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El plan para embrutecer a la sociedad argentina

Según un informe de la UNESCO, en 1974 se imprimieron en el país 50 millones de libros, cifra que se redujo en un 66% para el período 1979-1982. Así, mientras en 1974 los argentinos leían en promedio 3 libros al año, en 1976 ya eran 2, en 1979 apenas uno y menos de uno para 1981. Una de las consecuencias: el bagaje lingüístico de los ciudadanos subió de 4.000 a 5.000 palabras por habitante entre 1973 y 1974, mientras que bajó a sólo 1.500 palabras por habitante entre 1976 y 1980. Los tremendos efectos de ese “genocidio educativo-cultural" se profundizaron hasta el infinito con la reforma educativa de los ’90. Ahora vienen por la educación superior.

Por Carlos Altavista

En el artículo sobre La noche de los bastones largos decíamos que “de una sociedad con niveles educativos, científicos y culturales similares y en ciertos casos superiores a los de países europeos a la realidad actual no se pasó porque sí. ‘La noche…’ fue un evento escalofriante que marcó el inicio de una debacle socio-cultural que se coronó entre 1976 y 1983.

En efecto. La dictadura cívico-militar operó en al menos tres frentes: 1- La persecución, detención, tortura, violación y desaparición o asesinato de quienes pensaban distinto; 2- La implantación de un programa económico que en apenas 7 años transfirió 29 puntos porcentuales de la riqueza nacional desde los trabajadores a las grandes empresas y latifundios, multiplicó la deuda en moneda extranjera un 449% y dejó herida de muerte a la industria nativa; 3- Finalmente, operó en el terreno educativo-cultural, con los libros como enemigo público número uno.

En su trabajo “El terrorismo de Estado en las bibliotecas”, el docente e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba, Federico Zeballos, hace hincapié en el “genocidio cultural» en la provincia mediterránea (hasta la dictadura, cuna de rebeldes; desde entonces, paraíso de la derecha liberal), pero antes traza un panorama nacional muy claro y preciso.

Hay datos duros, que forman parte del informe “El Estado de la Educación en América Latina en la década del noventa” elaborado por la UNESCO, que no dejan lugar a dudas sobre el tremendo éxito del plan destinado a “embrutecer” a la sociedad argentina.

Zeballos apunta que “las editoriales e imprentas, como generadoras de productos culturales, fueron blanco de controles, amenazas, censuras, atentados y hasta de desapariciones de sus trabajadores”.

“La República Argentina, que entre los años 1936 y 1947 había alcanzado el liderazgo en materia de producción y exportación de libros en castellano en Iberoamérica (Latinoamérica más España) durante la llamada ‘edad de oro del libro argentino’, comenzó a ceder aquel lugar de jerarquía para caer en un inexorable debilitamiento editorial, agudizado en la década del setenta”.

Caída del bagaje lingüístico. “Entre 1973 y 1974 el número de palabras promedio por argentino era de 4.000 a 5.000; en el período 1976-1980 descendió a un promedio de entre 1.500 a 2.000” (UNESCO)

“Romero señala que de los casi 50 millones de libros impresos en 1974 se pasa a 31 millones en 1976, para llegar a editar sólo 17 millones durante el período 1979-1982. Naturalmente, estas cifras tienen su correlato en el descenso drástico del promedio anual de libros leídos por habitante en Argentina: entre 3,2 y 3,4 libros leídos en el período 1973-1974 ; 1,8 en 1976 ; 1 en 1979, y 0,8 en 1981, datos reflejados en el trabajo de la UNESCO”.

“Consecuencia directa de la férrea censura operada sobre los libros es la preocupante caída del bagaje lingüístico que padecieron los argentinos según los datos del mencionado informe: entre 1973 y 1974 el número de palabras promedio por habitante era de 4.000 a 5.000, para descender a un promedio de 1.500 a 2.000 en el período 1976-1980”.

“Leer es un acto de rebeldía, y esa rebeldía o desobediencia significa una amenaza para todo poder hegemónico” (Alberto Manguel, escritor)

En la localidad bonaerense de Sarandí se llevó
a cabo la quema de más de 1.500.000 libros durante
la dictadura cívico-militar



La dictadura cívico-militar argentina maquinó un complejo mecanismo de censura, donde sus engranajes funcionaron de manera complementaria para reprimir cualquier manifestación disidente al régimen (…) “Todo esto no hubiera sido posible sin la activa contribución de miembros de la sociedad civil, que también prestaron un activo servicio al régimen”, resalta el académico.

