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Charly sí vió New York

Sobre La canción sin fin, el rock nacional y el relato sobre la cultura pop argentina. Una nota de Diego Labra salida hoy mismo como publicación en la revista Panamá que pasamos a replicar, donde se habla de la relación de la música con el momento en que se genera, y donde se toma a esa trilogía de Charly García que va desde "Yendo de la cama al living", "Clics Modernos" y "Piano Bar" (en el Olimpo de las grandes trilogías del rock) como punta de lanza para revisar algunos conceptos del rock nacional en general y de la historia de Charly en particular.

Por Diego Labra
 
En La canción sin fin, el podcast que se propone con justicia instalar en el Olimpo de las grandes trilogías del rock a la seguidilla de Yendo de la cama al living (1982), Clics Modernos (1983) y Piano Bar (1984) de Charly García (ver el video al final del post), Sebastián Furman repite que “Los dinosaurios” fue valiente porque se animó a hablar “de los desaparecidos” un mes antes que Alfonsín asumiera como presidente. Acto seguido, aclara que “…muchos años después, Charly dijo que no la escribió pensando en [ellos]”, pero que, aun así, él elegía “creer que sí”.

Esta lectura de la canción, consagrada en su artículo de Wikipedia, es una de las tantas pinceladas con las que el podcastero refresca y actualiza una imagen estereotipada (y como evidencia la cita, más de una vez forzada) que existe del rock local como una expresión cultural a la vez rebelde y comprometida, y de García como EL rockero argentino. Y quien quiera, como Furman quiere, reponer en este lugar común, difícilmente encuentre mejor materia prima, con ucronías y todo, que estas placas que plasman el arco histórico que va desde la guerra de Malvinas al primer año de gobierno de Alfonsín. Ofreciendo vívidas postales de esa ciudad convulsionada, entre el trauma de lo reprimido y la promesa de liberación. Con “esos raros peinados nuevos” actuando como recambio generacional al “extraño de pelo largo”.

Mas La canción sin fin resulta interesante no por esta operación reincidente, sino justamente porque también su escucha abre a otras lecturas posibles. En la sumatoria de las viñetas y anécdotas, muchas en primera persona, e incluso a contrapelo del relato que va hilando la voz en off, el podcast ofrece al oyente construir desde otro ángulo cómo se cocina la cultura pop argenta. Con el obligatorio name check a Videla, pero también la guitarra sesionista de Larry Carlton. Ah, porque el disco definitivo del rock vernáculo se grabó en New York.

“Fui a comprar instrumentos, nunca había estado allá”, cuenta García desde aquel lejano 1983. “Sentí una buenísima onda, y pensé que iba a ser muy bueno para mi quedarme un tiempo y curtir ahí”. Como adjetiva Furman, no había “lugar más moderno que Nueva York en el 83”, especialmente si se habla de rock. Hacía apenas un lustro que allí Los Ramones habían matado a tres acordes al virtuosismo del rock sinfónico, del cual había mamado el músico argentino, y sobre su cadáver echó raíces la exploración sónica del New Wave, de CBGB a Max’s Kansas City, de New Order a Talking Heads, 

En esa isla Charly forjó dos relaciones que serían clave para su música. La primera fue con Joe Blaney, “que venía de grabar Combat Rock con The Clash” y “se copó mucho” con el argentino, abriéndole las puertas a los mejores estudios de la ciudad. La otra fue con el Roland TR-808, acaso el instrumento más ochentoso de todos. Clics Modernos, “disco emblemático de nuestra música en general” según Furman, y el segundo mejor disco del “rock nacional” según Rolling Stone, fue producto directo de ambas.

“Ahora dicen que soy un genio”, bromeó irónico Charly en la presentación en vivo del disco, “¿Será porque vine de New York?”. La pregunta retórica, que subraya ese mandato tácito de que solo quien se vaya afuera y vuelva puede ser profeta en esta tierra, hace texto cierto complejo de inferioridad que caracteriza al “rock nacional”, concepto que necesariamente nombra un producto cultural de segundo orden frente al rock a secas, primigenio o verdadero. En ese sentido, si bien el personaje construido por García siempre ha hecho del cancherismo porteño una característica constitutiva, podríamos decir que esta vez su prepotencia estaba respaldada por una placa que, libra por libra, se la bancaba frente al mejor del rock anglosajón del momento.

La vanguardia tecnológica y rítmica estaba ahí, corporizada en el drum machine que bautizó Rucci, en honor al dirigente sindical abatido. Pero quizás más importante aún, Charly traficó en el disco cierto espíritu de época del cual se contagió en una NYC en eclosión. Una ciudad en plena metamorfosis, entre el libertinaje lumpen de los setenta de Taxi Driver y el frenesí financiero gentrificador de los noventa de Wall Street. Un Greenwich Village aún energizado (por la vanguardia beatnik primero, la hippie después), pero apenas entrando en la crisis del SIDA. Como si hubiese sido necesario dejarlo más claro, para la portada se utilizó una foto tomada delante de un grafiti que reza “Modern Clix” en un idioma que solo meses antes había estado prohibido en Buenos Aires.

