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Propuestas Para No Perder el Control

La digitalización altera la condición humana, reflexiona Flavia Costa en Tecnoceno (Taurus). En este abismo, la expansión de los modos sigilosos de vigilancia y modelización nos transforman en “seres infotecnológicos”, interviniendo no sólo nuestros cuerpos sino reformateando también nuestra forma de entender el mundo. Si “a medida que la política se hace más biológica, la técnica se hace más orgánica”, el desafío es promover una imaginación social, cultural y subjetiva alternativa ante una megamáquina que no para de agrandarse.


Por Christian Ferrer


En unas cuantas décadas más no mucha gente, al menos en las grandes megalópolis, recordará cómo era la vida cotidiana antes del surgimiento y difusión de Internet –ese gran cerebro interconectado–, y cómo era el arte de conversar antes de la propagación de las redes sociales y otras plataformas de vinculación prontas a ser inventadas, y cómo era compartir el mundo con especies animales y vegetales que ahora están sucumbiendo en nombre y beneficio del desarrollo industrial y la expansión de las fronteras agrícolas, y cómo se procedía a la transmisión de bienes y tradiciones antes de la instauración masiva de la cultura digital. Paisajes enteros se desvanecerán de la memoria.

La biografía del cuerpo humano, potenciado técnicamente, se escribirá con otras claves de interpretación. Los arquetipos y prácticas de comprensión y modelación de nosotros mismos se orientarán según las instrucciones de la representación teatral más que las de la intimidad cultivada con cuidado y constancia. Habrá comenzado –ya comenzó– la era que Flavia Costa llama “Tecnoceno”.

No es fácil analizar y describir el relieve y el devenir de las transformaciones que nos son contemporáneas, porque aunque las consecuencias vayan a ser duraderas el proceso recién está en cuarto creciente y no ha desplegado aún todas sus potencialidades. No podemos saber cómo funcionará el mundo dentro de cincuenta años –los que hoy están en su niñez lo sabrán–, de la misma manera que los coetáneos de la Revolución Industrial no imaginaron los costos que la naturaleza y los trabajadores habrían de pagar en el futuro por causa de la pujante y deslumbrante novedad. Luego, porque lo peculiar de este proceso es la velocidad de los cambios y de los acoples entre industrias tecnológicas “de avanzada”. Y además, porque el rostro oculto de la mutación –de magnitud descomunal– no se revela, más bien se sustrae, a la comprensión de quienes la están experimentando en sus propias vidas. En este contexto, el libro de Flavia Costa es un triunfo. Tecnoceno. Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida (Taurus), ha logrado ensamblar, con escritura serena si bien inquietante, las diferentes partes de un rompecabezas cuyas piezas coexisten en continua y mutua metamorfosis.

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El libro da cuenta de la instauración de un “nuevo orden informacional” que procede por conversión de todo lo que existe en datos, a su vez comparados y procesados a altísimas velocidades y a una escala global sin precedentes, y cuyo objetivo es modular el comportamiento humano y hacer que las audiencias masivas sean altamente predecibles a la vez que se anticipan posibles peligros para el funcionamiento del sistema.

Para eso, primero es preciso inculcar la idea de que nada hay en el mundo que no sea información. Así como en la época moderna la clave de comprensión –de individuos, ciudades, naciones– era la producción y consumo de energía, ahora lo es modelar nuestras vidas como si sólo fuéramos imágenes y cifras. Lo que está en juego es lo que Flavia Costa llama “una poderosa ampliación del campo de batalla biopolítico”. Sucede que la capacidad de control ha dado un salto cualitativo. Tal como la fotografía y la huella digital fueron, en los siglos XIX y XX, novedosos auxiliares de la policía, en el presente es la interconexión de computadoras y nuestro propio activismo informático los que suministran al instante datos sobre nuestras tareas, creencias y reacciones emocionales.

Una huella digital dejada en el ciberespacio es el equivalente de las clásicas huellas digitales que imprime la piel. De modo que nunca ha habido tantas personas en el mundo bajo vigilancia y registro constantes en cualquier ámbito de acción, y nunca ha sido tan fácil y económico clasificar, organizar y regular masas inmensas de población. Estamos ligados al mundo por una densa y dúctil telaraña de algoritmos rapaces, que pueden reunir y sistematizar opiniones y emociones en pocos segundos de tiempo. En verdad, los algoritmos reinan sobre nuestras vidas, dado que el medioambiente técnico en que proliferan –la red informática, de la cual nadie puede prescindir– no parece tener un afuera y los supuestos canales de fuga reconducen todo esbozo de rebeldía al sistema.