La dictadura no tuvo una oficina central de censura, sino que actuó de modo capilar controlando incluso -y sobre todo- las bibliotecas populares. Allí no sólo se quitaban libros que luego se quemaban en público, sino que se accedía al registro de préstamos para saber quién leía qué cosa. Numerosos bibliotecarios y trabajadores de bibliotecas pasaron a engrosar la lista de desaparecidos.

 

“Conozcamos a nuestro enemigo”

Cuando el ultraderechista Javier Milei define a las universidades nacionales como centros de adoctrinamiento, o su camarada Patricia Bullrich llama a eliminar los 1.500 institutos de formación docente que funcionan en el país, o bien cuando Vidal y Macri se preguntan “para qué tantas universidades”, un escozor recorre el cuerpo y el alma de quienes vivieron el “genocidio educativo-cultural».

Octubre de 1977, el ministerio de Cultura y Educación decide, a través de la Resolución Nº 538, que “El folleto titulado ‘Subversión en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo)’ se distribuirá en todos los establecimientos educacionales a través de los organismos competentes en este ministerio”.

Embrutecer a una sociedad es el paso previo para dominarla

“En sus 78 páginas se informa a la comunidad educativa sobre ‘las organizaciones subversivas que operan en el ámbito educativo’ y las ‘estrategias particulares de la subversión’ para dicho medio. En él se manifestaba: ‘Se han evidenciado los síntomas de una grave enfermedad moral que afecta, de una manera u otra, a toda la estructura cultural educativa y en forma particularmente virulenta a los funcionarios, docentes y estudiantes que ingresaron o colaboran con las bandas subversivas (…)».

Quema de libros durante la dictadura.
La represión educativo-cultural generó
autocensura en millones de argentinos
y argentinas.


«Es en la educación donde hay que actuar con claridad y energía para arrancar la raíz de la subversión demostrando a los estudiantes las falsedades de las doctrinas y concepciones que durante tantos años les fueron inculcando (…) En esta alternativa, la incesante búsqueda del ser nacional y la lucha por consolidar su conciencia no reconoce tregua ni final”.

Embrutecer a una sociedad es el paso previo para dominarla. Tras la tremenda dictadura y los erráticos años ’80, la otrora culta sociedad argentina aceptó de buen grado que se terminara de destruir la industria y el trabajo argentino, la creación de la pobreza estructural, la venta por chirolas de empresas nacionales que se construyeron durante generaciones con notables inversiones y desarrollos tecnológicos, que se endeude el país para siempre y se indulte a los genocidas: un peso=un dólar tapaba todo. Y el temor infundido entre el 76 y el 83, todavía perduraba.

“Yo estudié magisterio en nivel inicial en el Instituto Terrero de La Plata, y cuando me tocó hacer el semestre de prácticas trabajé con el cuento La Planta de Bartolo, del libro La Torre de Cubos, de la escritora Laura Devetach. Y la inspectora de ese momento, de apellido Plaza, pariente directa del arzobispo de la dictadura, me hizo un duro planteo ideológico”, contó Mariela, hoy docente jubilada. Corría el año 1989. Todo dicho.

 

“Ilimitada fantasía”

La literatura infantil estuvo en el centro
de las preocupaciones.
El maravilloso libro La Torre de Cubos
(con el tiempo multipremiado a nivel internacional)
estuvo prohibido, al igual que su autora,
Laura Devetach, a quien se acusaba
de tener una «ilimitada fantasía».


¿Qué más se puede pedir a un niño o niña que tenga una fantasía ilimitada? ¿Una maravillosa e ilimitada imaginación? Pues bien, ese fue uno de los argumentos por los cuales se prohibió el libro La torre de cubos de Laura Devetach.

En “La censura en la literatura infantil y juvenil durante la última dictadura”, trabajo de Sandra Raggio y Josefina Oliva en una edición especial de Educación y Memoria, se cuenta que ese libro “fue prohibido por primera vez en la provincia de Santa Fe, lugar del que es oriunda la autora. ‘Era la gente de adentro la que se encargaba de mandar la lista… y el señor de charreteras en el escritorio firmaba… listo. Es más, los fundamentos de la prohibición de La torre de cubos, yo sé quienes los dieron. Y son dos colegas’, afirmó la autora en una entrevista realizada en el año 2006 (…) Más tarde la censura llegaría a la provincia de Buenos Aires, a Mendoza y a la zona sur del país. La resolución Nº 480 que prohibió a La torre de cubos, con fecha del 23 de mayo de 1979, dice: “Que del análisis de la obra se desprenden graves falencias tales como simbología confusa, cuestionamientos ideológico-sociales, objetivos no adecuados al hecho estético, ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes…

 

“En el campo intelectual la lucha es más larga”

En el medio, el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri.
«En el campo intelectual la lucha es más larga, más a fondo.
Va a demandar mayor tiempo que la lucha militar”, dijo.


