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Eduardo Rovira: El Tango Secreto

La vanguardia tanguera tuvo dos caras: una fue Astor Piazzolla, la otra Eduardo Rovira. Siempre cerca del olvido, su música, poderosa y cambiante, suena hoy sorprendentemente original. Para Eduardo Rovira, la música clásica era el ideal platónico sobre el que debía reflejarse el mejor tango posible. Esta concepción de la música terminó siendo un arma de doble filo. Por un lado, le permitió a Rovira probar técnicas y recursos ajenos al género popular –por ejemplo, el empleo del contrapunto integral y de ritmos complejos-, introducir citas de música “culta” – la cadencia de piano del concierto en La mayor K.488 de Mozart en “Triálogo” y el desarrollo de cuño beethoveniano en ingenioso “Monotemático”- o traducir el dodecafonismo al idioma del tango, como intentó hacer en “Serial dodecafónico”. Pocos en la historia de la música popular argentina dispusieron de los recursos técnico-musicales de Rovira. Su solidez resultaba apabullante. Su audacia, sin parangón (llegó a ejecutar un bandoneón con pedalera de distorsión, en su incesante exploración de nuevas sonoridades). La imagen de aquel hombre sereno y melancólico, casi retirado y tempranamente otoñal –como si hubiera pagado el precio de su precocidad: a los 11 años había tocado el bandoneón en la orquesta de Vicente Fiorentino–, fue la antítesis de la de Astor Piazzolla, su héroe y su némesis al mismo tiempo. Rovira siempre reconoció que sin la historia del Octeto Buenos Aires de 1955 su música no hubiera estado signada por el elan vital de la vanguardia tanguera. Pero no fue un discípulo de Piazzolla sino un admirador y luego un par. Cambiante en su andar, poderosa en su impulso rítmico y de gran riqueza de textura, forma y color, la música de Rovira suena hoy sorprendentemente original: un mundo a explorar o a seguir visitando.

Por Sergio Pujol

La
música de Eduardo Rovira (1925-1980) parece estar siempre regresando del olvido. De un olvido hondo e insondable. No ha sucedido con sus partituras y sus discos lo mismo que con esas obras de creadores que, tras un momento de consenso, desaparecieron del centro de la escena para luego regresar en la forma moral del rescate o la reivindicación. Los vientos planetarios que generaron algún movimiento en torno a la memoria de Rovira han sido moderados en términos de reconocimiento, al punto de generar una cierta culpa entre gente de tango informada que se pregunta por qué no se lo tiene más en cuenta en el inventario de nuestra cultura; por qué su nombre tarda tanto en aparecer cuando, con esa enumeración digital con la que solemos contar a los esenciales apasionadamente, lo recordamos tras un delay imperdonable, seguido de la exclamación: “¡Y Rovira, por supuesto!”

Pero siempre hay alguien escuchando a Rovira. Siempre lo hubo. Unos años atrás, fueron el saxofonista Jorge Retamoza, el bandoneonista (ex Tata Cedrón) César Stroscio y el bandoneonista y compositor Marcelo Nisinman. Últimamente, el grupo argentino/belga Sónico, dirigido por el contrabajista porteño Ariel Erbstein, volvió a interpretar a Rovira excelentemente y de un modo diríase programático, a lo largo de dos discos íntegramente dedicados a su obra. El primero, Eduardo Rovira: la otra vanguardia, se editó en 2018. Incluyó lo más conocido de un corpus desconocido: “Majó Majú”, “Que lo paren”, “Taplala”, “Azul y yo” y – entre otros – el tour de forcé “Sónico”. El que acaba de ser subido a las plataformas se titula Eduardo Rovira: inédito e inconcluso. Si bien el título puede sonar un tanto engañoso (en rigor, lo único inédito es “A José Ingenieros” y una versión de “Simple” de Osvaldo Manzi diferente a la que figura en el disco Tango Vanguardia), podría decirse que toda la obra del bandoneonista y compositor sigue estando algo escondida, retirada del canon del tango.  