El punto de vista extranjero que permite denunciar la mirada castradora sobre los bailarines en “No soy un extraño”, cierto hastío con las banderas en “Nuevos trapos” y el himno a ser quien uno quiera ser en “Bancate ese defecto” hablan de la experiencia intoxicante de vivir en una cosmópolis donde (parece que) cada uno hace lo que se le canta, y donde el gay pride como lo conocemos hoy había nacido a partir de la represión en el Stonewall Inn años ha ¡Oíd Mortales!, parece cantar Charly. Liberta’, liberta’, liberta’.

Clics Modernos pegó como un rayo sobre una sociedad que salía de años de dictadura, un golpe maestro de zeitgeist. Pero donde creo se equivoca la narración de Furman es en buscar insistentemente en las metáforas de liberación de García guiños al hipismo y hasta a la militancia de izquierda. Porque como dejaban oír las texturas inorgánicas de sintetizadores y secuenciadores importados, Charly acá no le estaba cantando al pasado, sino al futuro.

“Quiero mucho dinero”, “quiero una pileta” y “un estudio de grabación” canturrea al micrófono abierto en la coda en off a “Total interferencia”, último tema de Piano Bar,que el podcast repone a modo de cierre. “A ver si aceleramos la democracia, que esto es un papelón di burro. […] Yo pago la deuda externa, si me dejan traficar cocaína”, total “la nariz es mía”, le dice García a los gritos a un joven Fito Páez, por entonces tecladista de su banda.

La ansiedad, empeorada por la química, que aquejaba al músico en 1984 va a contrapelo de lecturas como las de Furman, quien busca en “Cerca de la Revolución” cierta nostalgia setentista, y nos habla de las ganas que tenía García de que el baño de democracia hiciese a su Buenos Aires un poco más parecida la NYC que le había volado la cabeza. Después de curtir en Studio 54, a Charly el “destape” de la primavera alfonsinista le sabía con gusto a poco.

En los últimos tiempos, este portal ha causado cierto revuelo en la arena de la opinión pública con su llamado a reevaluar el legado cultural y social de la década menemista, y creo que la precoz trilogía del Charly solista puede leerse en esa línea. Así como “los noventas” no se aguantaron a 1990 para empezar, iniciando la gesta privatizadora años antes, estos rockanrolles urgentes hablaban lo que quería entonces ser y no terminaba de serlo. De la libertad individual del “la nariz es mía” y le meto lo que quiero. De la expresión de uno mismo sin condiciones, pero también del consumo y del goce, que dentro un sistema capitalista son prácticas constitutivas a esa expresión. Quizás por eso García abrazó con tanto abandonó la época, e incluso al hombre, estando bien documentada su buena relación con elinnombrable” riojano.

A la democratización de las urnas le faltaba todavía sumarle la del consumo para cerrar la ecuación de ese nuevo pacto social argentino, que brinda gobernabilidad en años de vacas gordas, y dolores de cabeza cuando empiezan a secarse las reservas. Emparedado entre la “plata dulce” y el “uno a uno”, el viaje al Norte de Charly le permitió mirar por la hendija de lo que vendría y escribirle una canción con un sintetizador japonés. 

La trilogía de elepés inauguraba además una nueva era de una cultura masiva vernácula que se abría con la transición democrática, marcada por la sintonización creciente al flujo global de productos culturales. Son un ejemplo cabal de cómo la industria cultural argentina existe en una relación asimétrica pero necesaria con un “afuera” que, en igual medida, la ahoga y la nutre. Como ejemplifica el periplo neoyorquino de Charly y sus productos colaterales, la cultura masiva siempre existe en un plano global, más no sea por su (media) naturaleza comercial. Incluso, en sus expresiones más “nacionales”, como nadie dudaría en categorizar a la media docena de hits que nacieron en estos discos y hoy integran el cancionero argentino que anima cualquier fogón.

Yendo de la cama al living, Clics Modernos y Piano Bar son acaso la mejor cara de ese tráfico que es la cultura masiva, esté ésta hecha en Argentina o en cualquier lado. Se pueden desmenuzar hasta llegar a sus partes constitutivas, y en ellas identificar las influencias de acá y de allá, de la historia de la música y de la vanguardia presente, las imágenes que hablan de lo que estaba pasando y las que nos dejan leer en ellas el hoy.

Pero, a su vez, en su síntesis estos discos forman un producto cultural sin fecha de caducidad, que no necesita para nada de este análisis para ser disfrutado. Música que ha probado superar la prueba del tiempo, sin dejar de ser un documento de época. Una foto de una generación que había cambiado París por La Habana y ahora estaba lista para buscarse en New York.



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