente de la obra pública. Y ahora, esa crueldad se convierte en casi alegría para los rostros luzbélicos de los funcionarios mileístas cuando celebran las heridas de un fotógrafo, que se debate entre la vida y la muerte, y llaman«patotera» a una jubilada de 87 años casi desnucada por el empujón de un policía cobarde.
Una cosa es el orden público, valor al que no renunciamos y otra muy distinta es creer que ese orden tiene un único rumbo que es el de ejercerlo con crueldad. La brutalidad policial es un antecedente de riesgo para las democracias. Hoy vivimos el salvajismo de fuerzas de seguridad «cebadas» con el permiso de sus mandos superiores para golpear, detener y humillar a quien se les ocurra.
Y el salvajismo, oficial e institucional, no debe ser el factor ordenador de una sociedad. Tenemos cercanas memorias históricas sobre eso y ninguna es conveniente.
Milei y sus ministros, hacen coincidir su lenguaje con su gestión. Todo es violento, todo es vulgar, todo es romper. Todo apunta, palabra tras palabra a la deshumanización de quienes se oponen a su gobierno. Y sabemos bien que quitarle la entidad «humana» a las personas, las convierte en fáciles blancos de ataques y persecuciones.
Estamos, los opositores, en peligro. Y no estoy exagerando.
Por Eduardo Luis Aguirre
La crueldad como política pública
Por Osvaldo Nemirovsci
¿Vamos a esperar que algún fanático libertario, que sin duda los hay, mate a quien considere un hijo de puta y se sienta avalado por las frases violentas del presidente?
Es posible que décadas de cierto desamparo moral hayan sembrado grande cuotas de impudicia en nuestro sistema político y adornaron con pringosas manchas la cultura ciudadana.
Entonces no es solo que cierta corrupción desde arriba logra manejar voluntades que están en escalas por debajo y mucho menos que esto solo se logre con expresiones mediáticas que fuerzan para su conveniencia informaciones, ficciones y opinión de cierta calificación. No, la deseada realidad impera en toda nuestra comunidad nacional.
Vivimos en un orden social e institucional donde se cuecen malas habas por todos lados.
Por eso, episodios como los ocurridos durante la marcha de los jubilados no soliviantan en mayores dimensiones a los argentinos. Por eso, la vulgaridad y violencia del lenguaje presidencial, pasa como si nada. O como casi nada.
«Los buenos son los de azul y los hijos de puta que rompen autos son los malos» dice Milei, luego de afirmar que quienes marcharon con los jubilados «impulsaban un golpe de Estado».
¿Vamos a esperar que algún fanático libertario, que los hay sin duda, maté a quien considere un hijo de puta y se sienta avalado por las frases violentas del presidente?
O ¿no es posible que algún ciudadano «de bien» estime necesario matar a un «golpista»? O al menos castigarlo físicamente y lo haga por su cuenta y en virtud de que las palabras del presidente avalan esa posibilidad.
Un proyectil fue la granada de gas que le rompió la cabeza al fotógrafo y compañero Pablo Grillo, ante lo cual la diputada LLA Lemoine justificó con la rastrera frase de «para hacer un omelette es preciso romper algunos huevos». Pero también son proyectiles las palabras vulgares, peligrosas, amenazante y mentirosas que Milei y sus ministros, arrojan día a día con la irresponsabilidad de sentirse impunes. «Vinieron preparados para matar» dice Bullrich, y tranquilamente un seguidor de LLA que cree en las palabras de sus dirigentes va a defenderse de la posibilidad que lo maten, aunque para eso deba atacar físicamente a un jubilado o un militante político.
Las mentiras construyen realidades fácticas. En boca de un presidente y de una ministra, estas frases habilitan que haya argentinos que, confiando en la jerarquía de quienes afirman eso, intenten evitar supuestos asesinatos y golpes de Estado, con violencia física contra quienes se acusa de impulsarlos. Es muy peligroso el manejo burdo y mentiroso de la lengua.
Llamar asesinos y golpistas a opositores políticos es usual en dictaduras y en gobiernos autoritarios, represivos e intolerantes. En países con democracias defectuosas.
Y está ocurriendo en Argentina.
Obviamente estamos ante el peligro de un presidente violento. La vulgaridad ya es lo de menos. En la marcha de los jubilados, los que quemaron autos eran «los de azul», claro que con otra ropa.
Milei agradeció a Patricia Bullrich por sostener «los valores de la República» tras los incidentes en el Congreso. Para ellos los valores son: represión, lastimar, mentir, intolerancia, autoritarismo, inconstitucionalidad. Tristes valores para una república.
La crueldad es una constante en muchas partes del mundo. Salvo en países donde gobiernan las tiranías esa crueldad no adopta sus peores condiciones desde las cúspides del poder.
¡Salvo en nuestro país! Donde lejos de esconderse en subterfugios, la muestran y hacen gala del orgullo de practicarla. Y es la crueldad que aparece nítida en el ajuste carente de ética y sentido social que les permite celebrar el falaz superávit fiscal que es producto del hambre de laburantes, del dolor de jubilados, de las desfinanciación educativa, del desmoronamiento de la salud, de la inminente rotura masiva de rutas, embalses hidroeléctricos, infraestructura física de puentes y edificios todo debido a la suspensión imprudente de la obra pública. Y ahora, esa crueldad se convierte en casi alegría para los rostros luzbélicos de los funcionarios mileístas cuando celebran las heridas de un fotógrafo, que se debate entre la vida y la muerte, y llaman«patotera» a una jubilada de 87 años casi desnucada por el empujón de un policía cobarde.
Una cosa es el orden público, valor al que no renunciamos y otra muy distinta es creer que ese orden tiene un único rumbo que es el de ejercerlo con crueldad. La brutalidad policial es un antecedente de riesgo para las democracias. Hoy vivimos el salvajismo de fuerzas de seguridad «cebadas» con el permiso de sus mandos superiores para golpear, detener y humillar a quien se les ocurra.
Y el salvajismo, oficial e institucional, no debe ser el factor ordenador de una sociedad. Tenemos cercanas memorias históricas sobre eso y ninguna es conveniente.
Milei y sus ministros, hacen coincidir su lenguaje con su gestión. Todo es violento, todo es vulgar, todo es romper. Todo apunta, palabra tras palabra a la deshumanización de quienes se oponen a su gobierno. Y sabemos bien que quitarle la entidad «humana» a las personas, las convierte en fáciles blancos de ataques y persecuciones.
Estamos, los opositores, en peligro. Y no estoy exagerando.
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