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La Mesa Beatle: Por siempre y para siempre

Buen día desde La Barra Beatles. Voy a recordar un capítulo romántico con una canción alrededor. Muchas veces nos sucede que recordamos una historia, personas, un amor, y siempre ronda por ahí una canción. Y qué linda sensación que se reproduce cuando escuchamos esa canción y le damos libertad absoluta a la memoria emotiva.

Por Jorge Garacotche


Una tarde, en mi barrio de Villa Crespo, en una vieja casa apareció una chica que jamás había visto por estos lares. Pocas veces una mujer me atrapó de manera tan cautivante. La miraba y comenzaba el desfile de sueños con destino incierto. Empecé a pensar tácticas de acercamiento, estaba justo enfrente de la casa de Alfredo, al lado de Flora, mi primera profesora de piano. Flora me enamoró con sus hermosas piernas bajo una minifalda negra. Ahora, esta visita inesperada provocaba una tarea parecida, quizás en esta esquina está lo que todos buscamos. No soy egoísta y paso el dato: Velasco esquina Humboldt, Villa Crespo.

Algo me fue arrimando. Saludos inocentes, preguntas vanas, bueyes perdidos. Se llamaba Silvia Aquino y resultó que vivía muy lejos, en Burzaco, en el sur del Gran Buenos Aires. Estaba en casa de su tía pasando unas cortas vacaciones. Días después me dejó su dirección para que le escriba porque ninguno de los dos tenía teléfono, dato prehistórico.

Lo hice a la semana siguiente y, a pesar de mi ansiedad, nunca llegó una respuesta. Hasta pensé que habían sido solo unas charlas de entretenimiento, algunas canciones cantadas con la guitarra y risas leves de verano. Tres o cuatro meses después la tía me vino a hablar. Explicó que Silvia me escribió tres cartas, pero al no tener respuesta se desilusionó y no volvió a la carga.

En la casa que alquilaban mis viejos también vivía mi tía, hermana de mi viejo, tenían una muy mala relación, eso la llevó a tirar a la basura esas cartas. Pero guardé la dirección, Tinogasta al 2400 en Burzaco, y un colectivo desde Palermo me dejaba allí, el eterno 160, ese que va hasta el fin del mundo y vuelve recargado. Era muy lejos pero el amor siempre consigue pasaje, se hace tiempo para organizar encuentros fortuitos.

Arribé a Palermo, subí al 160, puse cera en mis orejas y miel en la ventanilla. La tentación hará todo lo necesario para depositarme en una leyenda. El viaje fue larguísimo, pero no aburrido. En un momento alguien oriundo de Itaca gritó: “Puente Alsina”, mientras Ulises solo atinaba a bajar la cabeza. Al rato, otro de los remeros, un joven criado en Tesalia, reconoció aguas banfileñas, pero temió hacer un papelón en la nave, entonces escondió la mirada melancólica y siguió como si nada.

Llegué a eso de las 15 horas de una tarde soleada. No había sirenas en la calle, ni apareció ningún cíclope hambriento, creo que el amor liberó la zona reservando uno de sus mejores cuadros. Golpeé con las manos en una casa muy humilde. Salió una mujer joven con el pelo atado, cara de cansada, pero sonreía animada. Dije que buscaba a Silvia, preguntó quién era y cuando le respondí puso en su mirada un brillo que superó ampliamente al sol suburbano, como si mi nombre fuera una contraseña. Ingresó a la casa rápidamente. De pronto apareció la criatura más bella de la cual yo tenía memoria. Vestía una remera roja ardiente y un pantaloncito corto azul, parecía un jugador de mi querido Independiente. Nunca nadie me había sonreído así, como si le hubiera llevado la mejor de las noticias. Me abrazó muy fuerte y la apreté contra mí. Quedamos unos segundos así mientras trataba de comprender si era cierto que mi presencia motivaba tal gesto de locura. Levantó la cabeza y con unos ojos llorosos contó que sabía que iba a volver, justo yo que jamás me hubiera permitido sacarla de mis recuerdos.