Pero Flavia Costa, aunque percibe que la digitalización de todo lo existente, merced a la ubicuidad de las tecnologías de la información, abre un abismo entre la experiencia humana anterior y la contemporánea, a la vez comprende que la expansión de los modos sigilosos de vigilancia y modelización es sólo la punta del iceberg de un proyecto mucho mayor: la transformación de todas las personas en “seres infotecnológicos”, lo que significa alterar la condición humana. Es algo que ya está sucediendo, pues “a medida que la política se hace más biológica, la técnica se hace más orgánica”.

En nuestra vida cotidiana ha cambiado la relación con las tecnologías: ya no nos parecen duras e imponentes sino dúctiles y amigables, pantallas de cristal que invitan a un mundo de ensueños y consumos. Pero, además, el ensamblaje de industrias farmacéuticas, tecnológicas y neurocientíficas está promoviendo la aceptación general de que el cuerpo es un diseño inacabado y que la posibilidad de potenciarlo para “optimizar o maximizar los rendimientos más allá de las capacidades naturales” resulta ser una tentación irresistible. Es una ambición de rango faústico, la fantasía titánica de hombres y mujeres agobiados por las presiones insoportables de vivir en un mundo que al final del día deja exhaustos al cuerpo y el ánimo.

En la parte más innovadora y perturbadora del libro, se nos introduce en el probable futuro que se está creando ahora mismo, poblado por “formas de vida infotecnológicas”. En verdad, de principio a fin, y paso a paso, Flavia Costa va abriendo un panorama total de las transformaciones que estamos experimentando así como de la envergadura de los peligros implícitos. En principio, que cada vez más somos comprendidos como conjuntos de datos y que nosotros mismos aceptamos tal condición y entonces los proporcionamos sin pensar en las consecuencias, o más bien somos conscientes de las consecuencias –que hay poderes que usan los datos a conveniencia– pero preferimos dar de comer a nuestro voraz narcisismo: “existo si soy visto”, un lema –angustiante–. Todo confluye, nos dice Flavia Costa, en la instalación de un “campo de entrenamiento” para la subjetividad de tamaño gigantesco, posibilitado por la multiplicación de dispositivos de producción y transmisión de mensajes y por el amplísimo incremento –pandemia mediante– de la mediatización de los vínculos sociales.

Pero el despliegue de lo que Flavia Costa llama vida “infotecnológica” supera en mucho la pretensión de control tanto del individuo como de las audiencias masivas. Es cierto que ahora, como si fuera efecto de una hechicería general, y de acuerdo al entorno científico-técnico de época, adoramos las redes sociales y transferimos nuestros datos a grandes corporaciones como si fuesen ofrendas diarias debidas a dioses que nos proveen de flujos de entretenimientos y novedades, y que con esos datos se da forma a una suerte de holograma personal de cada usuario cuya instantánea superposición permite producir diagnósticos de la realidad social y prevenir posibles amenazas, pero en el libro de Flavia Costa nunca se pierde de vista que, para los poderes contemporáneos, el centro de preocupación primordial es “la vida biológica de la población”, y por lo tanto las ambiciones y las osadías son mayores, lo que significa imaginar que es posible introducirse en el cerebro y los genes para modificarlos así como promover y potenciar la inteligencia artificial hasta lograr desarrollar dispositivos capaces de “hiperactividad cerebral”, superior a la que pudieran lograr todos los humanos del planeta juntos. Cuando el deseo es alcanzar esta meta, raramente la cautela se impone sobre la ambición de experimentar con fuego.

Se aspira, quizás, a fusionar el cerebro humano con artilugios de inteligencia artificial, y dado que muchos científicos y laboratorios trabajan en ello, algo inventarán. Pero mientras tanto, y desde hace décadas, toda una preparación cultural acelerada está puesta en marcha para que etapas más audaces en la evolución del cuerpo humano sean aceptadas. Flavia Costa las identifica y detalla: el acostumbramiento a que la tecnología se “encarne” por medio de implantes, trasplantes y cirugías estéticas; las búsquedas de las neurociencias, que toman a la conciencia como mero epifenómeno de la actividad química y eléctrica del cerebro; los sucesivos y rápidos lanzamientos al mercado, por la industria farmacéutica, de medicamentos destinados a modificar los estados de ánimo de la población; la creciente auscultación informática de la vida anímica de los usuarios; la expansión de un régimen somático que considera al cuerpo como objeto modelable, autodiseñable incluso, a fin de facetarlo como obra de arte para el mercado de la apariencia del “capitalismo espectacular”; la propagación de una “biopolítica informacional” que a las identificaciones biométricas suma el análisis y procesamiento de material genético. 