Sónico, el grupo que investiga
y graba la obra de Eduardo Rovira
Sónico es un quinteto. El quinteto es una formación ligada al tango moderno; basta pensar en las dos agrupaciones más célebres de Piazzolla y obviamente en el Quinteto Real. Sin embargo, Rovira prefirió otros formatos, como si esquivara cuidadosamente el que consagró al creador de “Buenos Aires hora cero”. Quizá su mejor molde haya sido el trío, que en su primera versión contó con Rodolfo Alchourrón en guitarra eléctrica y Fernando Romano en contrabajo. Si bien la música de Rovira no le debe mucho al jazz –o no tanto como a Stravinsky, Bartok y Schoenberg, por no citar a su admirado J.S.Bach y lógicamente a Beethoven-, las intervenciones de Alchourrón y la plasticidad rítmica de aquella formación recuerdan, por momentos, el tipo de interacción repentista habitual en la música de improvisación. Rovira también se movió a gusto en el septeto. Fundó uno llamado Agrupación de Tango Moderno. Son fantásticos, en esa línea, los discos A Evaristo Carriego y Tango Vanguardia, el primero reeditado por la Universidad Nacional del Litoral, y el segundo, por Sony en la serie “Renovadores del tango”. Al adaptar las composiciones de Rovira a las posibilidades del quinteto, Sónico parece haber buscado una suerte de síntesis entre grupo reducido y ensamble. En definitiva, ese gesto de adaptación –de versionar, de volver esa riquísima cantera compositiva en música de repertorio– es lo que siempre le faltó a Rovira. ¿Qué sucedería con su música si se la tocara más seguido? Que esa pregunta pueda encontrar su respuesta en un magnífico conjunto fundado en Bruselas es algo que destila ironía.  

Se cumplen cuarenta años de su muerte: 29 de julio de 1980. Murió de un infarto en la ciudad de La Plata, a los 55 años. Inició su vida platense integrando la renovadora agrupación Octeto La Plata de bandoneonista Omar Luppi y la terminó trabajando en la Banda de la Policía Bonaerense: ¿no parece esto una metáfora un tanto cruel de su trayectoria, y quizá del tango en general? También dedicó sus años finales a seguir estudiando. Tomó clases de guitarra y exploró otros instrumentos, seguramente en búsqueda de ampliar su imaginación tímbrica, una de sus mayores preocupaciones. Nunca frenó su ritmo compositivo, su cabeza iba más rápido que sus dedos cuando estos resolvían con maestría los caprichos del bandoneón. Al partir, su casa de La Plata quedó poblada de partituras manuscritas. Su mujer, Mabel, debió entonces andar con cuidado para no pisarlas. Eran las huellas de una obra irremediablemente incompleta, aunque la completitud de lo que sí tocó y grabó no resulta menos notable. Si pudiera rescatarse y tocarse todo lo que Rovira escribió, habría más de un grupo Sónico, más allá de Bruselas y Buenos Aires.

La imagen de aquel hombre sereno y melancólico, casi retirado y tempranamente otoñal –como si hubiera pagado el precio de su precocidad: a los 11 años había tocado el bandoneón en la orquesta de Vicente Fiorentino–, fue la antítesis de la de Astor Piazzolla, su héroe y su némesis al mismo tiempo. Rovira siempre reconoció que sin la historia del Octeto Buenos Aires de 1955 su música no hubiera estado signada por el elan vital de la vanguardia tanguera. Pero no fue un discípulo de Piazzolla sino un admirador y luego un par. Antes de acusar el impacto del huracán Pantaleón, Rovira había tocado con –y arreglado para- directores tan ilustres como Alfredo Gobbi, Florindo Sassone, Miguel Caló, Ornaldo Goñi y Osmar Maderna. En 1948 dirigió por un breve tiempo la orquesta del masivo Alberto Castillo y, en 1957, en la precuela de su vanguardismo, se alió al pianista Osvaldo Manzi como bandoneonista y arreglador. Seguramente aprendió con todos ellos los secretos del tango, así como los de la armonía y el contrapunto los terminó de incorporar en las clases del maestro Pedro Aguilar. Luego siguió estudiando solo, con fruición, con apetito voraz, auscultando en el piano acordes modernos y desarrollos clásicos. Había allí una historia de superación personal. Para un joven de familia obrera, nacido en Lanús en 1925, llenar la cultura popular de saberes académicos fue una ofrenda a la movilidad social ascendente de aquel país de los años 40 y 50. 