En una cocina armada con lo mínimo, donde parecían sentarse varios comensales había dos tazas de café servidas junto a unas riquísimas vainillas. Sobre una de las paredes colgaba la figura de Jesús, al costado una foto del actual equipo de Newell’s Old Boys de Rosario, y a cierta distancia la estampita de alguien desconocido. Acaricié el pelo de una cara ilusionada. Separé el pulgar de la mano y cerré sus párpados, que muy suaves decidieron mirar todo lo que llegaba desde adentro. Mientras tanto, yo hacía un esfuerzo descomunal por tratar de entender qué era lo que ocurría, hasta que la vorágine de las miradas me dejó sin explicación y recién ahí pude disfrutar de lo que se me venía encima. ¿Cómo esta mujer de sueños estaba diciendo esas cosas sobre mí? Pero estaba ahí, no acepté la derrota y salí a jugar el segundo tiempo. Era increíble que una mujer que solo aparece en las imágenes de los soñadores estaba diciendo que la madre había ido al trabajo de la tía para rogarle que me ubique, que necesitaba verme. La tía investigó, averiguó mi dirección. Confirmó que yo no estaba enterado de sus mensajes, entonces cayó en la cuenta de que las cartas eran arrojadas al olvido por alguien atrapado en la envidia, en la sinrazón de los que no sienten pasiones, pero se aseguran que el resto tampoco.

Algo tironeó arrancándome de la silla y no tuve más que dejarme ir. Ella se paró, la abracé como si fuera a quedarme ahí por el resto del día. Nunca había intervenido en un beso así. Los veía en las plazas, las películas, en la noche ruidosa de las discotecas, pero jamás tan de cerca. Su lengua, en cada movimiento, contaba qué era eso de la dulzura. Sentí en cada vena, cada nervio, cables que conectaban por primera vez un circuito desconocido. Ese domingo comenzó un fluido romance que se cargaba los sábados y domingos; en la semana, hablábamos con la ilusión.

El viaje era un placer, sobre todo cuando lo hacía en el tren Roca. En la estación Constitución compraba algunas golosinas como para ir practicando. Por las ventanillas manchadas pasaban a gran velocidad paisajes suburbanos de casas bajas y chicos jugando en veredas o jardines.

Contó que había conseguido un trabajo en una casa de ropas frente a la estación Temperley, palabra que remontaba al libro que estaba leyendo por esos días, “Los siete locos”, donde un grupo de perdedores intentaba conspirar contra los males del mundo en una vieja casa de esa ciudad.

Un sábado pasé a buscarla a eso de las 19 horas por el negocio. Vestida de laburanta estaba tan divina como cuando se disfrazaba de sábado a la noche, hay mujeres que no tienen cómo esquivar a la belleza.

Ajustada en un vestido corto, de color verde aguado, las piernas se acercaban tan bien delineadas como en un afiche. Tenía el pelo recogido y se lo fue soltando, mientras yo me iba desgranando entre mis mejores pensamientos. Tomamos el colectivo 160, un amigo de la zona, y ni bien nos sentamos dijo que había un plan: iríamos con el hermano y su novia a bailar a un club en Llavallol, un lugar que solo conocía de nombre. De manera que el día sería una pequeña gira por el conurbano sur. Cenamos empanadas. En un momento quedó de perfil mostrando su nariz perfecta. La mejilla mostraba gran afinidad estética con la pera y juntas eran la simetría en persona. Diseño de Miguel Angel.
 
Al rato, los cuatro descendíamos de un colectivo en la avenida Antártida Argentina, frente al club Juventud Unida de Llavallol. El lugar era muy grande, con piso de cemento, lejos de la estética que uno veía en las discos. Las luces estaban altas para iluminar más que bien una cancha de básquet. Era un ámbito genuino, con muchísimas mesas abarrotadas de platos y bebidas, pibes yendo de acá para allá mientras comían, gente moviéndose todo el tiempo y, en el centro, un espacio donde se contorneaban los primeros bailarines.

El olor a choripán y hamburguesas, el ruido metálico de las risas y los malabares de algunos mozos prohibían a los aburridos. Cuando la pista se llenó, los cuatro comenzamos a bailar. Todo era sonrisas y hablar a los gritos. Silvia se movía sensualmente, con una inocencia adolescente que provocaba a mi mirada, y cuando la encontraba le ponía carita de pícara. Lo mío era la gloria más absoluta. ¿Quién es el boludo que piensa que los pobres no conocen la eternidad?

