En los años noventa, Buenos Aires tenía una manera muy concreta de armarse un corazón: a golpes de cable pelado, humo viejo, cerveza tibia y un riff que podía acomodarte hasta las costillas. Antes que una epopeya sacrificial, era una educación sentimental experimentada en sótanos, en galpones, en cuevas donde el sonido rebotaba más por voluntad que por acústica. La ciudad podía estar vendiéndose a sí misma en cómodas cuotas o en un Todo x 2 pesos, pero había una franja sin rumbo -y con alguna brújula secreta- que seguía empecinada en postular una alternativa: resistir a veces era simplemente no entregarle el cuerpo entero al clima de época. Por Fernando Rosso Porque hubo un tiempo que fue hermoso y fue duro de verdad. Existió una cultura rock -o lo que llamábamos under, aunque ya se estuviera masificando por arrastre- que fue más que música: fue una pedagogía de barrio contra el sopor menemista . Un modo de decir “no” sin que se hubieran formulado aún las consignas prolijas, la estrate...