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Guerra Civil Psicótica Global

¿Qué relación hay entre el capitalismo y la salud mental? El escritor Franco Berardi (cuya misión es analizar el capitalismo real de nuestros días) se embarca en un estimulante viaje a través de la filosofía, el psicoanálisis y recientes acontecimientos en busca de las raíces sociales de una enfermedad mental de nuestra época, donde se adentra en las regiones más oscuras de la obsesión contemporánea por competir y estar hiper-conectados del capitalismo absoluto. Bifo es un maestro del activismo global en la era de la depresión: "entre quienes diagnostican los males de nuestra época, Berardi es sin duda de los más agudos" en un mundo que urge reconstruir desde cero.

Por Franco “Bifo” Berardi

La primera edición de Héroes salió en Londres en 2015. Empecé a escribir ese libro en julio de 2012 después de leer sobre la masacre que tuvo lugar en la ciudad de Aurora, Colorado. Un niño llamado James Holmes, vestido como Batman, con cabello naranja, fue al estreno de Dark Knight Rises de Christopher Nolan, y durante la proyección sacó un par de armas automáticas y disparó contra la multitud matando a unas pocas docenas de personas. Treinta y dos si no recuerdo mal.

En los meses anteriores, una mezcla de repugnancia y fascinación perversa me había empujado a leer todo lo que pude encontrar sobre este tipo de masacres que parecían haber proliferado desde hacía algunos años, especialmente en Estados Unidos. Cuando leí sobre James Holmes y la masacre de Aurora me decidí a escribir sobre este tema, porque este episodio me obligó a reflexionar sobre la relación entre diversión, soledad, competencia y, sobre todo, sufrimiento.

Han pasado diez años desde aquel episodio, el pobre James Holmes estará encerrado en alguna prisión norteamericana, pero la matanza nunca ha cesado, al contrario, avanza cada vez con más intensidad.

En 2021 hubo más de un tiroteo masivo por día, según Forbes. Con la expresión tiroteo en masa nos referimos a un evento en el que una persona mata al menos a cuatro de sus semejantes, y luego generalmente se suicida.

Lo que me impulsó a escribir Héroes en 2012 no fue solo lo absurdo de un país donde cualquiera, incluso psíquicamente perturbado, puede comprar armas altamente destructivas. Sabemos que ese país nació de un genocidio, se hizo próspero explotando el trabajo de millones de esclavos deportados con violencia, y por tanto sabemos que ese país es por su naturaleza misma la negación de lo humano. Sabemos que ese país persigue la supresión de la solidaridad, de la comprensión y, en definitiva, de la humanidad en todas partes. Y sobre todo sabemos que ese país ha invertido sus recursos económicos e intelectuales en la producción de armas cada vez más letales, y que su cultura defiende la posesión de armas como si fuera la única libertad de la que no piensan privarse.

El devenir actual del mundo quizás se entienda, observado a través de esta especie de locura horrible, mejor que a través de la locura depurada de los economistas y los políticos. La agonía del capitalismo y el desmantelamiento de la civilización social se puede entender mejor desde este punto de vista peculiar: el crimen suicidario.

La realidad desnuda del capitalismo a la vista: horrible.

En el país líder del mundo libre se produce más de una matanza al día, y la media se ha acelerado tras el tremendo exterminio de niños en Sandy Hook, tras el que Obama prometió medidas que no pudo adoptar. En 2021 las masacres en las que quedan más de cuatro víctimas sobre el terreno fueron 147. Pero el pico se alcanzó en 2020, cuando se produjeron 610 masacres en doce meses, mientras la Covid-19 segaba a otros inocentes.

En un artículo publicado en The New York Times el 27 de mayo de 2022 (“América puede estar rota sin posibilidad de reparación”), Michelle Goldberg nos informa de que “la principal causa de muerte de los niños estadounidenses son las armas de fuego”. Pero la mayoría de los legisladores en el Congreso ven esto como un precio que se debe pagar para defender la libertad.

Libertad: así la llaman. Por la libertad cometieron el genocidio más perfecto de la historia de la humanidad; por la libertad deportaron a millones de hombres y mujeres de tierras africanas; por la libertad explotaron a millones de esclavos. Por la libertad consumen los recursos del planeta en proporción cuatro veces superior a la media de los países restantes.