Al rato apagaron algunas luces y comenzaron a sonar temas lentos. La mayoría se retiró hacia las mesas, quedaron los más románticos, aquellos que andaban a la pesca o quienes sintieron que algo nuevo podía nacer. Fuimos más al medio, nos apretamos danzando casi a un ritmo propio. Despegamos las cabezas, nos miramos y contamos tantas cosas, de esas que yo solo conocía por mi imaginación. A ella se la veía brillante, a pleno. Yo no sé si estaba preparado para expresar todo lo que sentía porque era un cuerpo desbordado. Es que uno de esas cosas no sabe nada, y cuando aparecen carece de explicaciones, solo a veces tiene la sabiduría de vivirlo sin causas. Cuando la utopía se nos hace realidad conocemos una libertad interior que suena a vida de otros.

Bailábamos casi metidos uno dentro del otro, casi detenidos en el tiempo. Levanté la vista cuando escuché que comenzaba un tema que sonaba en todas las radios y en la tele. Silvia también lo conocía, era una de esas canciones que los pobres escuchan durante la semana en el trabajo y sueñan bailarla el sábado. Nosotros estábamos ahí para cumplir el sueño. Una voz súper aguda daba cátedra de afinación y sosiego. Arrimé los labios a su oreja susurrando en un inglés de academia de Villa Crespo: “ever and ever, forever and ever, you’ll be the one…”, sintiéndome el mejor traductor de Burzaco. Ojo, que estoy seguro que en pronunciación me hubiera ganado un aprobado gracias a escuchar tanto a Los Beatles.
 
Ella apretó más, ajustó su mano en mi mejilla y apoyó en mi boca un beso ilimitado. Levanté vuelo, iba lerdo gozando esos planeos. Sobrevolaba Llavallol viendo luces de un sábado obrero. Brillos rojos en los pararrayos de las fábricas titilaban casi dormidos, sabían que lo mío era un sueño de la clase trabajadora. Los faros de los colectivos, como luciérnagas. La vieja estación, durmiendo en su realismo mágico, se permitía soñar.

Qué capacidad tienen las canciones para transportarnos, lo sentí en un momento del tema en donde una guitarra griega vuela por el Mar Egeo en un trémolo dulcísimo. Un coro me repetía “ever and ever, forever and ever…”. La canción dibuja una melodía de las más hermosas que escuché, la voz tan aguda de Demis Roussos se torna estremecedora, dicen que así se cantaba en las siestas de los monoblocks de Burzaco. El bajista va marcando un ritmo que envuelve, inquieta, sube a los hombros, prolonga algunas notas sentidas reforzando la idea melódica. El tema se refugió en mi memoria. Un datazo: Demis Roussos, cuando era joven, tuvo una banda de rock progresivo junto al mismísimo Vangelis.

No hacía mucho que me había topado con la literatura más genial de todos los tiempos, la mitología griega. ¿Sería esta canción la que cantaban las sirenas al ver llegar a los navegantes? ¿Demis Roussos la interpreta sintiendo que es Ulises, pero con los oídos destapados? Silvia es una de esas sirenas, lo sé, arrastra a las otras a cantar la bienvenida a esa maravillosa isla donde orbita solo la inocencia. El barco lentamente nos lleva, remamos hacia allá porque lo necesitamos. El Egeo se recuesta, sabe que los días de Troya quedaron lejos. Tiembla un ateo empedernido que siempre tendrá un trono especial para Afrodita, y esta vez la tensión de Neptuno lo acompaña, perdona la tardanza mirando la costa. Allí nace un beso de Silvia como un mapa. Dentro de él florecen mis primeras pasiones, las mismas que encienden esas hogueras que veían los navegantes. Las sirenas narran y el mar de Llavallol se tiñe de amores, la nave se deja mover justo cuando la brisa derrite la cera y escucho mi nombre. Soy yo a quien llaman, un adolescente que empezaba a pensar que jamás lo iban a convocar, pero...
 