Es la “buena nueva” de un “mundo feliz” en el que, como de costumbre, conviven el mundo de la sofisticación técnica y el de la pobreza –los salvados y los condenados, los enclaves de riqueza y sus periferias devastadas–. Pero si se lograra producir inteligencia artificial más alteración genética inducida significaría concederle a ciertos seres humanos un poder propio de dioses –no necesariamente celestiales, pues existen dioses poderosos e irresponsables–. Las cosas siempre pueden salirse de control y provocar lo que Flavia Costa llama “un accidente normal”, sea un choque de autos en una ruta o el escape de una nube radioactiva de una central atómica. La probabilidad estadística ya está prevista.

Por momentos el libro de Flavia Costa puede ser leído como una novela de terror, sintiéndose el lector una hierba muy frágil –un ser pequeñito– presto a ser soplado por dispositivos superpotentes o bien movilizado, con o sin su anuencia, según planes que se van esbozando a medida que se despliegan, en tanto todos aquellos que no logren hacerse compatibles con el nuevo mundo tecnoesférico ingresarán en su ocaso: serán descartados. Pero mayormente el libro logra establecer y esclarecer los mecanismos y la lógica del medio ambiente que está dando forma a un tipo específico de humano intervenido profundamente por la técnica. Se esboza una necesidad de una imaginación política alternativa capaz de poner en cuestión los usos abusivos de las tecnologías y que por el momento no está siendo promovida por políticos, científicos o por instituciones académicas sino por artistas, organizadores de ONG y activistas en general. Se pregunta Flavia Costa: “¿Podemos imaginar, a través del arte, un mundo más justo?”. Sin embargo, no es una tarea obligatoria para el arte, tampoco para la filosofía, intentar mejorar el mundo. El diálogo del arte y la filosofía es con la muerte, no necesariamente con la justicia, que más bien requiere de coraje ético y político para conseguirla y lograr que permanezca equilibrada.

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La fortaleza del libro no consiste solamente en ofrecer un panorama completo de la mutación en curso sino también en señalar los desafíos que deben ser pensados y enfrentados. Enfrentarlos quiere decir, para Flavia Costa, mirarlos de frente, no dejarse fascinar ni tampoco dar vuelta la vista hacia atrás con nostalgia, dado que sólo es posible soportar el presente y crear futuros mejores.

Los desafíos a tener en cuenta son abrir los ojos y aguzar los oídos ante las fuerzas que promueven “shocks de virtualización”, negarse a que se nos considere meros “soportes de información predecible y modulable” y proponer políticas en común que diseñen defensas ante tecnologías que se juzguen “peligrosas pero inevitables”.

Otro desafío es oponerse a los daños ecológicos que la era del Tecnoceno está causando en el aire, en el agua y en la tierra. Es una tarea urgente y casi imposible porque implicaría detener la industrialización del orbe entero y de la forma de vida que le es concomitante. De otra forma la alternativa es de hierro: o ellos –los animales a ser extinguidos, los paisajes a ser arrasados, la tierra y el agua a ser contaminadas– o nosotros –“el progreso”, el industrialismo–. Dado que la idealización del progreso, en su momento, persuadió a todo el arco ideológico que va de derecha a izquierda, hubo muy pocas voces críticas y además fueron poco escuchadas. Pero no eran profecías, sino análisis y advertencias con respecto al devenir en caso de que no cambiáramos nuestro modo de estar en el mundo. Lo mismo ha hecho Flavia Costa, con un nervio envidiable que mantiene de comienzo a fin: observar el mundo tal como es y no como nos gustaría que fuese ni tampoco el que se nos muestra –y vende– publicitaria y cotidianamente.

El desafío que ella propone al lector es promover una imaginación social, cultural y subjetiva alternativa ante una megamáquina que no cesa de agrandarse. No obstante, al cerrar el libro no estamos seguros de haber contemplado el relieve verdadero de esta época o si se nos acaba de mostrar el rostro de la Medusa.




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