¿Cómo esa gente arrogante no puede lograr hacer una ley que limite la disponibilidad de armas, para que al menos los niños puedan salvarse? Michelle Goldberg responde: “Será imposible hacer algo en el tema de las armas, al menos a nivel nacional, mientras los demócratas tengan que lidiar con un partido que contempla la insurrección como una posibilidad política de futuro”.

El punto es este: en Estados Unidos se desarrolla desde hace algún tiempo una guerra civil que no tiene fronteras políticas reconocibles, que no opone estos a aquellos, los pobres a los ricos, o los blancos a los negros, sino que opone a todos contra todos.

La guerra civil está en curso, pero no se puede declarar porque es una guerra psicótica, desprovista de cualquier otra motivación que el sufrimiento psíquico, la desesperación y la violencia endémica y congénita.

Michelle Goldberg señala que “las víctimas de los asesinatos en masa cada vez más frecuentes son daños colaterales en una guerra civil fría”. Durante su triunfante campaña electoral de 2016, Donald Trump lo dejó claro: la gente de la Segunda Enmienda podrá detener a Hillary Clinton antes de que pueda llegar a la Casa Blanca. La gente de la segunda enmienda, para quien no lo haya entendido, quiere decir: la gente aficionada a su arma de guerra.

Pero lo más interesante es lo que escribe Michelle Goldberg al final de su artículo: “La venta de armas tiende a aumentar después de cada asesinato en masa”.

Entretanto, los republicanos han relanzado la idea (una idea fantástica, puedo decirlo yo, que he sido maestro durante veinticinco años) de armar a los maestros.

¿Merece sobrevivir una sociedad en la que los maestros y maestras tienen que estar listos para sacar el revólver y matar al intruso frente a los escolares? No merece sobrevivir, pero la buena noticia es que se está suicidando.

El hecho de que tras cada tiroteo con abundante cantidad de cadáveres derramados por el suelo aumente la venta de armas permite comprender que para el país líder del mundo libre no hay otro futuro que una guerra civil cada vez más insana. Una retroalimentación que se suma a los muchos otros procesos de autoalimentación de tendencias destructivas. La irreversibilidad de las tendencias autodestructivas (a nivel ambiental, social, militar) es la garantía de un final horrible para toda la humanidad.

 

Guerra civil psicótica

En los años posteriores a la publicación de Héroes, algunos periodistas me llamaron para preguntarme qué pensaba de nuevos episodios de ese tipo, pero les respondí que ya no quería convertirme en un experto en terror demente, y no me mantuve al tanto de esos eventos sombríos.

Durante esta primavera de 2022, sin embargo, ese libro volvió a mi mente porque el heroísmo de los psicópatas que en la última década llenaron de sangre cines, escuelas primarias, conciertos masivos y supermercados hoy parece extenderse mucho más allá de los confines de las noticias policiales. Para invadir la esfera geopolítica, para apoderarse del destino del mundo.

Héroes hablaba del insano retorno del heroísmo suicida en el inconsciente de individuos aislados, aunque no tan pocos. Ahora el heroísmo suicida ocupa el centro del paisaje mediático global y se extiende por el lenguaje de los grandes líderes políticos.

El heroísmo del asesino en serie se destaca ahora en un nuevo contexto: el de la guerra, el del asesinato sistemático y legalizado, el del exterminio prometido y realizado.

La guerra que estalló el 24 de febrero de 2022 en las fronteras orientales de Europa marca el inicio de la fase final de la agonía de la civilización blanca, la que se ha definido como “moderna”. La agonía comenzó en los años en que el poeta irlandés W.B. Yeats escribió que “los mejores carecen de toda convicción, los peores están llenos de una intensidad apasionada” (“The best lack all conviction, the worst are full of passionate intensity”, The second coming). El pareado podría interpretarse así: “Los mejores están deprimidos, los peores están eufóricos y apasionadamente mandan armas a los que quieren matar o quieren que los maten”.

Ante la evidencia de su decadencia, en el agotamiento de las energías que han hecho posible cinco siglos de expansión económica, territorial, demográfica y técnica, la raza blanca (o más bien la cultura cristiana, expansionista y patriarcal) se encuentra en un delirio de omnipotencia que esconde una pulsión suicida.

La cultura blanca no puede pensar en el agotamiento, el inconsciente blanco no puede aceptar el agotamiento de los recursos naturales que la aceleración extractivista ha consumido de forma frenética. La expansión económica sólo es posible hoy si devasta aún más el entorno planetario que se está volviendo inhabitable para los humanos. La expansión territorial colonial, habiendo llegado a los límites extremos del planeta, ha sido sustituida por la aceleración del tiempo infoproductivo, pero esta aceleración ha provocado el agotamiento del sistema nervioso de la humanidad.