Para Rovira, la música clásica era el ideal platónico sobre el que debía reflejarse el mejor tango posible. Esta concepción de la música terminó siendo un arma de doble filo. Por un lado, le permitió a Rovira probar técnicas y recursos ajenos al género popular –por ejemplo, el empleo del contrapunto integral y de ritmos complejos-, introducir citas de música “culta” – la cadencia de piano del concierto en La mayor K.488 de Mozart en “Triálogo” y el desarrollo de cuño beethoveniano en ingenioso “Monotemático”-  o traducir el dodecafonismo al idioma del tango, como intentó hacer en “Serial dodecafónico”. Pocos en la historia de la música popular argentina dispusieron de los recursos técnico-musicales de Rovira. Su solidez resultaba apabullante. Su audacia, sin parangón (llegó a ejecutar un bandoneón con pedalera de distorsión, en su incesante exploración de nuevas sonoridades). Incluso su humor, a menudo mordaz -como cuando grabó a una velocidad imposible “A fuego lento” de Salgán-, se inscribía en avanzadas especulaciones estéticas. Pero estos montajes académicos no siempre resultaron eficaces: a veces la música de Rovira dejaba al descubierto sus costuras, su taller de experimentación a la vista, haciendo de la creación artística una clase magistral. Sin embargo, la acusación que algunos le formularon de ser un músico “cerebral” fue injusta y un tanto vaga: ¿acaso Julio De Caro había sido menos “cerebral” al reformular el lenguaje del tango?

Su período de reconocimiento fue breve: primer lustro de la década del 60. En 1961 deslumbró en un concierto en la Facultad de Medicina al que asistió el mismísimo Piazzolla. En un momento Astor subió al escenario y tocó con Rovira, como un ganador caballeresco que alza en alto el brazo de su rival. (Pero no siempre fue así, cinco años después Rovira sufrió en Gotán, el boliche del Tatá Cedrón, el desplante del padre del modernismo tanguero). En ese tiempo formó el fantástico grupo Tango Moderno – un octeto con Osvaldo Manzi al piano y Reynaldo Nichele en violín solista – y grabó los discos Tangos en su nueva dimensión (1961), la suite para ballet Tango Buenos Aires (1962), Tango vanguardia (1963), Tango en la Universidad (1966). Luego llegaron Sónico (1968) y Que lo paren (1975). Como bien señaló Julio Nudler, sin rebajar su calidad, Rovira fue apagándose como intérprete de su propia música, sin lograr instalarla en los repertorios de los músicos de su generación. 

Cambiante en su andar, poderosa en su impulso rítmico y de gran riqueza de textura, forma y color, la música de Rovira suena en 2021 sorprendentemente original: un mundo a explorar o a seguir visitando. Realmente cuesta entender que algunos lo hayan tachado de imitador de Piazzolla. Las ideas compositivas y los planteos instrumentales fueron distintos en uno y otro. Rovira no tuvo el genio melódico de Piazzolla, mientras Astor no se atrevió a – o simplemente no quiso– llevar la experimentación formal tan lejos como el autor de “Bandomanía”. Es verdad que se parecieron en sus estilos de ejecución del bandoneón y, al marden de cualquier desavenencia o rivalidad imaginaria, a ambos los unió, obviamente, la ambición de llevar las fronteras del tango más allá de lo conocido y aceptado. Mientras los tradicionalistas pensaban que Piazzolla y Rovira querían matar la música de Buenos Aires, en realidad ellos intentaron, cada uno a su manera, inyectarle vida y prometerle futuro, para así salvarla de la maldición del olvido.


Sergio Pujol - Historiador y ensayista. Su libro más reciente se titula "El año de Artaud. Rock y política en 1973" ( Planeta, 2019) (www.sergiopujol.com.ar)



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