De golpe estalló una batería y cambió el ritmo. Se abalanzaron muchos sobre la pista y los románticos despertamos rodeados. Fui al baño que estaba colmado, caminé con atención dado que el piso estaba todo mojado. Salí atravesando la zona del buffet. Sin darme cuenta atropellé a alguien que caminaba hacia atrás. Lo topé fuerte. Giró y me puteó con gusto. Tenía unos años más que yo. De inmediato se puso en guardia, me midió y se vino. Casi sin tiempo lo pude tomar de los brazos y usando su energía lo arrojé con fuerza contra la barra, se golpeó fuerte la espalda y cayó. Se levantó, pero no parecía en condiciones de pelear. Aparecieron tres tipos a los gritos, uno me revoleó una piña, pero lo movieron y erró. Retrocedí. Se juntó gente enseguida y la pelea quedó suspendida. Se escuchaban amenazas de todo calibre. Auguraban una salida complicada, casi imposible. El hermano de Silvia me sacó de ahí y advirtió: “acá ese empujón que le pegaste es la pena de muerte, quedate a vivir acá porque no nos van a dejar ir…”

Me apoyé contra la pared y recordé un viejo tango que cantaba mi viejo: “nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte…” En eso apareció un tipo veterano, parecía exaltado, preocupado, dijo ser el presidente del club. Me preguntó si era del barrio. Entonces garantizó que todo quedaba ahí, que cuando quiera retirarme, varios iban a acompañarme hasta la parada del colectivo. Con firmeza y dignidad aseguró que el club era un ámbito familiar, que la nueva comisión estaba ahí para que la gente pase una noche feliz. Le creí.

Fuimos hacia la pista con Silvia y su cuñada, que no paraban de sonreír y decir que ya había pasado todo, que solo era algo típico de un sábado y más a esa hora. Volvimos a bailar mientras la magia lentamente fue regresando. Pero yo había encendido la alarma, estaba atento a cualquier movimiento por fuera de nosotros, sabía que dentro del club no iba a pasar nada, entonces regalé el después a los científicos.

Como a las tres de la madrugada vino el hermano de Silvia con el presidente y una comisión de guardianes pacifistas, un grupo de patriarcas del barrio que aseguró que nadie se iba a atrever a contradecirlos. No lo explicaron desde un lugar de patovicas, no tenían ese aspecto, se los veía tranquilos, con conocimiento de la situación y el respectivo manejo. Salimos y fuimos hasta la parada del colectivo. Nos seguía otra comisión, más numerosa y hambrienta de conflicto. Avanzaban a paso firme hablando en voz alta, cosa que a todos nos quede claro cuál era su plan. Gritaban insultos y amenazas, pero sin acercarse demasiado. De la mano de enfrente había una patrulla policial estacionada que observaba con displicencia lo que sucedía.
 
Subimos al bondi, que estaba repleto de chicos y chicas hablando al mismo volumen que en el boliche. Mi mano en la cintura del hada suburbana parecía tener el poder de tranquilizarlo todo. Ella hablaba sin parar. Recordó que frente a la estación de Burzaco había un bar con las mejores medialunas del sur. Yo intentaba silbar aquella melodía que gocé tanto, la canción del griego Demis Roussos “Forever and ever”. Me acerqué otra vez a su oreja tan prolijamente terminada y le canté: “ever and ever, forever and ever, you’ll be the one…”

Cuántas veces las minas nos prestan un cacho de gloria; es uno quien debe saber invertir. Hay muchos capitales simbólicos dando vueltas por ahí, pero aquellas caricias pagan la renta más eterna. Estoy seguro que esos besos instalaron El Olimpo en pleno Llavallol.

En estos días voy a ir por allá, en una de esas todavía está calmo el Egeo, con ese azul sobrenatural que tan bien le sienta a los románticos del conurba. Prometo ir disfrazado de mendigo y con el arco. Al cruzarme con mi viejo perro Argos ladraremos juntos de puro melancólicos. Ulises y Argos porteños, que ladran, pero a veces muerden.
 
Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires).



Comentarios

  1. Hermoso relato, muy emocionante, conozco de pasada algunos barrios allí mencionados, ¿Gracias por compartirlo Jorge! La incógnita para los lectores es qué pasó después, como siguió todo. PD: Fué enormemente popular Demis Roussos hasta donde recuerdo de los '70s, yo tenía menos de diez años, el grupo compartido con Vangelis (con Loukas Sideras y Anargyros 'Silver' Kouloris) era Aphrodite's Child. Años gloriosos fueron esos, en muchos sentidos. Sdos.

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Gandhi, Tous les hommes sont frères, Gallimard, 1969, p. 235.