Así hemos llegado a un colapso psíquico del que la guerra de Ucrania es consecuencia y síntoma a la vez. La guerra psicótica que tiene su epicentro en Ucrania está destinada a desencadenar consecuencias apocalípticas a nivel económico, energético, alimentario e incluso financiero. Y ciertamente está destinada a agravar la crisis psíquica que ha trastornado el cerebro colectivo.

Es fácil predecir que los efectos económicos se extenderán rápidamente por todo el planeta, llevando a decenas de millones de africanos a la hambruna y devastando el sistema productivo europeo, mientras que no podemos predecir si la guerra local librada con armas convencionales evolucionará hacia una guerra generalizada con el uso de armas nucleares. Por ahora nos limitamos a presenciar el horror que las televisiones privadas y públicas muestran sin parar durante todo el día, todos los días, para que el espíritu público se entusiasme y se llene de heroísmo.

 

El heroísmo está de moda

El heroísmo está de moda en el discurso público de los medios y políticos europeos. Se llama a la población a apoyar a los combatientes, se anima a los combatientes a resistir, a matar y a morir.

La Unión Europea nació con la intención de superar la retórica del nacionalismo y de renunciar para siempre a la guerra, pero ahora Europa se erige como una nación en armas, en la euforia de los viejos trotskistas convertidos al intervencionismo. Vuelve el Sturm und Drang que llevó a Europa a desatar dos guerras mundiales en el siglo pasado. Más armas, más armas, se grita de un extremo al otro del continente.

Incluso en el continente norteamericano hay prisa por armarse, como si cuatrocientos millones de armas de fuego no fueran suficientes repartidas en una población de trescientos treinta millones.

Cuando escribí Héroes sabía que esto no era una moda pasajera, que la devastación psíquica producida por la sociedad hipercompetitiva continuaría alimentando el frenesí psicótico-asesino. Pero no sabía entonces que esta guerra civil psicótica convergería con una guerra pasada de moda del siglo XX. Así que aquí estamos, viendo en la misma pantalla de televisión a Biden prometiendo enviar cada vez más armas letales a sus clientes ucranianos, y Biden llorando lágrimas de cocodrilo por la violencia en Uvalde, donde un joven de dieciocho años llamado Salvador Ramos se encerró en un aula de la escuela primaria y disparó a niños y maestros, matando a veintidós víctimas inocentes, tanto como lo son los civiles que mueren bajo las bombas rusas en Mariupol y Severodonetsk.

¿Quién era Salvador Ramos? Salvador era un adolescente nacido en una de las muchas familias que huyeron de los países de América Central. La madre es drogadicta, como millones de personas en este país, donde durante años se distribuyen opiáceos a bajo precio, como cura para la infelicidad.

Debido a que la gente de Estados Unidos es la gente más infeliz del mundo, la demanda de sustancias para aliviar el dolor es enorme, y dado que Estados Unidos es un país donde las grandes corporaciones tienen todo el poder y los pobres no tienen derechos, es normal que se extienda la adicción a las drogas, promovida por las grandes farmacéuticas.

La abuela de Salvador Ramos cuidó de su nieto y lo que sabemos de la vida del niño basta para explicar por qué quería vengarse. Familia migrante, muy pobre. Sus compañeros lo habían aislado y maltratado, dicen los diarios, porque era pobre, porque tartamudeaba un poco, porque vestía emo y porque, en cierto momento, comenzó a usar un lápiz para resaltar la línea de sus ojos. Tenía un rostro muy hermoso, en una foto tiene el pelo largo y una mirada triste pero dulce, femenina.

Salvador Ramos abandonó la escuela que para él debió de ser un lugar de tormento y humillación. Luego volvió a la escuela, con dos fusiles automáticos, e hizo justicia matando a una veintena de niños.

Algunos psicólogos han dicho que Salvador tal vez deseaba matar su propia infancia, que debió de estar marcada por el dolor de la separación de su madre, la consternación por la crueldad del mundo adulto y la maldad de sus compañeros. Con ello se viene a decir que al fin y al cabo la conclusión a la que ha llegado Salvador es del todo coherente, comprensible: liberó a una veintena de sus semejantes de una vida que ciertamente estaba destinada a ser dolorosa, repugnante, humillante, como la suya. Y se liberó de esa vida que ya no tenía ninguna posibilidad de ser otra que la que había sido su infancia.