En el trabajo “De libros, bibliotecas y bibliotecarios en tiempos de dictadura”, publicado en Memoria Académica de la Facultad de Humanidades de la UNLP, Florencia Bossié cita palabras de Leopoldo Fortunato Galtieri (el militar alcohólico de la Guerra de Malvinas) del 4 de agosto de 1980: “En el campo intelectual la lucha es más larga, más a fondo (…) va a demandar mayor tiempo que la lucha militar”.

El mismo Jorge Rafael Videla decía en conferencia de prensa del 17 de diciembre de 1977: “Consideramos que es un delito grave atentar contra el estilo de vida occidental y cristiano queriéndolo cambiar por otro que nos es ajeno, y en este tipo de lucha no solamente es considerado como agresor el que agrede a través de la bomba, del disparo o del secuestro, sino también aquel que en el plano de las ideas quiere cambiar nuestro sistema de vida a través de ideas que son justamente subversivas (…) el terrorista no sólo es considerado tal por matar (…) sino también por activar, a través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana, a otras personas…” (Avellaneda, 1986: 162).

En los 90, la reforma educativa nacional de 1994
y su secuela bonaerense aplicada a partir de 1996 primarizó
la educación (ese nivel pasó de 7 a 9 años),
el Estado se desentendió de los edificios escolares
y prácticamente convirtió a la mayoría
de los establecimientos educativos,
al ritmo del creciente empobrecimiento
de la sociedad, en “comedores con aulas”.


“En nuestro país hubo casos puntuales y resonantes no ya de prohibición de libros, sino de destrucción, de biblioclastía, de memoricidio”, puntualiza Bossié y enumera: “El sucedido el 29 de abril de 1976 en La Calera, Córdoba, donde se quemaron miles de ejemplares de libros y revistas considerados ‘marxistas’; el caso de EUDEBA (Editorial de la Universidad de Buenos Aires) en el que el 27 de febrero de 1977 camiones militares montaron un operativo para retirar del depósito de esa editorial alrededor de 80.000 libros que fueron incinerados; el conocido caso del CEAL (Centro Editor de América Latina) en el que más de un millón y medio de libros y fascículos fueron quemados en un baldío de Sarandí un 26 de junio de 1980; en el ámbito de las bibliotecas es digno de citar (por lo emblemático y representativo de tantas otras) el caso de la Biblioteca Popular Constancio C. Vigil (de Rosario, Santa Fe), de la cual, tras su intervención, se calcula que desaparecieron entre 50 mil y 70 mil volúmenes tanto de la biblioteca como de la editorial que dependía de la misma Asociación, y en la ciudad de La Plata sucedió la quema de los ejemplares pertenecientes al gremio ATULP (Asociación de Trabajadores de la Universidad de La Plata), intervenido en el año 1976”.

 

Autocensura

«Los regímenes represivos dejan secuelas,
de las visibles y evidentes y de las sutiles,
pero que sin embargo se sienten en el cuerpo,
dejan marcas que no vemos,
determinan nuevas formas de comportarse
de la sociedad»;
Florencia Bossié, sobre la autocensura.


El terror de Estado y la censura cuya desobediencia puede costar la vida, lleva inexorablemente a un hecho buscado por los dictadores y (casi) imposible de evitar para los ciudadanos: la tremenda y creciente autocensura.

Los regímenes represivos dejan secuelas, de las visibles y evidentes y de las sutiles, pero que sin embargo se sienten en el cuerpo, dejan marcas que no vemos, determinan nuevas formas de comportarse de la sociedad. La ambigüedad con la que se reprimía el acceso a la lectura llevaba indefectiblemente a practicar la autocensura como una forma de preservación, y se transformaron en habituales las quemas u ocultamientos de libros de bibliotecas personales. Son numerosísimos los relatos de personas que debieron deshacerse de libros o esconderlos. Cada vivencia relatada por quienes vivieron aquellos años de pánico y horror puede multiplicarse en miles de experiencias personales de los habitantes de este país”, subraya Bossié.

En los 90, la reforma educativa nacional de 1994 y su secuela bonaerense aplicada a partir de 1996 primarizó la educación (ese nivel pasó de 7 a 9 años), el Estado se desentendió de los edificios escolares y convirtió a la mayoría de los establecimientos educativos, al ritmo del creciente empobrecimiento de la sociedad, en “comedores con aulas”.

El círculo que comenzó con La noche de los bastones largos comenzaba a cerrar. Entre 2015 y 2019 se desfinanció la educación pública en más de un 35% (39% sólo en 2019). El próximo paso, si lo hay, puede ser letal.

Carlos Altavista


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