He leído que un día Salvador dijo que quería unirse a los marines para poder matar. A pesar de sus orígenes y de la marginación a la que Estados Unidos lo había destinado, Salvador se había convertido en un verdadero estadounidense, un aspirante a asesino que sabe que puede expresar plenamente sus habilidades y su vocación yendo a algún país lejano donde, como en Afganistán y como en Irak, hombres, mujeres y niños pueden ser asesinados con impunidad. Mientras esperaba matar por la defensa de su patria, ¿acaso Salvador había decidido entrenarse comprando y usando dos rifles AR15 y más de trescientas balas? No, no se trataba de entrenar para la guerra. La guerra está en todas partes, dondequiera que haya enemigos que eliminar. Todo ser humano es un objetivo. Primero le disparó a su abuela en la cara, pero ella sobrevivió, pobre abuela. Aquí, la abuela es, entre todos, el personaje con el que más me identifico.

Una semana antes de la masacre de la escuela Uvalde, otro joven de 18 años, Payton S. Gendron, entró a un supermercado en la ciudad de Buffalo y disparó a personas que estaban comprando, matando a una docena de afroamericanos y a un par de desafortunados más. El joven Gendron había declarado sus intenciones en un manifiesto supremacista publicado online: oponerse con las armas al Gran Reemplazo, la invasión de negros y otros no blancos. La obsesión racista se ha magnificado en el inconsciente blanco, incapaz de lidiar con el agotamiento de su poder.

El declive demográfico, social e intelectual de la raza blanca alimenta una ola de violencia que adopta diferentes formas, desde la masacre de Buffalo hasta la decisión de los gobiernos europeos de ahogar a los africanos que intentan cruzar el mar Mediterráneo mientras acogen a millones de refugiados ucranianos que huyen de una guerra armada por los occidentales. Desde este punto de vista, el joven Gendron tiene todo el derecho de proclamar, como lo hizo durante la primera audiencia (porque no se suicidó, a diferencia de la mayoría de los tiradores en masa), que es un verdadero estadounidense.

 

¡Armas! ¡Más armas!

El 29 de mayo, en Uvalde, en el pueblo de Texas donde ocurrió la masacre de la escuela primaria, Joe Biden se quejó: “Demasiada violencia, demasiado miedo, demasiado dolor”.

Los demócratas intentan sin éxito regular por ley el comercio de armas (aunque sea demasiado tarde, porque los sótanos de América ya están llenos de ellas), y en los mismos días envían toneladas de material bélico a los muchachos ucranianos para que el mismo incendio estalle por todas partes: el suicidio mortal de la raza blanca.

Dos días después de la masacre de Texas, la convención de amantes de los rifles, llamada NRA, se llevó a cabo cerca de Austin. “La única forma de detener a una mala persona con un arma es una buena persona con un arma”, dicen los partidarios de la Asociación Nacional del Rifle, entre los que destacan por su humanidad e inteligencia Donald Trump y Ted Cruz. Pero la experiencia demuestra que esta idea no funciona. Minutos después de que el malo Salvador Ramos hubiera entrado en la escuela de Uvalde, llegaron al lugar unos quince policías completamente armados: buenos que no hicieron nada. ¿Y qué podían hacer? ¿Disparar a través de las paredes con el objetivo de matar a algunos niños más?

El propietario de Central Texas Gun Works de Austin, Michael Cargill, de 53 años, dice que sería un error regular el comercio de armas militares. “Solo un loco puede entrar a una escuela primaria y matar niños. Cambiar las leyes no cambiaría nada. La locura no se puede regular”.

Estoy de acuerdo con el Sr. Michael Cargill, de Austin: no hay ley que pueda regir el pánico, la depresión, la adicción a la publicidad y las sustancias psicotrópicas que alteran agresivamente el comportamiento. No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos. En esto Michelle Goldberg tiene razón: Estados Unidos está irreparablemente quebrantado porque la violencia, el crimen, la guerra no son el efecto de la voluntad política, de una voluntad política razonable aunque criminal. No: son sobre todo el efecto de un estado mental de desesperación absoluta, y por lo tanto los efectos de una determinación de suicidarse que se vuelve agresiva.

No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos, no hay política que pueda salvar a un país devastado por la psicosis, la demencia senil y la agresión asesina de sus jóvenes, furiosos y deprimidos por el lugar adonde fueron llamados a vivir (sin haberlo pedido, sin haber manifestado su disponibilidad), un lugar infernal, irrespirable, agresivo, un lugar sin ternura, sin afecto, sin esperanza, sin inteligencia.

No hay ley que pueda detener el horror.


Heroísmo geopolítico

El discurso que Zelenski pronunció ante la Asamblea de la Unión Europea el pasado 1 de marzo, tras responder, a quienes le ofrecieron una salida a la guerra, que pedía armas y no un ascensor, es el comienzo del regreso de los héroes a la arena europea.

Miro las fotos de los milicianos del batallón Azov atrincherados en la planta siderúrgica, con vendas ensangrentadas, gorros en la cabeza y tatuajes en los bíceps. Héroes homéricos. Ajax el paranoico solitario, Aquiles el vanidoso enojado.

¿Alguna vez te has preguntado quién era Aquiles? Un joven atlético que fue a matar a Héctor y a otros muchos troyanos inocentes porque la mujer de un amigo había huido con el apuesto Paris. ¿No es ese Aquiles un idiota? ¿No son los héroes en general idiotas? ¿No estamos atrapados en la trampa de la idiotez?

Hace cincuenta años dijimos: “Socialismo o barbarie”, pero durante mucho tiempo nos preguntamos cómo sería la barbarie inminente.

Ahora lo sabemos.

En The New York Times se publicó un artículo de Peter Coy que filosofa con un revoltijo de frases contradictorias pero hinchado de retórica arrogante: “El coraje parecía estar muerto, luego vino Zelenski”. El objeto de las reflexiones fascistas de Peter Coy es el coraje, de hecho el heroísmo. Desde hace unos siglos venimos pensando en construir algo llamado civilización, en la que no hace falta ser fuerte y agresivo para conseguir el pan, sino que todos, hasta los más pequeños y temerosos, puedan acceder a la educación y la sanidad. Pero no importa. Peter Coy explica con orgullo que finalmente hemos vuelto al heroico club de los antepasados, con la pequeña diferencia de que ahora el club dispone de un dispositivo nuclear que puede incinerar Londres, por así decirlo.

 

Acabemos con la victoria

Ganar significa imponer la fuerza de una voluntad contra y por encima de otra voluntad. Desde Maquiavelo en adelante, esta idea de la voluntad que se impone por la fuerza ha tenido cierta fortuna, y producido grandes progresos y no menos grandes catástrofes. Pero esa historia ha terminado: el poder de voluntad, diseño y gobierno es aniquilado por la complejidad de la naturaleza que se rebela, el autómata tecno-militar que se gobierna a sí mismo, y el inconsciente colectivo que oscila entre el colapso depresivo y la psicosis agresiva.

Ganar es imponer el proyecto propio anulando los proyectos que se oponen al nuestro. En este sentido, ya nadie puede ganar nada, si ganar alguna vez significó algo.

Pero aquí surge la pregunta más dramática para la que no tenemos respuesta por ahora: ¿existe una fuerza cultural y política en la sociedad que sea capaz de detener la psicosis y desactivar su violencia destructiva? Esa fuerza no será el movimiento pacifista, al que también adhiero sin muchas esperanzas. El pacifismo es una declaración, una pregunta, un llamado, pero no tiene poder. El poder, por otro lado, lo necesitamos, incluso si es el poder negativo de retirarse.

La fuerza capaz de escapar a la psicosis de masas es la deserción de todos los órdenes automáticos: del orden automático de la guerra, en primer lugar. Pero también del orden automático de la competencia, el trabajo asalariado y el consumismo. Y también del orden automático del crecimiento económico que destruye el medio ambiente y el cerebro para producir ganancias.

Esta fuerza existe: es la fuerza de la desesperación, actualmente en la mayoría. Pero la desesperación (la ausencia de esperanza en el futuro) puede evolucionar como depresión epidémica, puede evolucionar como una psicosis agresiva, o puede evolucionar como deserción, abandono de todos los campos de batalla, supervivencia al margen de una sociedad que se desintegra, autosuficiencia en exilio del mundo.

Franco Berardi



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"La desobediencia civil es el derecho imprescriptible de todo ciudadano. No puede renunciar a ella sin dejar de ser un hombre".

Gandhi, Tous les hommes sont frères, Gallimard, 1969, p. 235.